Regresa la primavera a Vancouver.

viernes, 26 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CARTA A MI JUEZ, de Georges Simenon

"Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde (...) Martine estaba dormida."

(
Fragmento del capítulo 10)

Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada. Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de escapar a su destino, de escapar de mí. Veo su nuca en el momento en que encendí la luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes, con unos pelillos sueltos.

- ¿Te acuestas enseguida? Dije que sí. ¿Qué nos pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta? Le preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella bebía un vaso de leche. Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después para -sentada en la cama- beber a sorbitos su vaso de leche. Yo no le había pegado. Había echado fuera los fantasmas.

- Buenas noches, Charles.

- Buenas noches, Martine.

Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de dormirse:

- No es cristiano...

Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde -ellos lo sabían- para que yo pudiera defenderme. Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para apaciguarme. Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al pasar sobre la firme dulzura de un pecho. Imágenes, más imágenes, otras manos, otras caricias... La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un hueco tibio, el cuello... Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí. ¿Acaso mi Martine, la mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros días? ¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda su vergüenza? No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente había una farola de gas. Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor. Apreté. Eran mis dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:

- Perdóname, Martine...

Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las cosas. Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine pudiese al fin vivir. Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un gesto absurdo. La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron abrazándose hasta el final. Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y permaneció así mucho tiempo. Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté, titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa. Ya la oyó usted, a la vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:

- El señor estaba muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.

Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).

jueves, 25 de abril de 2024

Mirándolas dormir: SE VUELVEN CONTRA NOSOTROS, de Manuel Peyrou

"Él trataba a veces de recordar qué le sugerían los muslos tersos y morenos de Malena..."

(
Fragmento del capítulo III)

Después de la siesta, en medio de un agradable calor, mientras Malena dormía Horacio pensó en la repetición de los actos de la vida. Le gustaba estar con Malena y en algún sentido creía estar con otra mujer. No sabía cuál y quizá no fuera ninguna en particular, pero el hecho, el minuto durante el cual experimentaba esa sensación, física y mental a un tiempo, significaba para él algo así como la perduración del amor. Quizá hubiera algo más. Las líneas, los limites de la pasión y del amor se confunden, como las aguas de dos ríos de distinto color. A veces en el sexo encontraba algo como un llamado del espíritu y otras veces el amor espiritual lo había llevado al sexo y de tal modo se había completado. Él trataba a veces de recordar qué le sugerían los muslos tersos y morenos de Malena; a veces, en la bruma cálida del entresueño, pensaba que le decían algo del pasado, algo de otras mujeres y de otros tiempos. Ella se despertó; le cruzó pesadamente la mano por el pecho y abrazándolo se volvió a quedar dormida.

Manuel Peyrou (Argentina, 1902-1974).

miércoles, 24 de abril de 2024

Mirándolas dormir: GENTE INDE- PENDIENTE, de Halldór Laxness

"... no tenía nunca el valor de despertarla, tan naturalmente dormía Rosa. La miraba mientras se vestía, y se decía: es joven, como una flor."

(
Párrafo inicial del capítulo 6: Sueños)

Pero por las mañanas, cuando él se levantaba antes que los primeros pájaros, no tenía nunca el valor de despertarla, tan naturalmente dormía Rosa. La miraba mientras se vestía, y se decía: es joven, como una flor. Y le perdonaba muchas cosas. Y sin embargo, siempre se maravillaba de que ella, que estaba allí, tan inocentemente dormida, hubiera amado a otros hombres y se hubiese mostrado tan reacia a confesarlo, ella, que siempre fue tan reservada y tan enemiga de responder a los requerimientos amorosos. A menudo decía él: he ahí una muchacha sumida en sí misma, que mantiene a distancia a los hombres. Me casaré con ella y compraré una granja. Y ahora que me casé con ella y compré la granja, resulta que ha amado a otros hombres y que nadie se enteró de ello. Cuando estaba dormida era dichoso, pero, cuando despertaba, él veía la desilusión en sus ojos y entonces la dejaba dormir. Hablaban poco y casi ni se atrevían a mirarse. Era como si estuvie- sen casados desde hacía veinticinco años; no se conocían. Él daba la vuelta a la esquina de la casa y se persignaba hacia el este por pura fuerza de costumbre, sin pensarlo. Y Titla bajaba de un salto de la pared, donde dormía sobre el alféizar de ladrillos de césped de la ventana del oeste. Todas las mañanas le adulaba con protestas de amistad, tan fervientes como si se encontraran luego de dos semanas de separación. Trazaba grandes círculos sobre la hierba, en su derredor, ladrando continuamente. Después corría hasta los límites del campo y estornudaba y frotaba el hocico en el pasto. A continuación le seguía a la siega.

Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998).
Obtuvo el premio Nobel en 1955.

(Traducido al español por Floreal Mazía).

martes, 23 de abril de 2024

Mirándolas dormir: A UN DIOS DESCONOCIDO, de John Steinbeck

"... el aire se había despertado con la aurora ya próxima y tenía el frescor de la mañana. Oyó a los gallos viejos cacareando..."

(
Fragmento del capítulo 18)

Joseph dormía con sueño ligero. Cada vez que Elizabeth suspiraba dormida, él abría los ojos de par en par y escuchaba intranquilo.

Una mañana, Joseph se despertó al oír el cacareo de los gallos jóvenes en sus varas. Aún era de noche, pero el aire se había despertado con la aurora ya próxima y tenía el frescor de la mañana. Oyó a los gallos viejos cacareando con notas llenas y redondas como si quisieran reprobar a los más jóvenes sus voces cascadas. Se quedó tumbado con los ojos abiertos y vio entrar los incontables puntos de luz y poner el aire gris oscuro. Poco a poco fueron apareciendo los muebles. Elizabeth respiraba de prisa en su sueño. Joseph se disponía a levantarse silenciosamente de la cama para vestirse e ir a ver a los caballos, cuando de repente Elizabeth se incorporó en la cama. Se le cortó la respiración y sintió un espasmo en las piernas y lanzó un grito de dolor.

- ¿Qué pasa? -gritó Joseph-. ¿Qué pasa, querida?

Al no recibir respuesta, saltó de la cama, encendió la lámpara y se inclinó sobre ella. Los ojos de Elizabeth parecían salírsele de sus cuencas, tenía la boca abierta y temblaba fuertemente.
Volvió a gritar con voz ronca. Joseph se arrodilló para frotarle las manos hasta que, tras un momento, se dejó caer sobre la almohada.

- Me duele la espalda, Joseph -se quejó Elizabeth-. Algo va mal. Me voy a morir.

John Steinbeck
(Estados Unidos, 1902-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1962).

(Traducido al español por Montserrat Gutiérrez).

lunes, 22 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA COLUMNA DE LA PESTE, de Jaroslav Seifert

"Una corona de sonetos puse sobre las curvas de tu regazo mientras dormías."

(
Fragmento)

Hubo una guerra en todo el mundo
y en todo el mundo
había dolor.
Y, sin embargo, susurré a oídos enjoyados
versos de amor.
Me da vergüenza.
Pero no, realmente no.
Una corona de sonetos puse sobre
las curvas de tu regazo mientras te dormías.
Era más hermoso que las coronas de laurel
de los ganadores de la carrera.

Pero de repente nos encontramos
en las escaleras de la fuente,
cada uno se fue a otro lugar, en otro momento
y por otro camino.

Por mucho tiempo sentí
que seguía viendo tus piernas,
a veces incluso escuchaba tu risa
pero no eras tú.
Y finalmente incluso vi tus ojos.
Pero sólo una vez.

Jaroslav Seifert
(Chequia, 1901-1986). Obtuvo el premio Nobel en 1984.

domingo, 21 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA CONDICIÓN HUMANA, de André Malraux

"Pero en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta..."

