Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

jueves, 31 de diciembre de 2020

Año nuevo: LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE, de José Saramago

"Hasta la medianoche en punto del último día del año aún hubo gente que aceptó morir..."

(Fragmento sobre la noche de año nuevo)

Este pobre diablo no tiene remedio posible, no merece la pena perder tiempo operándolo, le decía el cirujano a la enfermera mientras ésta le ajustaba la mascarilla a la cara. Realmente, quizá no hubiera salvación para el desdichado el día anterior, pero lo que quedaba claro era que la víctima se negaba a morir en éste. Y lo que sucedía aquí, sucedía en todo el país. Hasta la medianoche en punto del último día del año aún hubo gente que aceptó morir en el más fiel acatamiento de las reglas, tanto las que se refieren al fondo de la cuestión, es decir, se acabó la vida, como las que se atienen a las múltiples formas en que éste, el dicho fondo de la cuestión, con mayor o menor pompa y solemnidad, suele revestirse cuando llega el momento fatal. Un caso sobre todos interesante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de la ancianísima y venerada reina madre. A las veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos de aquel treinta y uno de diciembre nadie sería tan ingenuo para apostar el palo de una cerilla quemada por la vida de la real señora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los médicos ante la implacable evidencia, la familia real, jerárquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba con resignación el último suspiro de la matriarca, tal vez unas palabras, una última sentencia edificante para la formación moral de los amados príncipes sus nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre ingrata retentiva de los súbditos futuros. Y después, como si el tiempo se hubiera parado, no sucedió nada. La reina madre no mejoró ni empeoró, se quedó como suspendida, balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado, pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte, sólo podía ser ella, no se sabe por qué extraño capricho, seguía sosteniendo. Ya estamos en el día siguiente, y en él, como se informó nada más al empezar este relato, nadie iba a morir.
 
La tarde ya estaba muy avanzada cuando comenzó a circular el rumor de que, desde la entrada del nuevo año, más exactamente desde las cero horas de este día uno de enero en que estamos, no había constancia de que se hubiera producido en el país fallecimiento alguno. Podría pensarse, por ejemplo, que el rumor tuviera origen en la sorprendente resistencia de la reina madre a desistir de la poca vida que aún le restaba, pero lo cierto es que el habitual parte médico distribuido por el gabinete de prensa de palacio a los medios de comunicación social aseguraba no sólo que el estado general de la real enferma había experimentado una visible mejoría durante la noche, sino que incluso sugería y hasta daba a entender, eligiendo cuidadosamente las palabras, la posibilidad de un completo restablecimiento de la importantísima salud. En su primera manifestación el rumor podría haber partido con toda naturalidad de una agencia de pompas fúnebres y traslados, Por lo visto nadie parece dispuesto a morir en el primer día del año, o de un hospital, Ese tipo de la cama veintisiete ni ata ni desata, o del portavoz de la policía de tráfico, Es un auténtico misterio que, habiéndose producido tantos accidentes en la carretera, no haya ni un muerto para muestra. El rumor, cuya fuente primigenia nunca fue descubierta, aunque a la luz de lo que sucederá después eso importe poco, llegó pronto a los periódicos, a la radio, a la televisión, e hizo que inmediatamente las orejas de los directores, adjuntos y redactores jefes se alertaran, son personas preparadas para olfatear a distancia los grandes acontecimientos de la historia del mundo y entrenadas para agrandarlos siempre que tal convenga. En pocos minutos ya estaban en la calle decenas de reporteros de investigación haciendo preguntas a todo bicho viviente que se les pusiera por delante, mientras que en las caldeadas redacciones los teléfonos se agitaban y vibraban con idéntico frenesí indagador. Se realizaron llamadas a los hospitales, a la cruz roja, a la morgue, a las funerarias, a las policías, a todas, con comprensible exclusión de la secreta, y las respuestas llegaban siempre con las mismas lacónicas palabras, No hay muertos.
 
 
 José Saramago (Portugal, 1922-2010). Obtuvo el premio Nobel en 1998.

jueves, 22 de octubre de 2020

Epidemias: LOS NOVIOS, de Alessandro Manzoni

"... visitaron enfermos y cadáveres, y por doquier hallaron las feas y terribles marcas de la pestilencia."

(Fragmento del capítulo XXXI)

A lo largo, pues, de toda la franja de territorio recorrida por el ejército, se había encontrado algún cadáver en las casas, alguno por el camino. Poco después, en este o en aquel pueblo, empezaron a enfermar, a morir, personas, familias, de males violentos, extraños, con síntomas desconocidos para la mayoría de los vivos. Había tan sólo algunos para quienes no resultaban nuevos: los pocos que podían acordarse de la peste que, cincuenta y tres años antes, había asolado también buena parte de Italia, y en especial el Milanesado, donde fue llamada, y lo es todavía, la peste de San Carlos. ¡Tanta fuerza tiene la caridad! Entre los recuerdos tan variados y solemnes de un infortunio general, puede ésta hacer descollar el de un hombre, porque a ese hombre le inspiró sentimientos y acciones más memorables aún que los males; imprimirlo en las mentes, como un compendio de todas aquellas desgracias, porque en todas lo introdujo y mezcló, como guía, socorro, ejemplo, víctima voluntaria; hacer, de una calamidad para todos, una hazaña para este hombre; designarla por su nombre, como una conquista, o un descubrimiento.

