Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

lunes, 30 de abril de 2018

Abril: LOLITA, de Vladimir Nabokov

"... mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril..."

(Fragmento del primer capítulo)

Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día, y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es bien gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el espejo que reflejaba nuestro pequeño edén –una terrible mueca de ternura que me hacía apretar los dientes y torcer la boca–, la concienzuda Monique (¡oh, había sido una nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los labios avant qu'on se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa, humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite: «Je vais m'acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».

Me cité con ella para el día siguiente, a las dos y cuarto de la tarde, en mi propia habitación, pero el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues, como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través de la joven materialista.
 


Vladimir Nabokov (Ruso nacionalizado estadounidense, 1899-1977).

domingo, 29 de abril de 2018

Abril: ABRIL ES ELLA QUIEN HABLA POR TUS LABIOS, de Homero Aridjis

"... como el fuego nocturno de los frutos del viento donde vibran los pájaros. Manzana del amor..."

Abril es ella quien habla por tus labios
como un joven sonido desnudo por el aire

En la noche ha volado con tu vuelo más alto
con risa de muchacha
como el fuego nocturno de los frutos del viento
donde vibran los pájaros

Manzana del amor
su voz bajo la lluvia es un pescado rojo

Embarcada en sus cuencos con los ojos absortos
es la virgen gaviota que ha bebido del mar
en el agua su sol mariposa de luz
 
 
Homero Aridjis (México, 1940).

sábado, 28 de abril de 2018

Abril: CUENTO DEL JOVEN MARINERO, de Isak Dinesen

"Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril."
 
(Fragmento)

A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos -salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de aves-, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.
 
Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía más. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lenta, orgullosamente.
 
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.
 
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
 
- ¿A quién esperas? –preguntó Simón, por decir algo.
 
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
 
- Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente -dijo.
 
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
 
- A lo mejor soy yo -dijo él.
 
- ¡Ja, ja! —rió la niña—; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
 
- ¿Cómo es eso? -dijo Simón-; pues tú no eres tan mayor.
 
La niña negó con la cabeza solemnemente.
 
- No –dijo-; pero cuando lo sea, seré guapísima, y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
 
- ¿Quieres una naranja? –preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él-. Están muy buenas -dijo él.
 
- Entonces ¿por qué no te la comes tú? -preguntó ella.
 
- Yo he comido muchas ya -dijo él-, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
 
- ¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
 
- Me llamo Simón -dijo él-. ¿Y tú?
 
- Yo, Nora -dijo ella-. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
 
Cuando oyó su nombre en boca de ella, Simón se volvió audaz.
 
- ¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? -preguntó.
 
Nora le miró seria un momento.
 
- Sí –dijo-; no me importa darte un beso.
 
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.
 
- Es mi padre -dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió-. Pues vuelve mañana –dijo ella-; entonces te daré el beso -y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
 
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
 

Isak Dinesen: Baroness Karen Christenze von Blixen-Finecke 
(Dinamarca, 1885-1962).
 
La ilustración corresponde a uno de los embarcaderos en el puerto de Bodo, Noruega.

viernes, 27 de abril de 2018

Abril: LA TIERRA BALDÍA, de T. S. Eliot

 "... engendra lilas de la tierra muerta, mezcla recuerdos y anhelos..."
 
1. El entierro de los muertos
 
(Fragmento)
 
Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con las lluvias primaverales.
El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo
la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
una pequeña vida con tubérculos secos.

Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbergersee
con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos,
y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten,
y tomamos café y charlamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm'aus Litauen, echt deutsch.
Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque,
mi primo, él me sacó en trineo.
Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos.
Uno se siente libre, allí en las montañas.
Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tu sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo que no es
ni la sombra tuya que te sigue por la mañana
ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.
 


Frisch weht der Wind
der Heimat zu
mein Irisch Kind,
Wo weilest du?
              