El teléfono

(Fragmento)

Valeria dormía. La respiración regular y la dejadez del sueño henchían sus labios con dulzura y también con la expresión perdida que le suministraba el goce. «Un ser humano -pensó Ferral-; una vida individual, aislada, única, como la mía...» Se la imaginó habitando en su cuerpo, experimentando en su lugar aquel goce que él no podía volver a sentir más que como una humillación; se veía él también humillado por aquella voluptuosidad pasiva, por aquel sexo de mujer. «Eso es idiota; ella siente en función de su sexo, como yo en función del mío; ni más ni menos. Siente como un nudo de deseos, de tristeza, de orgullo; como un destino... Evidentemente.» Pero no en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta, como si hubiese aceptado el no ser ya un ser vivo y libre, sino solamente aquella expresión de reconocimiento de una conquista física. El gran silencio de la noche china, con su olor a alcanfor y a hojas, adormecido él también hasta el Pacífico, la recubría fuera del tiempo: ni un navío llamaba; ni un tiro de fusil. No encerraba Valeria en su sueño los recuerdos y las esperanzas que él no poseería nunca: ella no era nada más que el otro polo de su propio placer. Jamás había vivido: nunca había sido una niña.

André Malraux (Francia, 1901-1976).

(Traducido al español por César A. Comet).

sábado, 20 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LOS LANZALLA- MAS (El homicidio) y LOS SIETE LOCOS (El suicida), de Roberto Arlt

"... a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco..."

Los lanzallamas

Día viernes. Capítulo 27: El homicidio

(Fragmento inicial)

A la una de la madrugada Erdosain entró a su cuarto. Encendió la lámpara que estaba a la cabecera de su cama, y a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco, y el brazo de la muchacha se encogía sobre el pecho. Su cabello prensado por la mejilla, castigaba la funda con pincelazos negros.

Erdosain extrajo la pistola del bolsillo y la colocó delicadamente bajo la almohada. No pensaba en nada. Barsut, el Astrólogo, la mancha de sangre filtrándose bajo la puerta, todos estos detalles simultáneamente se borraron de su memoria. Quizás el exceso de acontecimientos vaciaba de tal manera su vida interior..., o una idea subterránea más densa que no tardaría en despertarse.

Se desvistió lentamente, aunque a instantes se detenía en ese trabajo para mirar al pie de la cama los vestidos de la muchacha desparramados en completo desorden. La puntilla de una combinación negra cortaba con bisectriz dentada la seda roja de su pollera. Una media colgaba de la orilla del lecho en caída hacia el suelo.

Murmuró displicentemente:

- Siempre será la misma descuidada.


"Cuando lo vio entrar en le acurva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado solo para siempre..."

Los siete locos

(Fragmento de El suicida)

Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba por itinerarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscuras... pero inmovilizado por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un sollozo detenido en la garganta, el último vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.

Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado solo para siempre en el desierto de ceniza, que el tren no retornaría jamás, que siempre deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.

Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro caballuno y el pelo amarillo encrespado, estaban aún en él. Pensó:

«Debía matarme... -Mas al observar el cabello rojo de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más pesado-: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo -apretó el cabo del revólver en el bolsillo-. Bastaría un tiro en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito. Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho. Pero debe ser cruel».

Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía como un velo su cerebro se apartó de él; entonces con numerosas precauciones cogió su perramus, cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras, y salió.

Roberto Arlt (Argentina, 1900-1942).

viernes, 19 de abril de 2024

Mirándolas dormir: MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES, de Gabriel García Márquez


"
No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al 
anciano
Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en
la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido."
Yasunari Kawabata
en La casa de las bellas durmientes

(Fragmento del primer capítulo)

Y fue a lo suyo.

La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien cria- da, pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo: Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por adelantado. Así fue.

La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales, había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.

"Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos..."

No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el incipiente vello del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se volvía insoportable a medida que avanzaba la noche.

Gabriel García Márquez
(Colombiano fallecido en México, 1927-2014). Obtuvo el premio Nobel en 1982.

jueves, 18 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES, de Yasunari Kawabata


(
Fragmentos del primer capítulo)

No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

(...)

Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.

- Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada.

La mujer lo repitió-: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocu- parse. Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a acometerle.

- Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en su reloj de pulsera.

- ¿Qué hora es?

- Las once menos cuarto.

- No me sorprende. Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y levantarse temprano. Así pues, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación contigua. Utilizó la mano izquierda. No había nada notable en este acto, pero Eguchi retuvo el aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a la otra habitación.

(...)

- ¿Ella está en la habitación contigua?

- Sí, dormida y esperándole.

- ¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba dormida? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba aquí parecía incapaz de creerlo.

- ¿Dónde quiere desnudarse? -La mujer parecía dispuesta a ayudarle. Él guardó silencio-. Escuche las olas. Y el viento.

- ¿Olas?

- Buenas noches -la mujer le dejó.
(...)

"... dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo."

Su curiosidad distaba de ser fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él.

- Algunos caballeros dicen que tienen sueños felices cuando vienen aquí -había dicho la mujer-. Otros dicen que recuerdan lo que sentían cuando eran jóvenes.

Ni siquiera entonces apareció en el rostro de Eguchi una leve sonrisa. Puso las manos sobre la mesa y se levantó. Se encaminó hacia la puerta de cedro.

- ¡Ah!

Las cortinas eran de terciopelo carmesí. El carmesí era aún más profundo bajo la luz tenue. Parecía como si una delgada capa de luz flotara ante las cortinas, y él se estuviera introduciendo en un fantasma. Había cortinas en las cuatro paredes y también en la puerta, pero aquí estaban recogidas hacia un lado. Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.

Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplande- ciente.

- ¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?

Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura dé la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.

Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda.

Yasunari Kawabata
(Japón, 1899-1972). Obtuvo el premio Nobel en 1968.

(Traducido al español por Pilar Giralt).

miércoles, 17 de abril de 2024

Mirándolas dormir: EL PAPA VERDE, de Miguel Ángel Asturias

"Bajo la sábana blanca, Juambo la vio dormida..."

(
Fragmento final del capítulo VII)

Y la saliva pastosa entre sus dientes, y la pereza de su mano para mover el peine en sus cabellos, y el percutir de las mismas sílabas: «The fatber o'your cbild»... «Al padre de tu niño...»
«Entre los brazos de ella lo trocaron
en un hombre desnudo,
pero encima le echó su manto verde
y entonces ya fue suyo...»

Se tendió en la cama, larga, inválida... El vaho del calor no dejaba lugar al sueño... Igual que recibir en la cara el vapor que suelta una locomotora... Varias veces viajó ella asándose con el maquinista entre las plantaciones y el puerto... Se ahogaba... Púsose en pie para cerciorarse con su mano de lo que estaba cierta, porque lo veía, la ventana abierta de par en par, sólo defendida por el cedazo... Acercó los dedos a la redecilla en que del lado de afuera zumbaban los insectos pugnando por llegar a la luz que ella tenía encendida en su cuarto... ¡Tam Lin se nos ha ido!... ¿Quién era ella sino otro ser minúsculo, volandero, ansioso, detenido a la puerta de la felicidad por el destino?... Se volvió a su cama, el calzoncito celeste, sus senos como los bajo relieves cobrando ya otra dimensión..., desesperada de aquella cama en que no había un trecho que su cuerpo no hubiera caldeado... Era un candente hierro la flor de su deseo... «Le eché mi manto verde y entonces ya fue mío.»

Bajo la sábana blanca, Juambo la vio dormida. Jugó la tiza de las córneas al abrir y cerrar los ojos recordando que la sorprendió con el fulano en el oficio de las lavanderas, sobre la ropa, en la penumbra del domingo. Tras él subieron los perros. Le lamían las manos callosas de manejar el motocar. Por en medio de los pies le pasó una rata. Los perros la siguieron rasguñando el piso. Después se juntaron en la puerta y se durmieron con Sambito que se tendió en su hamaca.

El silencio quedó suelto. Ya todos dormían.

Miguel Ángel Asturias
(Guatemalteco fallecido en España, 1899-1974). Obtuvo el premio Nobel en 1967. 

martes, 16 de abril de 2024

Mirándolas dormir: TENER Y NO TENER, de Ernest Hemingway

"Estaba dormida. ¿Te acuerdas cuando lo hacíamos dormidos?"

Tercera parte; Harry Morgan: invierno.