El protomédico Lodovico Settala, que no sólo había visto aquella peste, sino que había sido uno de sus más activos e intrépidos, y, aunque jovencísimo entonces, de sus más famosos sanadores; y que ahora, sospechando grandemente de ésta, estaba alerta y sobre aviso, informó, el 20 de octubre, al tribunal de sanidad, de que, en el pueblo de Chiuso (último del territorio de Lecco, y confinante con el Bergamasco), había entrado indudablemente el contagio. No por ello se tomó resolución alguna, como se lee en el Informe de Tadino.

Y he aquí que empiezan a llegar avisos parecidos de Lecco y de Bellano. El tribunal se decidió entonces, contentándose con enviar a un comisario, que, por el camino, recogiese a un médico de Como, y fuese con él a visitar los lugares indicados. Ambos, «o por ignorancia o por otra causa, se dejaron persuadir por un viejo e ignorante barbero de Bellano, de que aquella clase de males no era peste»; sino, en algunos lugares, efecto ordinario de las emanaciones otoñales de los pantanos, y en los otros, efecto de las privaciones y penalidades sufridas, durante el paso de los alemanes. Semejante seguridad fue transmitida al tribunal, que al parecer se dio con ello por satisfecho.

Pero, llegando sin tregua más y más noticias de muerte de distintos lugares, fueron enviados dos delegados para ver y proveer: el ya mencionado Tadino, y un oidor del Tribunal. Cuando éstos llegaron, el mal se había extendido ya tanto, que las pruebas se ofrecían por sí solas, sin necesidad de ir a buscarlas. Recorrieron el territorio de Lecco, la Valsassina, las riberas del lago de Como, los distritos denominados Monte de Brianza y Gera de Adda; y por doquier hallaron pueblos cerrados por cancelas en las entradas, otros casi desiertos, y sus habitantes huidos y acampados en las tierras, o dispersos; «y nos parecían», dice Tadino, «criaturas salvajes, llevando en la mano unos hierbabuena, otros ruda, otros romero y otros frascos de vinagre». Se informa- ron del número de muertos: era espantoso; visitaron enfermos y cadáveres, y por doquier hallaron las feas y terribles marcas de la pestilencia. Dieron al punto, por carta, aquellas siniestras noticias al tribunal de sanidad, el cual, al recibirlas, que fue el 30 de octubre, «se dispuso», dice el mismo Tadino, a prescribir las cédulas, para impedir el acceso a la ciudad de las personas procedentes de los pueblos donde el contagio se había manifestado; «y mientras se redactaba el bando», dio anticipada- mente alguna orden sumaria a los consumeros.


Alessandro Manzoni (Italia, 1785-1873).

miércoles, 21 de octubre de 2020

Epidemias: ROMEO Y JULIETA, de William Shakespeare

"Aquí te la devuelvo. Ni siquiera pude encontrar un mensajero que te la devolviera. Tanto miedo hay a la peste..."

(Acto V, escena III)

Entra Fray Juan.

Fray Juan: ¡Fray Lorenzo! ¡Hermano! Entra Fray Lorenzo.

Fray Lorenzo: ¡Fray Juan...! ¡Bienvenido! ¿Cómo está Romeo?

Fray Juan: No lo he visto Lorenzo. Fui a buscar un hermano, uno de nuestra orden, estaba en la ciudad visitando a un enfermo. Lo encontré en el momento en que la guardia sospechó que pudiese venir de alguna casa donde hubiese contagio de la peste. Sin dejarnos salir, sello las puertas, y fue así que no pude hacer el camino hasta Mantua.

Fray Lorenzo: ¿Quién llevó mi carta hasta Romeo?

Fray Juan: Nadie... Aquí te la devuelvo. Ni siquiera pude encontrar un mensajero que te la devolviera. Tanto miedo hay a la peste...

Fray Lorenzo: ¡Por mis santas órdenes! No era una carta cualquiera. Haberla dejado sin entregar es muy peligroso. Rápido hermano Juan. Necesito una barra de hierro....

Fray Juan: La estoy trayendo...

Sale Fray Juan.

Fray Lorenzo: Debo ir ya mismo a la tumba. Despertará en tres horas... Pobre cuerpo viviente, encerrado entre muertos...

Sale.

William Shakespeare (Inglaterra, 1564-1616).

(Traducido al español por Mauricio Kartun).

La ilustración corresponde al quinto acto de Romeo y Julieta durante la puesta en escena de la Royal Shakespeare Company en 2004. La fotografía fue tomada por Peter Coombs. 

martes, 20 de octubre de 2020

Epidemias: EL HOSPITAL DE LOS PODRIDOS, entremés anónimo atribuido a Miguel de Cervantes

(Fragmento inicial)

Salen Leyva, el rector y el secretario

Leyva: ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué hospital se ha hecho de forma!