«Hace un año me diste jacintos por primera vez;
me llamaron la muchacha de los jacintos.»
- Pero cuando regresamos, tarde, del jardín de los jacintos,
llevando, tú, brazados de flores y el pelo húmedo, no pude
hablar, mis ojos se empañaron, no estaba
ni vivo ni muerto, y no sabía nada,
mirando el silencio dentro del corazón de la luz.

Oed' und leer das Meer. Madame Sosostris, famosa pitonisa,
tenía un mal catarro, aun cuando
se la considera como la mujer más sabia de Europa,
con un pérfido mazo de naipes. Ahí —dijo ella—
está su naipe, el Marinero Fenicio que se ahogó,
(estas perlas fueron sus ojos. ¡Mira!)
aquí está la Belladonna, la Dama de las Rocas,
la dama de las peripecias.
Aquí está el hombre de los tres bastos, y aquí la Rueda,
y aquí el comerciante tuerto, y este naipe
en blanco es algo que lleva sobre la espalda
y que no puedo ver. No encuentro
al Ahorcado. Temed, la muerte por agua.
Veo una muchedumbre girar en círculo.
Gracias. Cuando vea a la señora Equitone,
dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
¡una tiene que andar con cuidado en estos días!

Ciudad Irreal,
bajo la parda niebla del amanecer invernal,
una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres ¡eran tantos!
Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos.
Exhalaban cortos y rápidos suspiros
y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies.
Cuesta arriba y después calle King William abajo
hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas
con un repique sordo al final de la novena campanada.
Allí encontré un conocido y le detuve gritando: «¡Stetson!,
¡tú, que estuviste contigo en los barcos de Mylae!
¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
Tú, hypocrite lecteur! — mon semblable — mon frère!»

 

Thomas Stearns Eliot
(Estadounidense nacionalizado inglés, 1888-1965). Obtuvo el premio Nobel en 1948.

(Traducido al español por Agustí Bartra)

miércoles, 25 de abril de 2018

Nieve: UN ARTISTA DEL MUNDO FLOTANTE, de Kazuo Ishiguro

"Sólo la farola de piedra de detrás del jardín tenía una buena capa blanca encima."
 
Octubre, 1948
 
(Fragmento)

Una vez más, no terminó la frase. Corrí una mampara dejándola un poco abierta. Un soplo de viento frío penetró en la habitación, pero, no sé por qué, no lo sentí. Miré por la abertura hacia el jardín, que se extendía al otro lado de la terraza. Los copos de nieve caían arrastrados por el viento.
 
- Shintaro -dije-, ¿por qué no afronta el pasado sin más? En aquella época logró mucha fama con sus carteles. Fama y elogios. Que la gente tenga ahora una opinión distinta de su obra no es razón para que reniegue usted de sí mismo.
 
- Tiene usted razón, Sensei -dijo Shintaro-. Entiendo lo que dice, pero, volviendo a lo que ahora nos ocupa, le agradecería enormemente que le escribiera al comité una carta sobre los carteles de la crisis de China. Aquí tengo el nombre y la dirección del presidente del comité.
 
- Por favor, Shintaro, escúcheme.
 
- Con todos mis respetos, Sensei, le diré que siempre le he agradecido sus consejos y su sabiduría, pero en este momento soy un hombre a mitad de su carrera. Cuando uno ya se ha retirado, está muy bien reflexionar y pensar las cosas, pero sucede que el mundo en que vivo es un mundo complejo y hay un par de cosas que debo tener en cuenta si quiero conseguir este puesto que, salvado ese escollo, ya es mío. Se lo ruego, Sensei, considere mi situación.
 
No le respondí. Seguí mirando cómo caía la nieve. Shintaro, a mis espaldas, se levantó.
 
- Sensei, aquí tiene usted el nombre y la dirección. Si me permite, se lo dejo aquí encima. Le agradecería que cuando tenga tiempo considere mis palabras con toda atención.
 