(Fragmento del capítulo IV)

- ¿En qué lancha?
- Tengo la mía otra vez.
- ¿Desde cuándo?
- Desde esta noche.
- Irás a la cárcel, Harry.
- Nadie sabe que la tengo.
- ¿Dónde está?
- Escondida.
Tendido en la cama sintió en la cara los labios de ella, que lo buscaban, y la caricia de su mano. Se arrimó.
- ¿Quieres?
- Sí. Ahora.
- Estaba dormida. ¿Te acuerdas cuando lo hacíamos dormidos?
- Dime, ¿no te repugna mi brazo? ¿No hace una impresión rara?
- No seas tonto. Me gusta. Me gusta todo lo tuyo. Ponlo aquí. Me gusta. Anda.
- Parece una aleta sobre una tortuga marina.
- Tú no eres una tortuga marina. ¿Ahora también son así? ¿Están tres días jodiendo?
- Claro que sí. Cállate. Vamos a despertar a las niñas.
- No saben lo que tengo. Nunca sabrán lo que tengo. Ay, Harry. Así. ¡Querido!
- Espera.
- No quiero esperar. Vamos. Así. Ahí. ¿Lo has hecho alguna vez con alguna negra?
- Claro que sí.
- ¿Cómo son?
- Como tiburones.
- ¡Qué cosas dices, Harry! Ojalá no tuvieras que irte. Ojalá no tuvieras que irte nunca. ¿Con quién te ha gustado más?
- Contigo.
- Mentira. Siempre me estás diciendo mentiras.
- No. Tú eres la mejor.

"La hija sueña con su novio que llega mañana en avión..."

(Fragmento del capítulo XVI)

Un poco más lejos, en otro yate, duerme una familia agradable, gris y decente. El padre tiene la conciencia tranquila y duerme profundamente de costado. Sobre su cabeza hay un cuadro con un velero que huye ante la tempestad. La luz de leer está encendida. Al pie de la cama hay un libro caído. La madre duerme bien y sueña con su jardín. Tiene cincuenta años, pero es hermosa, está sana y bien conservada y es atractiva hasta dormida. La hija sueña con su novio que llega mañana en avión, y se agita, y se ríe de algo, y sin despertarse levanta las rodillas casi hasta la barbilla, y se encoge como un gato, tiene el cabello rizado y una cara linda con un cutis muy terso, y dormida tiene la misma cara que su madre de chica.

Ernest Hemingway
(Estados Unidos, 1899-1961). Obtuvo el premio Nobel en 1954.

lunes, 15 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LOLITA, de Vladimir Nabokov


Primera parte

(Fragmento final del capítulo 27)

- ¡Azul! -exclamó-. Azul violeta. ¿De qué son?

- De Cielos estivales -dije-, plumas e higos, y la uva de sangre de emperadores.

- No, en serio... por favor...

- Oh, sólo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?

Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además. Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí, sonriendo apenas -¿no quieres contarme?-, con los ojos de oscuras pestañas semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas. Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:

- Si te lo digo... si te lo digo... me prometes (dormida, tan dormida... cabeza colgando, los ojos en blanco... ) que no te quejarás...

- Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama. Te doy diez minutos.

- Oh, he sido una niña tan repugnante... -siguió, sacudiendo el pelo, quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza-. Déjame contarte...

- Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama... por Dios, vete a la cama.

Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.


(Fragmento inicial del capítulo 28)

¡Señores del jurado! ¡Sobrellevadme! ¡Permitidme tomar sólo un instante de vuestro precioso tiempo! De modo que había llegado le grand moment. Había dejado a mi Lolita sentada al borde de la cama abismal, levantando letárgicamente un pie, tanteando con los cordones de los zapatos, mostrando al hacerlo el lado interior de los muslos hasta el borde de los calzones -siempre había sido singularmente descuidada o desvergonzada o ambas cosas, al mostrar las piernas. Ésa, pues, fue la hermética visión de Lo que encerré, después de comprobar que la puerta no tenía cerrojo por dentro. La llave, con su ficha numerada de madera, se convirtió desde ese instante en el poderoso sésamo de un futuro formidable y arrebatado. Era mía, era parte de mi puño caliente y velludo. Pocos minutos después -unos veinte, una media hora, sicher ist sichercomo solía decir mi tío Gustave- entraría en el 342 para encontrar a mi nínfula, a mi belleza, a mi prometida, aprisionada en su sueño de cristal. ¡Señores del jurado! Si mi felicidad hubiera podido hablar, habría llenado el recatado hotel con un rugido ensordecedor. Y hoy mi único pesar es que no deposité tranquilamente la llave «342» en el escritorio para marcharme de la ciudad, del país, del continente, del hemisferio... del globo mismo, esa misma noche.

