Regresa la primavera a Vancouver.

jueves, 8 de octubre de 2020

Epidemias: EL DECAMERÓN, de Giovanni Boccaccio


"... un grupo de jóvenes se las arreglan, sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos."

Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arreglan sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia.

¿No es esta situación el símbolo mismo de la razón de ser de la literatura? ¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?

Mario Vargas Llosa
Párrafos iniciales de Bocaccio en escena
(Publicado en Letras Libres el 20 de Mayo de 2014).



(Fragmento de la Jornada Primera)

Y digo, pues, que los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios habían llegado a mil trescientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, espléndida entre todas las de Italia, sobrevino la mortífera peste. La cual, por obra de cuerpos celestes o por nuestros inicuos actos, la justa ira de Dios envió sobre los mortales, y fue originada unos años atrás en las partes de Oriente, donde arrebató una innumerable cantidad de vidas, y desde allí, sin detenerse, prosiguió devastadora hacia el Occidente, extendiéndose pavorosamente.

No valía entonces ninguna previsión ni providencia humana, como limpiar la ciudad por operarios nombrados para tal caso, ni prohibir que algún enfermo entrara en la población, ni dar muchos consejos para conservar la salud, ni hacer, no uno, sino muchos actos píos invocando a Dios, en procesiones ordenadas y de otras maneras, por las personas devotas.

En todo caso, al iniciarse la primavera del año anterior, comenzó la peste sus horribles efectos, apareciendo de una manera casi milagrosa. Pero no ocurría como en Oriente, donde el verter sangre de la nariz era signo de muerte inmediata, sino que aquí, al empezar la enfermedad, salíanles a las hembras y a los varones unas hinchazones en las ingles y los sobacos que a veces alcanzaban el tamaño de una manzana común, o bien como un huevo, unas más mayores que otras. Vulgarmente se las denominaba bubas. Las mortíferas inflamaciones iban surgiendo por todas partes del cuerpo en poco tiempo, y seguidamente se convertían en manchas negras o lívidas que surgían en brazos, piernas y demás partes del cuerpo, grandes y diseminadas, o apretadas y pequeñas. Y así como el bubón primitivo era signo, y aún lo es, de muerte inmediata, también éranlo esas manchas. Para curar tal enfermedad no parecían servir el consejo de los médicos ni el mérito de medicina alguna, ya porque la naturaleza del mal no lo consentía, o bien, a causa de la ignorancia de los médicos (cuyo número, aparte del de los hombres de ciencia, habíase hecho grandísimo, entre hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de Medicina), haciendo que escapase el origen del daño y el modo de tratarlo. Y así, no sólo eran raros los que se curaban, sino que casi todos, al tercer día de la aparición de los antedichos signos, cuando no antes o algo después, morían sin fiebre alguna ni otro accidente. Esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con el fuego a las ramas secas, cuando se les acerca mucho. Y el mal siguió aumentando hasta el extremo de que no sólo el hablar o tratar con los enfermos contagiaba enfermedad a los sanos, y generalmente muerte, sino que el contacto con las ropas, o con cualquier objeto sobado o manipulado por los enfermos, transmitía la dolencia al sano. Maravilloso sería creer lo que afirmo, si los ojos de muchos, y los míos propios, no lo hubieran visto, de manera que yo no osaría creerlo, y menos escribirlo, si mucha gente digna de fe no lo hubiese visto u oído.

Giovanni Boccaccio (Italia, 1313-1375).

Las ilustraciones corresponden a El Decamerón (1916), de John William Waterhouse,
y a una recreación fotográfica actual del mismo cuadro.

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