Durante unos instantes esperó a ver si me volvía y le permitía despedirse dignamente, pero yo seguí contemplando el jardín. A pesar de que la nieve seguía cayendo, apenas había cuajado en una fina capa sobre los arbustos y las ramas. Y, mientras miraba, la brisa movió una rama del arce e hizo caer casi toda la nieve. Sólo la farola de piedra de detrás del jardín tenía una buena capa blanca encima.
 
Oí cómo Shintaro se despedía y salía de la habitación.


Kazuo Ishiguro (Japonés nacionalizado inglés, 1954).
Obtuvo el premio Nobel en 2017.

martes, 24 de abril de 2018

Nieve: LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER, de Svetlana Alexievich


 
Testimonio de Antonina Mijáilovna Lenkova
mecánica del taller móvil de vehículos blindados
 
(Fragmento)

«Los tractores estaban totalmente cubiertos de nieve. Quitábamos la nieve, desmon- tábamos las máquinas, el metal estaba tan frío que quemaba las manos, la piel se nos quedaba pegada. Los pernos oxidados, apretados a conciencia, parecía que estuvieran soldados. Si no lográbamos girarlos de derecha a izquierda, intentábamos desenroscarlos al revés. Como si fuera adrede… Justo en ese momento, como por arte de magia, siempre aparecía el jefe de brigada, Iván Ivánovich Nikitin, el único tractorista profesional y nuestro tutor. Se llevaba las manos a la cabeza, sin dejar de soltar improperios. ¡Joder! La madre que… Sus injurias eran como un llanto desesperado. Sin embargo, una vez lloré…
 
Salí al campo marcha atrás: la mayoría de las ruedas de la caja de engranajes de mi vehículo eran “desdentadas”. El plan era sencillo: a los veinte kilómetros seguro que alguno de los tractores se agarrotaría, entonces montarían su caja de engranajes al mío. Pasó exactamente así. Otra tractorista como yo, Sara Gosenbuk, no se fijó en que el radiador perdía agua y estropeó el motor. ¡Joder! La madre… Por cada gota que…»
 
 
Svetlana Alexievich (Bielorrusia, 1948). Obtuvo el premio Nobel en 2015.

lunes, 23 de abril de 2018

Nieve: EL HORIZONTE, de Patrick Modiano

"... un jardín descuidado en cuyo centro crecía un haya roja. Aquel invierno, una capa de nieve cubrió el jardín..."

(Fragmento)

Escribía a veces por las tardes en la habitación de Margaret Le Coz, en donde iba a refugiarse cuando ella no estaba. La ventana abuhardillada daba a un jardín descuidado en cuyo centro crecía un haya roja. Aquel invierno, una capa de nieve cubrió el jardín, pero, mucho antes de la fecha que indicaba el calendario como inicio de la primavera, las frondas del árbol llegaban casi al cristal de la ventana. ¿Por qué entonces, en aquella habitación apacible, apartado del mundo, era tan prieta la letra en las páginas de los cuadernos? ¿Por qué era tan negro y tan asfixiante lo que escribía? He aquí unas preguntas que nunca se hizo por entonces.


Patrick Modiano (Francia, 1945). Obtuvo el premio Nobel en 2014.

domingo, 22 de abril de 2018

Nieve: DEUDAS, de Alice Munro


 
(Fragmento)

La nieve caía en grandes copos, dejaba una capa esponjosa en las aceras, que se derretía y convertía en huellas oscuras por donde la gente caminaba, para enseguida volver a cubrirse de nieve. Los coches pasaban con prudencia, con los faros amarillos empañados. No veía muy bien por la espesura de la nevada y la falta de luz. No creía que nadie pudiera ver bien.
 