Permítaseme explicarme. Yo no me sentía indebidamente perturbado por sus insinua- ciones autoacusadoras. Estaba bien resuelto a proseguir mi táctica de preservar su pureza actuando sólo en el secreto de la noche, sólo en una niña desnuda y completamente anestesiada. Contención y reverencia eran aún mi lema, aunque esa «pureza» -al fin completamente descartada por la ciencia moderna- hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento.


(Fragmento inicial del capítulo 29)

La puerta del cuarto de baño iluminado estaba abierta; además, un esqueleto de luz provenía de las lámparas exteriores más allá de las persianas. Esos rayos entrecru- zados penetraban la oscuridad del dormitorio y revelaban esta situación:

Vestida con uno de sus viejos camisones, mi Lolita estaba acostada de lado, volvién- dome la espalda, en medio de la cama. Su cuerpo apenas velado y sus piernas desnudas formaban una Z. Se había puesto las dos almohadas bajo la oscura cabeza despeinada; una banda de luz pálida atravesaba sus últimas vértebras.

Me pareció que me desvestía y me ponía el pijama con esa fantástica instantaneidad que se produce al cortarse en una escena cinematográfica el proceso de sustitución. Ya había puesto mi rodilla en el borde de la cama, cuando Lolita volvió la cabeza y me miró a través de las sombras listeadas.

Eso era algo que el intruso no esperaba. La treta de las píldoras (cosa bastante sórdida, entre nous dit) tenía por objeto producir un sueño profundo, imperturbable para todo un regimiento... y allí estaba ella, mirándome y llamándome confusamente «Bárbara». Y Bárbara, vestida con mi pijama -demasiado apretado para ella-, permaneció inmóvil, en suspenso, sobre la pequeña sonámbula. Suavemente, con un suspiro indefenso, Dolly se volvió, recobrando su posición anterior. Durante dos minutos, por lo menos, esperé inmovilizado sobre el borde mismo, como aquel sastre con su paracaídas casero, hace cuarenta años, a punto de arrojarse desde la torre Eiffel. Su respiración débil tenía el ritmo del sueño. Al fin me tendí en mi estrecho margen de cama, tiré de las sábanas, deslicé hacia el sur mis pies fríos como una piedra... y Lolita levantó la cabeza y me bostezó.

Vladimir Nabokov
(Ruso fallecido en Suiza, 1899-1977).

(Traducido al español por Enrique Tejedor).

Las ilustraciones corresponden a un fotomontaje publicitario de la película filmada en 1962 con Sue Lyon como Lolita y a Dominique Swain caracterizando al personaje en la versión en colores de 1997. 

domingo, 14 de abril de 2024

Mirándolas dormir: HAIKÚ, de Juan José Domenchina


Sol de la noche,
ella, dormida y blanca
dice tu nombre.

Juan José Domenchina
(Español fallecido en México, 1898-1959).

sábado, 13 de abril de 2024

Mirándolas dormir: PRIMER AMOR, de Curzio Malaparte

"... la falda más arriba de las pantorrillas, y aparecía la carne firme y sonrosada del muslo..."

(
Fragmento)