Rector: Era tanta la pudrición que había en este lugar, que corría gran peligro de engendrarse una peste, que muriera más gente que el año de las landres; y así, han acordado en la república, por vía de buen gobierno, de fundar un hospital para que se curen los heridos desta enfermedad o pestilencia, y a mí me han hecho rector.

Secretario:  Después que hay galera para las mujeres y hospital para los que se pudren, anda el lugar más concertado que un reloj.

Rector: No quiera vuesa merced saber más, señor Leyva, que había hombre que ni comía ni dormía en siete horas, haciendo discursos; y cuando vía a uno con una cadena o vestido nuevo, decía: "¿Quién te lo dio, hombre? ¿Dónde lo hubiste? ¿De dónde lo pudiste sacar? Tú no tienes hacienda más que yo; con tener más que tú, apenas puedo dar unas cintas a mi mujer". Y desvanecidos en esto, se les hace una ponzoña y polilla. Mas pongámonos aquí y veremos salir los enfermos.



Este entremés del Siglo de oro suele atribuirse a
Miguel de Cervantes (España, 1547-1616).

Aunque su autoría también se le adjudica a
Félix Lope de Vega y Carpio (España, 1562-1635).

Las ilustraciones corresponden a una puesto en escena del grupo Teatro Zircó.

lunes, 19 de octubre de 2020

Epidemias: DESCRIPCIÓN DE LA PESTE EN FLORENCIA, de Niccolò Machiavelli

"Y poniendo fin al trágico relato de la horrenda peste, me encomiendo al placer de un nuevo coloquio con ella."

(Fragmento)

Al no ver en torno mío persona cuyo respeto me pudiera contener, y como ella además me había mirado con sus piadosos ojos, me acerqué y le dije:

- Graciosa dama, si mi pregunta cortés no os molesta, tened la bondad de compla- cerme diciéndome qué razones os retienen aquí tan largamente y si puedo tener la suerte de serviros en algo.

- Como veis -me contestó- he esperado, hasta ahora en vano, que los frailes recen las completas. En cuanto a mis cuidados, son tantos que no ya vos, sino que cualquier otra persona de menos calidad podría valerme. Mi luto demuestra que de mi querido esposo me veo privada, y lo que más me duele es que haya muerto de la peste cruel y aunque yo en peligro de ella no estoy, por miedo a ella nadie se atreve a acercarse a mí, y vos mismo os apartaréis al haberlo sabido, como es prudente.

Su palabra, su voz y su preocupación por mi salud, me cautivaron el corazón si ya no me lo hubiera cautivado su belleza.

- ¿Por qué estáis sola? -volví a preguntarle.

- Porque me he quedado sola.

- ¿Sería de vuestro agrado tener compañía?

- Sólo es mi deseo el de vivir acompañada honestamente.

- Aún cuando a mí no me complaciera el ir acompañado de una dama, en vista de vuestra venusta y graciosa figura en la que puso la naturaleza para bien de todos sus esfuerzos y movido en compasión por vuestros afanes, dispuesto estoy a acompañaros y si bien mi edad no es la que pudiera conveniros, mis facultades y mis demás condiciones, son tales que podrán conveniros.

- De los hombres siempre son las promesas largas y corta la fe, según aprendí en las pasadas historias.

- A quien escribe, es lícito decir lo que quiere; pero quien prudentemente lee, no se fía de quien razonablemente no debe fiarse; lo mejor es que cada uno aprenda de sí mismo.

- Puesto que el cielo, dispensador de todos los bienes, junto  a vos me ha puesto, aún cuando jamás os he visto y no creo insipiraros particulares cuidados, puesto que de mí os contentáis, me parecería error y ofensa el no aceptaros.

Apenas había ella dicho estas palabras, cuando un ocioso fraile, de cabeza rapada, más apto para el remo que no para el sacrificio (cuyo nombre callo, para poder mejor hablar sis respetos) como el halcón cae a plomo sobre la pieza que ve en la tierra, se lanzó sobre la esbelta y delicada dama y muy domésticamente como si mil veces hubiese antes hablado con ella (según costumbre suya), le preguntó si no necesitaba ninguno de sus oficios. Yo me encargué de contestarle que por entonces de todo estaba satisfecha y para nada le servía su frailesca caridad.

El bigardo, que ya jadeaba al prometerse un encuentro muy agradable que hubiese destruido el nuestro, al ver que la caza se le iba, la fulminó con ojos de serpiente, pero acogido duramente por ella y poco acariciado por mí, abandonó la batida y se retiró en mal hora, barbotando no sé qué.

Pero no creáis que yo, como suele hacerse, me aparté de ella, sino que la acompañé hasta su casa y como había cautivado mi corazón llegamos a un acuerdo.

Cuando quedé solo y pleno de la dulce alegría que me había inspirado mi dulce compañera, por no desviarme de mi plan ni de mi costumbre, dirigí mis pasos al egregio y alegre templo de San Lorenzo, para ver si allí podía gozar como en otros años de mayo y de sus flores; pero allí recibí una impresión semejante a la de los que beben las sucias aguas del Leteo, pues aunque en la bellísima dama quería concentrar todos mis pensamientos, por todas partes y en todas las cosas y figuras creía ver al inoportuno e hipócrita fraile.