En el estómago tenía a la vez sensación de pesadez y vacío. Por lo visto no se libraría de esa sensación hasta que no comiera como es debido de modo que, en cuanto entró en casa, fue directo a la alacena de la cocina y se sirvió un cuenco del habitual cereal del desayuno. No quedaba jarabe de arce, pero encontró un poco de jarabe de maíz. Se quedó en la cocina fría, comió sin haberse quitado siquiera las botas ni la ropa de salir y miró el patio recién nevado. El resplandor de la nieve dejaba ver el exterior, a pesar de tener encendida la luz de la cocina. Se vio reflejada contra el fondo del patio nevado, las piedras oscuras coronadas de blanco y las ramas de hoja perenne ya caídas bajo el peso del manto blanco.
 
 
Alice Munro (Canadá, 1931). Obtuvo el premio Nobel en 2013.

sábado, 21 de abril de 2018

Nieve: EL SUPLICIO DEL ÁROMA DE SÁNDALO, de Mo Yan

"Estaba envuelta de una capa de un blanco purísimo. Se oía el talán, talán, tolón, tolón de las campanas..."

(Fragmento del capítulo décimo: Cumplir una promesa)

Por la mañana, muy temprano, la capital amaneció cubierta de blanco y plata. Estaba envuelta de una capa de un blanco purísimo. Se oía el talán, talán, tolón, tolón de las campanas de todos los templos de Pekín. La primera cuchilla de la Gran Sala del Ministerio de Justicia, Zhao Jia, se dio media vuelta y siguió durmiendo en su kang, pero no tardó en levantarse. Con sus ropas de cada día, se dirigió al templo con un aprendiz, que había reclutado, para recoger su bol de gachas de arroz. Tomaron la calle despejada del Ministerio de Justicia y se juntaron con los mendigos y muertos de hambre que se mezclaban por la calle. Esa hora era un buen momento para los mendigos y los muertos de hambre de Pekín. Sus caras rojas, blancas, azules y negras tiritaban todas ellas de frío, pero sonreían a pesar del tiempo que hacía. La nieve que se había acumulado en la calle crujía bajo los pies de los mendigos y los muertos de hambre: crac, crac… El sol asomaba generoso entre las nubes grises de la mañana. La nieve blanca y el amanecer rojo formaban un paisaje bellísimo. Marchaban como las aguas de un río por la avenida de Xidan hasta el norte de Pekín, donde se concentraba la mayoría de templos de la capital. De los templos y otras casas salía humo de las chimeneas. Cuando se acercaron al pailou (la arcada) de Xisi, en donde se había vertido tanta sangre a lo largo de su historia, vieron los árboles de Shisiku. Los cuervos y las grullas que ahí estaban salieron volando.
 
El aprendiz de Zhao Jia era un joven muy espabilado, y los dos enfilaron hacia el templo de Guangji junto con los mendigos. Todos caminaban como un regimiento de soldados en la calle, es decir, en filas y a un ritmo acompasado. Habían montado en un terreno baldío que estaba frente al templo una especie de caldera de hierro enorme donde repartían las gachas, y, debajo de la caldera, había madera para calentar el fuego. Ahí ardía efectivamente un fuego muy vivo que servía para calentar a los mendigos. Zhao Jia veía a esos pordioseros calentándose delante del fuego sin querer perder su lugar en la fila y pensaba que había una contradicción en ello: se acercaban en fila para calentarse y recoger sus gachas de arroz, pero el calor del fuego se iba hacia arriba, verticalmente. Nadie aprovechaba, en realidad, el calor del fuego. El vapor de la cazuela subía varios zhang de alto y no se deshacía -parecía, de hecho, uno de esos baldaquines que se ponen encima de los carruajes imperiales-. Había dos monjes de aspecto desaliñado y cara sucia removiendo con unas grandes palas de hierro las gachas pastosas. Zhao Jia oía el ruido desagradable de esas palas cuando tocaban el fondo metálico de la gran cazuela. Ese ruido provocaba tiricia en los dientes de la gente. Los hombres estaban de pie en la nieve y no paraban de mover los pies para calentarse. La nieve que quedaba bajo sus pies se transformaba en barro helado muy sucio. El olor de las gachas les llegaba con el vapor. En ese ambiente claro y frío, el tipo de cereales que cocían en esa cazuela no parecía ser lo más indicado para alimentar a alguien; pero para esos muertos de hambre, era algo excepcional. Zhao Jia veía la luz que desprendían los ojos de esos seres famélicos mientras esperaban con impaciencia su bol de gachas. Algunos mendigos no podían aguantar el frío y se acercaban, con su pinta de monos y con la cabeza metida en los hombros, al fuego, para calentarse y oler las gachas. Luego volvían a la fila como niños que deben respetar el orden en el patio de la escuela cuando pasan lista. Los mendigos repiqueteaban el suelo con sus pies y lo hacían aumentando la cadencia hasta el punto de que sus cuerpos también se agitaban.
 
