Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 15 de mayo de 2020

Epidemias: LA LÍNEA DE SOMBRA, de Joseph Conrad

"... operando como un polvo mágico (…) contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia."

(Fragmento del capítulo 4)

Los días precedentes habían sido para nosotros como una prueba de fuego. Realmente, no podía rebelarse uno contra aquel instinto simplista e imprudente que los impulsaba a aprovechar los momentos de tregua, cuando la noche les daba una ilusión de frescor y las estrellas centelleaban a través de un aire denso y cargado de rocío. Además, casi todos estaban debilitados por la maniobra, que reclamaba incesantemente los brazos de quienes aún podían arrastrarse. ¡Con qué objeto hacerles reproches! Pero yo creía con firmeza que la quinina era de una utilidad extraordinaria, y poco menos que milagrosa.

Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sortilegio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso maleficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabina para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo...

Pero ¡para qué describir las rápidas etapas de aquel espantoso descubrimiento! Ya, sin duda, habéis adivinado la verdad. Allí estaba el papel que lo cubría, allí el frasco y el polvo blanco en su interior, un polvo blanco cualquiera, que nada tenía que ver con la quinina. Una sola mirada bastaba para darse cuenta de ello. Recordé que, al coger el frasco, ya antes de desenvolverlo, el peso del objeto que tenía en la mano me había hecho presentir la verdad. La quinina es ligera como una pluma, y mis nervios exasperados debían de tener una sensibilidad desacostumbrada. Dejé que el frasco se hiciese añicos contra el suelo. La droga, cualquiera que fuese, chirrió bajo la suela de mi zapato como si de arenilla se tratara. Cogí el frasco siguiente, y luego otro. El peso era por sí solo lo bastante elocuente. Uno tras otro, cayeron, rompiéndose a mis pies, no porque yo los arrojase, colérico, sino porque se deslizaron de entre mis dedos como si realmente aquel descubrimiento superase mis fuerzas.


Joseph Conrad
(Inglés nacido en Ucrania cuando formaba parte de Polonia, 1857-1924).

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