De tal manera los celos embargaban mi espíritu, que ocuparme de otra cosa no podía.

Pareciéndome que gastaba en vano el tiempo y deseando a todo trance, como convenido estaba, volver a ver a la deseada dama, me volví a mi casa en seguida.

Y poniendo fin al trágico relato de la horrenda peste, me encomiendo al placer de un nuevo coloquio con ella.

Nicolò Machiavelli (Italia, 1469-1527).

(Traducido al español por E. Barriobero y Herrán).
La ilustración corresponde a La bella (1536), de Tiziano, que se encuentra en la Galería Palatina de Florencia.

viernes, 16 de octubre de 2020

Epidemias: EL BANQUETE, de Platón

"... casi todo lo destruye y arrasa; engendra la peste y toda clase de enfermedades..."

(Fragmento)

»Pausanias ha empezado muy bien su discurso, pero pareciéndome que a su final no lo ha desenvuelto suficientemente, creo que estoy en el caso de completarlo. Apruebo la distinción que ha hecho de los dos amores, pero creo haber descubierto por mi arte, la medicina, que el amor no reside sólo en el alma de los hombres, donde tiene por objeto la belleza, sino que hay otros objetos y otras mil cosas en que se encuentra; en los cuerpos de todos los animales, en las producciones de la tierra; en una palabra, en todos los seres; y que la grandeza y las maravillas del dios brillan por entero, lo mismo en las cosas divinas que en las cosas humanas. Tomaré mi primer ejemplo de la medicina, en honor a mi arte.

»La naturaleza corporal contiene los dos amores; porque las partes del cuerpo que están sanas y las que están enfermas constituyen necesariamente cosas deseme- jantes, y lo desemejante ama lo desemejante. El amor, que reside en un cuerpo sano, es distinto del que reside en un cuerpo enfermo, y la máxima, que Pausanias acaba de sentar: que es cosa bella conceder sus favores a un amigo virtuoso, y cosa fea entregarse al que está animado de una pasión desordenada, es una máxima aplicable al cuerpo. También es bello y necesario ceder a lo que hay de bueno y de sano en cada temperamento, y en esto consiste la medicina; por el contrario, es vergonzoso complacer a lo que hay de depravado y de enfermo, y es preciso combatirlo, si ha de ser uno un médico hábil. Porque, para decirlo en pocas palabras, la medicina es la ciencia del amor corporal con relación a la repleción y evacuación; el médico, que sabe discernir mejor en este punto el amor arreglado del vicioso, debe ser tenido por más hábil; y el que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo, que puede mudarlas según sea necesario, introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo del punto donde es perjudicial, un médico de esta clase es un excelente práctico; porque es preciso que sepa crear la amistad entre los elementos más enemigos, e inspirarles un amor recíproco. Los elementos más enemigos son los más contrarios, como lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Esculapio, jefe de nuestra familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos elementos contrarios, se le tiene por inventor de la medicina, como lo cantan los poetas y como yo mismo creo. Me atrevo a asegurar que el Amor preside a la medicina, lo mismo que a la gimnasia y a la agricultura. Sin necesidad de fijar mucho la atención, se advierte su presencia en la música, y quizá fue esto lo que Heráclito quiso decir, si bien no supo explicarlo. La unidad, dice, que se opone a sí misma, concuerda consigo misma; produce, por ejemplo, la armonía de un arco o de una lira. Es un absurdo decir que la armonía es una oposición, o que consiste en elementos opuestos, sino que lo que Heráclito al parecer entendía es que de elementos, al pronto opuestos, como lo grave y lo agudo, y puestos después de acuerdo, es de donde el arte musical saca la armonía. En efecto, la armonía no es posible en tanto que lo grave y lo agudo permanecen en oposición; porque la armonía es una consonancia; la consonancia un acuerdo, y no puede haber acuerdo entre cosas opuestas, mientras permanecen opuestas; y así las cosas opuestas, que no concuerdan, no producen armonía. De esta manera también las sílabas largas y las breves, que son opuestas entre sí, componen el ritmo, cuando se las ha puesto de acuerdo. Y aquí es la música, como antes era la medicina, la que produce el acuerdo, estableciendo la concordia o el amor entre las contrarias. La música es la ciencia del amor con relación al ritmo y a la armonía. No es difícil reconocer la presencia del amor en la constitución misma del ritmo y de la armonía. Aquí no se encuentran dos amores, sino que, cuando se trata de poner el ritmo y la armonía en relación con los hombres, sea inventando, lo cual se llama composición música, sea sirviéndose de los aires y compases ya inventados, lo cual se llama educación, se necesitan entonces atención suma y un artista hábil. Aquí corresponde aplicar la máxima establecida antes: que es preciso complacer a los hombres moderados y a los que están en camino de serlo, y fomentar su amor, el amor legítimo y celeste, el de la musa Urania. Pero respecto al de Polimnia, que es el amor vulgar, no se le debe favorecer sino con gran reserva y de modo que el placer que procure no pueda conducir nunca al desorden. La misma circunspección es necesaria en nuestro arte para arreglar el uso de los placeres de la mesa, de modo que se goce de ellos moderadamente, sin perjudicar a la salud.