Zhao Jia llevaba unos calcetines hechos con piel de perro y unas botas que le cubrían las pantorrillas hasta la rodilla. Por eso no sentía frío en los pies y no golpeaba el suelo para entrar en calor. Su cuerpo tampoco temblaba. Tampoco era un muerto de hambre y no sufría de malnutrición como los otros. Si se había puesto en la fila no era para alimentarse, sino para respetar una costumbre muy antigua del gremio de los verdugos que consistía en ir a tomar un bol de gachas con los mendigos. Su maestro, la abuela Yu, se lo había contado: durante todas las dinastías, los verdugos se dirigen cada octavo día de la duodécima luna al templo para tomar sus gachas de arroz, y ello se hace para mostrar a los ancestros de Buda que los verdugos, como la mendicidad de los mendigos, tienen una manera digna de ganarse la vida. No habían nacido unos asesinos: lo hacían para poder comer decentemente. Tomar esas gachas era, por lo tanto, una manera de compartir una identidad con las capas más humildes de la sociedad. Los verdugos de los calabozos, a pesar de poder comer carne y galletas de maíz y sésamo cuando les viniese en gana, asistían cada año al reparto del bol de gachas junto al templo.


Mo Yan: Guan Moye (China, 1955). Obtuvo el premio Nobel en 2012).
 
(Traducido al español por Blas Piñero Martínez).

viernes, 20 de abril de 2018

Nieve: DESHIELO A MEDIODÍA, de Tomas Tranströmer

"Una naturaleza muerta de troncos, en el lago, me puso pensativo."

 
El aire matinal repartió sus cartas con sellos incandescentes.
La nieve iluminó y todos los pesares se alivianaron: un kilo pesaba
apenas setecientos gramos.

El sol estaba alto sobre el hielo, volando por el lugar, caliente y frío
a la vez.
El viento avanzó lentamente como si empujase un cochecillo de niño
frente a sí.

Las familias salieron, vieron cielo abierto por primera vez
en mucho tiempo.
Estábamos en el primer capítulo de un relato muy intenso.

El resplandor del sol se adhería a todos los gorros de piel,
como el polen a los abejorros,
y el resplandor del sol se adhirió al nombre INVIERNO
y se quedó allí hasta que el invierno hubo pasado.

Una naturaleza muerta de troncos, en el lago, me puso pensativo.
Les pregunté:
«¿Me acompañan hasta mi niñez?» Respondieron: «Sí».

Desde la espesura se escuchó un murmullo de palabras
en un nuevo idioma:
las vocales eran cielo azul y las consonantes eran ramas negras
y hablaban
muy lentamente sobre la nieve.

Pero la tienda de saldos, haciendo reverencias con su
estruendo de faldas,
hizo que el silencio de la tierra creciese en intensidad.

 
 
Tomas Tranströmer (Suecia, 1931-2015).
Obtuvo el premio Nobel en 2011.
 
(Traducido al español por Roberto Mascaró).

jueves, 19 de abril de 2018

Nieve: LA FIESTA DEL CHIVO, de Mario Vargas Llosa


"... bajo aquellos algodones blancos con los que los niños hacían monigotes y que mirabas caer del cielo..."
 