La muchacha dormía, el viento le había levantado la falda más arriba de las panto- rrillas, y aparecía la carne firme y sonrosada del muslo, cubierta por una leve pelusilla color de cobre. Me veo aún escondido detrás de unas matas, agachado, jadeante, con la mirada opaca y fija. Siento miedo y asco de aquel muchacho, siento que la vista de la mujer dormida le sube por las venas con un ansia cruel, un furor lúcido y preciso. Me doy cuenta de que una fuerza irresistible está a punto de vencerlo, una violencia cálida y roja, un instinto de revuelta y de liberación. O el primer instinto del delito. Miro a mi alrededor: el lugar está desierto, es el mismo sitio, la misma hora. Estoy solo, solo delante de aquel muchacho que yo era, del que siento vergüenza y miedo. Quisiera correr a su encuentro, arrastrarlo y hacerlo salir conmigo antes de que pueda llevar a cabo la acción que ya veo insinuarse en el aire duro y reluciente. Es aquel gesto por el cual se apodera inesperadamente de mí el antiguo horror, pero un horror que lleva en sí todavía una sombra de orgullo, de pudor herido. De repente veo al muchacho inclinarse, coger una piedra, lanzarla con toda su fuerza contra la muchacha dormida. La piedra le da en la frente, la mujer se incorpora en el acto sobre los codos, un aullido le sale de la boca y un chorro de sangre inunda su rostro. El muchacho permanece inmóvil, de rodillas, durante unos instantes, con una sonrisa cansada y decepcionada en sus labios exangües. Después se aleja poco a poco, huye lento y cauteloso por entre la retama, se detiene, apoya la frente en el tronco de un ciprés y un temblor convulsivo le sacude las manos. El sol, entretanto, ha desaparecido y el aire tiembla alrededor de las hojas inmóviles. No corre ni un soplo de viento, pero el aire tiembla. Los perfiles de los montes palidecen lentamente disolviéndose en la carne viva del cielo. De pronto el chiquillo se vuelve y me mira. Soy yo, me reconozco, soy yo aquel chiquillo pálido, de frente ansiosa, de ojos opacos y tristes. «¡Fuera! ¡Fuera!», le grito agachándome para coger una piedra. El muchacho me mira fijamente con una intensa expresión de piedad, y yo poco a poco me siento humillado por la piedad de aquel niño, siento el remordimiento de haber tenido miedo y vergüenza de él, quisiera pedirle perdón. Le estoy agradecido por haberme salvado, con aquel gesto, del demonio del delito, de haberme liberado para siempre de aquella misteriosa esclavitud que hace del amor el sentimiento más cercano a la esperanza y a la humillación de la muerte.

Curzio Malaparte: Kurt Erich Suckert
(Italia, 1898-1957).

viernes, 12 de abril de 2024

Mirándolas dormir: BELLA DE DÍA, de Joseph Kessel

"Sobre el diván, Severine dormía profundamente. «Cuántos insomnios, cuántos tormentos han preparado tu sueño»."

(
Fragmento del capítulo décimo)

Se abandonó a ensoñaciones sin objeto. Le llamó la atención el ruido de una respiración reposada y rítmica. Sobre el diván, Severine dormía profundamente.

«Cuántos insomnios, cuántos tormentos han preparado tu sueño», pensó Husson. «Y mañana...»

Recordó los temores del profesor Henri, y la investigación judicial que estaba siendo iniciada sobre el caso. ¿Cómo defendería aquella pobre mujer lo poco que le quedaba de claridad? Él la ayudaría; pero ¿qué podía y qué no podía evitar?

Se acercó a Severine. Dormía con sueño profundo e inocente. ¿Era ésta la misma mujer que se postró una tarde ante él sobre el edredón de una cama de aquel burdel al que la había enviado? ¿Era él el mismo hombre que respondió con un gesto perversamente evasivo -el gesto que de verdad causó la herida de Pierre- a la miserable súplica de Belle de Jour? Su propio misterio, el que tantas veces había escrutado con punzante y vana avidez, reposaba ahora sobre los finos y castos rasgos de Severine.

Y le acarició los cabellos enternecido, y buscó en la casa la manta más cálida para extenderla sobre su cuerpo dormido. Husson parecía estar cuidando de una hermanita suya extenuada y enferma.

Severine durmió nueve horas de un tirón. Despertó con un sentimiento puramente físico de fuerza recobrada. Pero pronto se arrepintió de aquel descanso. El agota- miento la mantuvo abotargada; ahora, recuperada la frescura de sus sensaciones, volvió con redoblada energía su verdadera, su única angustia: la salud de Pierre. Todo lo que la llevó a casa de Husson era fútil y miserable: debilidad y neurosis. Sintió vergüenza al recordar su conversación con él, tan amistosa y plena.

Joseph Kessel
(Francés nacido en Argentina y fallecido en Francia, 1898-1979).

(Traducido al español por Ángel Fernández Santos).