»Debemos, pues, distinguir cuidadosamente estos dos amores en la música, en la medicina y en todas las cosas divinas y humanas, puesto que no hay ninguna en que no se encuentren. También se hallan en las estaciones, que constituyen el año, porque siempre que los elementos, de que hablé antes, lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, contraen los unos para con los otros un amor ordenado y componen una debida y templada armonía, el año es fértil y es favorable a los hombres, a las plantas y a todos los animales, sin perjudicarles en nada. Pero cuando el amor intemperante predomina en la constitución de las estaciones, casi todo lo destruye y arrasa; engendra la peste y toda clase de enfermedades que atacan a los animales y a las plantas; y las heladas, los hielos y las nieblas provienen de este amor desordenado de los elementos. La ciencia del amor, en el movimiento de los astros y de las estaciones del año, se llama astronomía. Además los sacrificios, el uso de la adivinación, es decir, todas las comunicaciones de los hombres con los dioses, sólo tienen por objeto entretener y satisfacer al amor, porque todas las impiedades nacen de que buscamos y honramos en nuestras acciones, no el mejor amor, sino el peor, faz a faz de los vivos, de los muertos y de los dioses. Lo propio de la adivinación es vigilar y cuidar de estos dos amores. La adivinación es la creadora de la amistad, que existe entre los dioses y los hombres, porque sabe todo lo que hay de santo o de impío, en las inclinaciones humanas. Por lo tanto, es cierto decir, en general, que el Amor es poderoso, y que su poder es universal; pero que cuando se consagra al bien y se ajusta a la justicia y a la templanza, tanto respecto de nosotros como respecto de los dioses, es cuando manifiesta todo su poder y nos procura una felicidad perfecta, estrechándonos a vivir en paz los unos con los otros, y facilitándonos la benevolencia de los dioses, cuya naturaleza se halla tan por encima de la nuestra».


Platón (Grecia, 427 a. de C.-347 a. de C.)

La ilustración corresponde a El banquete de Platón (1873), de Anselm Friedrich Feuerbach.

jueves, 15 de octubre de 2020

Epidemias: EL MÉDICO, de Noah Gordon


(Fragmento del capítulo 44: La peste)

Los registros de la misión médica de Ispahán.

Si este compendio se encuentra después de nuestra muerte, será generosamente recompensado su envío a Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, médico jefe del maristán, Ispahán. Redactado el día 19 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hégira.

Llevamos cuatro días en Shiraz, durante los cuales han muerto 243 personas. La pestilencia comienza como una fiebre leve seguida por dolor de cabeza, a veces intenso. La fiebre sube mucho inmediatamente antes de que aparezca una lesión en la ingle, en una axila o detrás de una oreja, corrientemente llamada buba. En el Libro de la plaga se mencionan esas bubas, que según Hakim Ibn al-Khatib de al-Andalus estaban inspiradas por el diablo y siempre tienen forma de serpiente. Las que observamos aquí no tienen forma de serpiente; son redondas y llenas, como la lesión de un tumor. Pueden ser grandes como una ciruela, pero en su mayoría presentan el tamaño de una lenteja. Suelen registrarse vómitos de sangre, lo que en todos los casos significa que la muerte es inminente. La mayoría de las víctimas fallecen a los dos días de la aparición de una buba. En unos pocos afortunados, la buba supura. Cuando esto ocurre, es como si un humor maligno saliera del paciente, que entonces puede recuperarse.
Jesse ben Benjamín
Aprendiz

Noah Gordon (Estados Unidos, 1926).

(Traducido al español por Iris Menéndez).

miércoles, 14 de octubre de 2020

Epidemias: EL RÉGIMEN DE LA EPIDEMIA Y EL REMEDIO CONTRA ÉSTA, de Jean Jasme


IV

Ninguna vez tal pestilencia
viene y procede de la tierra;
no se puede confiar en su dolencia
porque nos hace demasiada guerra.
Tanto en Francia como en Inglaterra
seguimos nuestro camino sin conciencia
y de cualquier cosa lamentable
que con su hedor es blasfemia
apunta quién es el más culpable
por habernos dado la epidemia.


Jean Jasme o Jean Jacme: Johannes Jacobi (Francia, 13?-1384).

(Traducido del latín al francés en la edición facsimilar del incunable impreso por Guillaume Le Roy en 1476).

lunes, 12 de octubre de 2020

Epidemias: LOS CUENTOS DE CANTERBURY, de Geoffrey Chaucer

"... anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca (...) Ha asignado a millares en la presente peste..."

El cuento del Bulero

(Fragmento)

Mi historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo:

- Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Espabílate y mira de enterarte bien del nombre.

- Señor -repuso el muchacho-, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes llegasen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón -al que llaman Muerte-, que anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atravesó el corazón con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste, y me parece, señores, que es preciso que tomen precauciones antes de enfrentarse con un adversario así. Deben estar siempre preparados por si sale a su encuentro (mi madre así me lo advirtió). No les puedo decir nada más.

- ¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es cierto. Este año ha matado a todo hombre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso resulta estar preparados para que no los hiera.