(Fragmento del capítulo IX)
 
¡Adrian, Michigan! Cuántos años sin volver allí. Ya no sería aquella provinciana ciudad de granjeros que se encerraban en sus casas al ponerse el sol y dejaban las calles desiertas, de familias cuyo horizonte terminaba en esos pueblecitos vecinos que parecían gemelos -Clinton y Chelsea- y cuya máxima diversión era asistir en Manchester a la famosa feria del pollo a la parrilla. Una ciudad limpia Adrian, bonita, sobre todo en invierno, cuando la nieve ocultaba las rectas callecitas -donde se podía patinar y esquiar- bajo aquellos algodones blancos con los que los niños hacían monigotes y que mirabas caer del cielo, hechizada, y donde hubieras muerto de amargura, acaso de aburrimiento, si no te hubieras dedicado con tanta furia a estudiar.

Mario Vargas Llosa (Peruano nacionalizado español, 1936).
Obtuvo el premio Nobel en 2010.

miércoles, 18 de abril de 2018

Nieve: TODO LO QUE TENGO LO LLEVO CONMIGO, de Herta Müller

"Se veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar su escondrijo obligada por la nieve."
 
Sobre hacer la maleta
 
(Fragmento)
 
La boca de Trudi Pelikan olía todavía a melocotones calientes, incluso durante el tercer y cuarto día en aquel vagón de ganado. Estaba sentada con su abrigo igual que una dama en el tranvía de camino a la oficina y me contó que durante cuatro días se había ocultado en un agujero excavado en el suelo del jardín vecino, detrás del cobertizo. Pero nevó, y las pisadas entre la casa, el cobertizo y el agujero en el suelo quedaron a la vista. Su madre ya no podía llevarle la comida a escondidas. Se veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar su escondrijo obligada por la nieve. Nunca se lo perdonaré a la nieve, dijo. No se puede imitar la nieve recién caída, no se puede arreglar la nieve para que parezca intacta. Se puede arreglar la tierra, dijo, y la arena, e incluso la hierba, si uno se esfuerza. Y el agua se arregla por sí sola, porque se lo traga todo y se vuelve a cerrar enseguida una vez que ha tragado. Y el aire siempre está arreglado porque es invisible. Todos, salvo la nieve, habrían callado, dijo Trudi Pelikan. Añadió que una buena nevada era la principal culpable. Que cayó precisamente en la ciudad, como si supiera dónde estaba, como si estuviera en su casa. Pero que se puso inmediatamente al servicio de los rusos. Estoy aquí porque me ha delatado la nieve, concluyó Trudi Pelikan.
 
 
Herta Müller (Rumana nacionalizada alemana, 1953).
Obtuvo el premio Nobel en 2009.

martes, 17 de abril de 2018

Nieve: URANIA, de Jean-Marie Gustave Le Clézio

"Caminaron durante días, sin encontrar caza, luego los sorprendió una tormenta de nieve y se perdieron."

Orandino
 
(Fragmento)

Fuimos a sentarnos debajo de una sombrilla. Preparé dos cafés en la máquina. Raphael tomó el suyo muy dulce. Miraba el azúcar deslizarse desde su cuchara con una diversión infantil. Después me contó: "Ya no vivo más en Campos. Estoy trabajando para ahorrar dinero y seguir viajando. A mi edad, hay que probar de todo, tengo mucho que aprender. ¿No crees? Yo dije: "Y tus amigos? El Consejero, ¿cómo se llama". Anthony. Jadi. Es él quien nos lo pide. Quiere que estemos listos para partir. Dijo que debemos prepararnos para vivir en otra parte. Hay un chico que ya partió, se fue a México, nos ha escrito pata avisarnos que va a casarse con una muchacha de allá."
 
