"... operando como un polvo mágico (…) contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia."
(Fragmento del capítulo 4)
Los días precedentes habían sido para nosotros como una prueba de fuego.
Realmente, no podía rebelarse uno contra aquel instinto simplista e imprudente
que los impulsaba a aprovechar los momentos de tregua, cuando la noche les daba
una ilusión de frescor y las estrellas centelleaban a través de un aire denso y
cargado de rocío. Además, casi todos estaban debilitados por la maniobra, que
reclamaba incesantemente los brazos de quienes aún podían arrastrarse. ¡Con qué
objeto hacerles reproches! Pero yo creía con firmeza que la quinina era de una
utilidad extraordinaria, y poco menos que milagrosa.
Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sortilegio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso maleficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabina para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo...
Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sortilegio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso maleficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabina para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo...
Pero ¡para qué describir las rápidas etapas de aquel espantoso
descubrimiento! Ya, sin duda, habéis adivinado la verdad. Allí estaba el papel
que lo cubría, allí el frasco y el polvo blanco en su interior, un polvo blanco
cualquiera, que nada tenía que ver con la quinina. Una sola mirada bastaba para
darse cuenta de ello. Recordé que, al coger el frasco, ya antes de
desenvolverlo, el peso del objeto que tenía en la mano me había hecho presentir
la verdad. La quinina es ligera como una pluma, y mis nervios exasperados
debían de tener una sensibilidad desacostumbrada. Dejé que el frasco se hiciese
añicos contra el suelo. La droga, cualquiera que fuese, chirrió bajo la suela
de mi zapato como si de arenilla se tratara. Cogí el frasco siguiente, y luego
otro. El peso era por sí solo lo bastante elocuente. Uno tras otro, cayeron,
rompiéndose a mis pies, no porque yo los arrojase, colérico, sino porque se
deslizaron de entre mis dedos como si realmente aquel descubrimiento superase
mis fuerzas.
Joseph Conrad
(Inglés nacido en Ucrania cuando formaba parte de Polonia, 1857-1924).
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