- ¿Eh? -dijo el trasnochador-. ¡Por el Sagrado Corazón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y entonces salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche.

Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o morir por los demás, como si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante todo el trecho fueron desmembrando el santo cuerpo de Jesús con sus infames juramentos. Darían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima.


Geoffrey Chaucer (Inglaterra, 1343-1400).

domingo, 11 de octubre de 2020

Epidemias: LA PESTE EN FLORENCIA, de Gustave Flaubert


(Fragmento inicial del capítulo VI)

Florencia estaba de luto, pues sus hijos morían por la peste; después de un mes de reinar soberana en la ciudad, durante dos días aumentó su furia. El pueblo murió maldiciendo a Dios y a sus ministros, blasfemaron en su delirio, y en su lecho de angustia y dolor, si les quedaba una palabra, era una maldición. Y como el fin estaba próximo, se revolcaban riendo estúpidamente en el libertinaje y todo el lodo del vicio. Cuando se enfrenta tal desgracia en la existencia de un hombre, un dolor tan grande, una desesperación tan conmovedora, uno se abandona por el placer de insultar a aquel que nos hace sufrir, y lanza con desprecio su dignidad de hombre como una máscara de teatro, para entregarse al libertinaje más sucio, al vicio más degradante, y expira bebiendo al compás de la música. Es el ejecutado que decide emborracharse para enfrentar el suplicio.

¡Es entonces que los filósofos deben considerar al hombre, cuando hablan de su dignidad y del espíritu de las masas!

Gustave Flaubert (Francia, 1821-1880).

sábado, 10 de octubre de 2020

Epidemias: ANTONINA, o LA CAÍDA DE ROMA, de Wilkie Collins

"... cuando la hambruna desembocaba velozmente en epidemia y muerte."

(Fragmento del capítulo XXI: Padre e hija)

Aunque a primera vista parece abandonada en la mañana que ahora nos ocupa, la casa de Numeriano no está deshabitada. En uno de los dormitorios, tendido en su lecho sin nadie que vele a su lado, yace el amo de la pequeña vivienda. Lo vimos por última vez mezclado con la hambrienta congregación de la Basílica de San Juan de Letrán, buscando aún a su hija en medio de la confusión causada por la distribución pública de alimentos durante la primera etapa de los infortunios que asolaban a Roma. Desde entonces, se ha afanado y ha sufrido mucho, y ahora han llegado al fin las horas de desvalida soledad tan constantemente temidas, el día tan diferido de la postración.

Desde los primeros períodos del asedio, cuando todo a su alrededor en la ciudad sufría cambios cada vez más terribles; cuando la hambruna desembocaba velozmente en epidemia y muerte; cuando las esperanzas y los propósitos humanos menguaban y desfallecían gradualmente con cada día transcurrido, sólo él permanecía fiel a una sola labor, animado por un solo objetivo; era el único de sus conciudadanos al que ningún suceso externo podía influir para bien o para mal, para hacerle concebir esperanzas o inspirarle temor.

En cada calle de Roma, a todas horas, en medio de cualquier clase de personas, se le veía constantemente enfrascado en la misma búsqueda sin esperanzas. Cuando la multitud irrumpió furiosa en los graneros públicos para hacerse por la fuerza de las últimas reservas de grano acaparadas para consumo de los ricos, él estaba a sus puertas observando a los que salían. Cuando manzanas de casas fueron abandonadas por todos menos los muertos, se le vio adentro, de ventana en ventana, buscando en cada habitación su tesoro perdido. Cuando algunos, en los primeros días de la peste, unieron sus esfuerzos en un vano intento por arrojar al otro lado de las majestuosas murallas los cuerpos que cubrían las calles de la ciudad, se mezcló con ellos para escudriñar los rígidos rostros de los muertos. En parajes solitarios, donde el padre que aún no había sido privado de sus afectos se esforzaba por llevar a su hijo agonizante para que no muriera en el camino desierto, sino al amparo de un techo; donde la esposa, fiel aún a sus deberes, recogía el último aliento de su esposo con muda desesperación, se le veía pasar y mirar a todos por un breve instante con ojos atentos y tristes. Pero fuera donde fuera, y viera lo que viera, ni pedía consuelo ni recababa ayuda. Marchaba adelante, como un peregrino en su senda solitaria, como un observador a quien nadie observara, en busca de una dádiva que sólo él anhelaba.

Cuando la hambruna comenzó a hacerse sentir en la ciudad, pareció no advertir su llegada; no hizo ningún esfuerzo por procurarse de antemano las provisiones que le garantizaran el sustento durante unos días; si asistió a las primeras distribuciones públicas de comida, fue para proseguir la búsqueda de su hija entre la multitud que lo rodeaba. Habría sido una de las primeras víctimas del hambre, de no haberse encontrado en su deambular solitario con algunos miembros de la congregación que su piedad y su elocuencia reunieran antaño.