Lo miré sin saber qué decir. Experimentaba una especie de inquietud al pensar que Raphael había abandonado la protección de los altos muros de Campos, que se había lanzado al Valle.

Quizá Raphaël haya adivinado mi sentimiento, porque se puso a hablar de otra cosa.

"¿Ya te he dicho cómo se conocieron mi padre y mi madre?"

Me quedé mirándolo en silencio, así que continuó:

"Mi padre es de la nación innu, del lago Saint-Jean, al norte de Québec, una región en la que no hay caminos, tan sólo bosques y ríos. Cuando tenía veinte años, mi padre se fue durante el invierno a cazar con mi tío en el bosque. Caminaron durante días, sin encontrar caza, luego los sorprendió una tormenta de nieve y se perdieron. Mientras avanzaban para recobrar su camino, mi padre cayó en una trampa para alces y se rompió la pierna. No podía seguir caminando, así que mi tío le construyó un refugio, le dejó los víveres y el aceite para encender fuego y se fue en busca de ayuda. Continuó hacia el sur hasta que encontró una vía férrea, y se trepó al primer tren que transportaba madera hacia el oeste. El tren rodó durante toda una noche, hasta que pasó cerca de un pueblito en el bosque, entonces mi tío saltó del tren y fue a golpear a la puerta de una casa. Un hombre aceptó ir a buscar a mi padre con su trineo. Lo llevaron al pueblo y lo curaron, lo entablillaron y vendaron, porque no había médico en el pueblo. Allí donde lo curaron, mi padre conoció a una muchacha muy bella, de cabellos rubios y ojos azules, y enseguida se enamoró de ella, y ella también estaba enamorada de él. Una vez que estuvo curado, volvió a partir hacia Saint-Jean, pero prometió regresar y se casaron. La muchacha se llamaba Marthe y era mi madre. Se fueron a vivir a Rivière-du-Loup, donde mi padre trabajó en el aserradero, y allí es donde yo nací".
 
Raphael había contado esta historia muy simplemente, sin alzar la voz, se parecía a un cuento de hadas.


J. M. G. Le Clézio: Jean Marie Gustave Le Clézio (Francia, 1940).
Obtuvo el premio Nobel en 2008.

(Traducido al español por Ariel Dilon).

lunes, 16 de abril de 2018

Nieve: EL CUADERNO DORADO, de Doris Lessing

"Nevaba y hacía frío, ese frío que suele reinar en la ciudad, y particularmente en la madre de las grandes ciudades que es Nueva York..."