Esas personas, a cuyas súplicas de que suspendiera su búsqueda sin esperanzas siempre respondía con el mismo rechazo firme y paciente, vigilaron atentamente sus pasos y proveyeron preocupados sus necesidades. Le llevaron invariablemente a la casa una ración de las provisiones que conseguían. Se acordaban de su maestro en su hora de aflicción, como lo reverenciaran en los días de su vigor; se afanaban tanto por preservar su vida como lo hicieran para sacar provecho de la instrucción que les brindaba; si antes lo escuchaban como discípulos, ahora lo atendían como hijos.

Pero estaba escrito que sobre esa, al igual que sobre todas los demás acciones dictadas por la bondad humana, el hambre ejerciera gradual e ineluctablemente su dominio. La provisión de alimentos reunida por la congregación disminuía considerablemente con cada día que pasaba. Cuando la peste hizo su tenebrosa aparición, el número de los que visitaban al afligido maestro en su hogar o de los que lo seguían por las calles lúgubres comenzó a decrecer fatalmente. Y entonces, cuando los comestibles que lo sostuvieran y la atención dedicada a él disminuyeron, las energías del infeliz padre, sometidas a tan dura prueba, comenzaron a disminuir cada vez con mayor rapidez.

Wilkie Collins (Inglaterra, 1824-1889).

(Traducida al español por Esther Pérez).

viernes, 9 de octubre de 2020

Epidemias: LA PESTE, de Marcel Schwob

"Me quedé en una habitación seca y polvorienta, tendido sobre un costal de paja..."

(Fragmento)

Recorrimos los caminos de Padua a Verona, luego regresamos a Padua para abastecernos de más lana, y continuamos nuestro viaje hasta Venecia. De allí, cruzamos el mar, entramos en Eslavonia, visitamos bellas ciudades y llegamos hasta los límites de Croacia. En Buda me enfermé de fiebre y Mateo me dejó solo en el hostal, con doce ducados, y volvió a Florencia, donde lo requerían ciertos negocios, y donde se suponía que debía encontrarme con él. Me quedé en una habitación seca y polvorienta, tendido sobre un costal de paja, sin médico, y con la puerta abierta a la taberna. La noche de San Martín, llegó una compañía de pífanos y flautistas, y con ella, unos quince o dieciséis soldados venecianos y tudescos. Después de beber una buena cantidad de jarros, aplastar las tazas de estaño y arrojar los cántaros contra la pared, comenzaron a bailar al son de un pífano. Sus caras rojas y regordetas pasaron delante de mi puerta, y, cuando me vieron recostado sobre el costal, decidieron arrastrarme por la taberna, gritando «¡Oh bebes, o mueres!», tras lo cual me lanzaron al aire repetidas veces con la manta, mientras la fiebre me martillaba la cabeza, y terminaron por meterme en el costal y cerrarme la abertura alrededor del cuello.

Sudé mucho, por lo qué, sin duda, me bajó la fiebre, aunque aún ardía en cólera. Tenía los brazos trabados y me habían quitado el alfanje, con el cual me hubiera arrojado sobre los soldados, incluso cubierto de paja. Pero en la cintura, debajo de las calzas, tenía un cuchillo corto envainado; logré deslizar la mano y con él pude cortar la tela del costal.

Quizá la fiebre aún me enardecía la cabeza, pero el recuerdo de la peste que habíamos dejado atrás en Florencia, y que luego se expandió por Eslavonia, se unió en mi mente a una idea que me había hecho del rostro de Sila, el dictador latino del que habla Cicerón. Según decían los atenienses, el dictador parecía una mora espolvoreada de harina. Decidí aterrorizar a los soldados venecianos y tudescos, y como estaba en medio de un cuartucho donde el hotelero guardaba sus provisiones y las frutas en conserva, rompí rápidamente un saco de harina de maíz. Me froté el rostro con el polvo, y cuando adquirí un color entre amarillo y blanco, me hice una pequeña herida en el brazo con el cuchillo y me embadurné con sangre para manchar la capa de harina en forma irregular.

Luego esperé en el costal y esperé a la banda de borrachos. Por fin llegaron, riéndose y tambaleándose; en cuanto me vieron la cara blanca y sangrienta empeza- ron a chocarse entre ellos y a gritar: «¡La peste, la peste!».

No había recuperado las armas, y el hostal ya estaba vacío. Me sentía curado, gracias a la transpiración que me causaron aquellos rufianes, así que emprendía el viaje a Florencia, donde debía reunirme con Mateo.

Lo encontré vagando por la campiña florentina, y muy maltrecho. No se atrevía a entrar en la ciudad, pues la peste seguía causando estragos. Cambiamos de rumbo y nos dirigimos, en nuestra búsqueda de fortuna, hacia los estados del papa Gregorio.


Marcel Schwob (Francia, 1867-1905).

jueves, 8 de octubre de 2020

Epidemias: EL DECAMERÓN, de Giovanni Boccaccio


"... un grupo de jóvenes se las arreglan, sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos."

Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arreglan sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia.

¿No es esta situación el símbolo mismo de la razón de ser de la literatura? ¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?

Mario Vargas Llosa
Párrafos iniciales de Bocaccio en escena
(Publicado en Letras Libres el 20 de Mayo de 2014).



(Fragmento de la Jornada Primera)

Y digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado a mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, espléndida entre todas las de Italia, sobrevino la mortífera peste. La cual, por obra de cuerpos celestes o por nuestros inicuos actos, la justa ira de Dios envió sobre los mortales, y fue originada unos años atrás en las partes de Oriente, donde arrebató una innumerable cantidad de vidas, y desde allí, sin detenerse, prosiguió devastadora hacia el Occidente, extendiéndose pavorosamente.

No valía entonces ninguna previsión ni providencia humana, como limpiar la ciudad por operarios nombrados para tal caso, ni prohibir que algún enfermo entrara en la población, ni dar muchos consejos para conservar la salud, ni hacer, no uno, sino muchos actos píos invocando a Dios, en procesiones ordenadas y de otras maneras, por las personas devotas.

En todo caso, al iniciarse la primavera del año anterior, comenzó la peste sus horribles efectos, apareciendo de una manera casi milagrosa. Pero no ocurría como en Oriente, donde el verter sangre de la nariz era signo de muerte inmediata, sino que aquí, al empezar la enfermedad, salíanles a las hembras y a los varones unas hinchazones en las ingles y los sobacos que a veces alcanzaban el tamaño de una manzana común, o bien como un huevo, unas más mayores que otras. Vulgarmente se las denominaba bubas. Las mortíferas inflamaciones iban surgiendo por todas partes del cuerpo en poco tiempo, y seguidamente se convertían en manchas negras o lívidas que surgían en brazos, piernas y demás partes del cuerpo, grandes y diseminadas, o apretadas y pequeñas. Y así como el bubón primitivo era signo, y aún lo es, de muerte inmediata, también éranlo esas manchas. Para curar tal enfermedad no parecían servir el consejo de los médicos ni el mérito de medicina alguna, ya porque la naturaleza del mal no lo consentía, o bien, a causa de la ignorancia de los médicos (cuyo número, aparte del de los hombres de ciencia, habíase hecho grandísimo, entre hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de Medicina), haciendo que escapase el origen del daño y el modo de tratarlo. Y así, no sólo eran raros los que se curaban, sino que casi todos, al tercer día de la aparición de los antedichos signos, cuando no antes o algo después, morían sin fiebre alguna ni otro accidente. Esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con el fuego a las ramas secas, cuando se les acerca mucho. Y el mal siguió aumentando hasta el extremo de que no sólo el hablar o tratar con los enfermos contagiaba enfermedad a los sanos, y generalmente muerte, sino que el contacto con las ropas, o con cualquier objeto sobado o manipulado por los enfermos, transmitía la dolencia al sano. Maravilloso sería creer lo que afirmo, si los ojos de muchos, y los míos propios, no lo hubieran visto, de manera que yo no osaría creerlo, y menos escribirlo, si mucha gente digna de fe no lo hubiese visto u oído.

Giovanni Boccaccio (Italia, 1313-1375).

Las ilustraciones corresponden a El Decamerón (1916), de John William Waterhouse,
y a una recreación fotográfica actual del mismo cuadro.

miércoles, 7 de octubre de 2020

Epidemias: IMPRESIONES DE VIAJE, de Alexandre Dumas

"... una antigua tradición popular designa ser a la que Boccaccio se retiró durante la peste de Florencia..."

(Fragmento de La Villa Palmieri)

Delante de la iglesia de Santo Domingo encontramos nuestro carruaje, que había descendido despacio por el camino de la Nobleza, y que nos aguardaba a la sombra del pórtico. En un instante estuvimos en la villa Palmieri, residencia encantadora que una antigua tradición popular designa ser a la que Boccaccio se retiró durante la peste de Florencia con aquel brillante séquito de apuestos caballeros y bellas damas, que había encontrado en la iglesia de Santa María la Nueva de Florencia, y los que unos después de otros, bajo apacibles sombras, contaban las picantes novelas del Decamerón.

Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870).

(Traducido al español por Don José Muñoz y Gaviria).

martes, 6 de octubre de 2020

Epidemias: DIVINA COMEDIA, de Dante Alighieri


Canto XXIX

(Fragmento)

Yo no creo que ver mayor tristeza
en Egina* pudiera el pueblo enfermo,
cuando se llenó el aire de ponzoña,

pues, hasta el gusanillo, perecieron
los animales; y la antigua gente,
según que los poetas aseguran,

se engendró de la estirpe de la hormiga;
como era viendo por el valle oscuro
languidecer las almas a montones.

Cuál sobre el vientre y cuál sobre la espalda,
yacía uno del otro, y como a gatas,
por el triste sendero caminaban.

Muy lentamente, sin hablar, marchábamos,
mirando y escuchando a los enfermos,
que levantar sus cuerpos no podían.


Dante Alighieri (Italia, 1265-1321).

* Lo refiere Ovidio en su Metamorfosis: La diosa Juno, celosa de la hija de Eaco, rey de Egina, decidió castigar la isla con una epidemia de peste que flageló a todos sus habitantes, y sólo el rey logró sobrevivir. Entonces éste le suplicó a Júpiter que repoblara su reino convirtiendo en hombres a las hormigas, a lo que el dios accedió.

La ilustración corresponde al Canto XXIX de la Divina Comedia por Gustave Doré.