19. La escuela de estilo duro y romántico

Los amigotes habían salido juntos la noche del sábado. Era la pandilla de los sábados por la noche, la de los amigos de verdad, de corazón sincero y alocado. La pandilla de Buddy, Dave y Mike. Nevaba y hacía frío, ese frío que suele reinar en la ciudad, y particularmente en la madre de las grandes ciudades que es Nueva York, aunque siempre nos sea fiel. Buddy, el de los hombros de simio, se apartó del grupo y miró con los ojos muy abiertos. Se rascó la ingle. Buddy, el soñador, de ojos negros como el carbón y mirada sombría, se masturbaba a menudo en nuestra presencia, inconsciente y con una curiosa pureza. Aquella noche se detuvo con los hombros encorvados y tristes, cubiertos de nieve blanca y crujiente. Dave le embistió por abajo y se revolcaron juntos sobre la inocente nieve. Buddy jadeaba. Dave metió el puño en el vientre de Buddy. ¡Oh, el amor auténtico de los amigos de verdad! Allí estaban retozando juntos bajo los fríos peñascos de Manhattan en una auténtica noche de sábado. Buddy perdió el conocimiento de frío. «La verdad es que quiero a este hijo de puta», dijo Dave, mientras Buddy yacía, lejos de nosotros y de la ciudad. Yo, Mike, el errante solitario, estaba un poco apartado, abrumado por mi sabiduría, con mis dieciocho años y solo, contemplando a mis dos amigos, Dave y Buddy. Buddy recobró el conocimiento. La saliva, que le manchaba los labios casi inermes, cayó sobre la nieve blanca. Se incorporó jadeando y vio a Dave, abrazado a sus propias rodillas, que le miraba fijamente. Había amor en sus tristes ojos del Bronx. Un izquierdazo del puño peludo golpeó de pronto la barbilla de Dave, que se derrumbó sobre la nieve, fría como la muerte. Buddy, riéndose, permaneció sentado esperando su turno. ¡Qué fanatismo! « ¿Y ahora qué, Buddy?», pregunté yo, Mike, el errante solitario, pero fiel amigo de sus amigos. «Ja, ja, ja, ¿ves qué cara pone?», dijo él, y se revolcaba sin aliento, cogido a la ingle. « ¿Has visto ésta?» Dave jadeó. La vida volvía a él: rodó, gimió y, por último, se incorporó. Entonces, Dave y Buddy lucharon entre sí de verdad, riéndose gozosos hasta que, entre risas, cayeron ambos sobre la nieve. Yo, Mike, Mike, el de palabras aladas, me sentía dolorido de gozo. « ¡Oye, de verdad que quiero a este hijo de puta!», dijo Dave jadeando, a la vez que lanzaba un puñetazo al diafragma de Buddy. Por su parte, Buddy, parándolo con el antebrazo, exclamó: « ¡Ah, cómo le quiero!». Pero yo oí la musiquilla de los tacones sobre la acera cubierta de escarcha, y dije: «¡Eh, chicos!». Nos quedamos esperando. Era ella, Rosie, que salía del cuarto oscuro que tenía en las viviendas, pisando graciosamente el suelo con sus tacones. «¡Adiós, chicos!», dice Rosie, sonriendo con dulzura. Nos quedamos mirando a Rosie con cierta tristeza, mientras pasaba, orgullosa de su carne, contoneándose sobre su sexo de verdad y meneando su culo redondo como una pelota, que lanzaba un mensaje de esperanza dirigido a nuestros corazones. Entonces, nuestro amigo Buddy se apartó y, vacilando con sus ojos tristes, nos miró para decirnos: «La quiero, chicos». Dos de los amigos se quedaron entonces abandonados: Dave, el de los puños, y Mike, el de palabras aladas. Permanecimos contemplando a Buddy, marcado por la vida, que nos saludó con un gesto de la cabeza y se fue detrás de Rosie, con el corazón latiéndole al ritmo de su dulce taconeo. Las alas místicas del tiempo nos rozaron, blancas como copos de nieve; era el tiempo que nos lanzaría a todos detrás de nuestras Rosies camino de la muerte y del funeral en forma de hogar. Resultaba trágico y hermoso ver a nuestro Buddy avanzar hacia la danza inmemorial de los copos de nieve y del destino, con la escarcha seca bailándole sobre el cuello de la camisa. El amor que entonces emergió de nosotros hacia él fue algo fantástico y voluminoso, de cara triste e ignorante, pero auténtico y en verdad serio. Le amábamos mientras nos volvíamos. Allí quedábamos dos amigos abandonados, con los abrigos adolescentes que batían sobre nuestras piernas tan puras. Dave y yo nos quedamos tristes porque el ave agorera de la tragedia había tocado nuestras almas de perla, mientras permanecíamos aturdidos en medio de la vida. Dave, el rascador de ojos de lechuza, se rascó la ingle despacio. «Oye, Mike –dijo-, un día escribirás esto para todos nosotros.» Tartamudeó, sin poder expresarse, sin palabras en las alas: «Lo escribirás, ¿verdad, Mike?». Me miró fijamente y añadió: «Escribirás cómo nuestras almas se echaron a perder aquí, en esta acera blanca de Manhattan, ídolo del capital y perro infernal que nos pisa los talones, ¿verdad que lo escribirás?». «¡Eh, Dave, te quiero!», dije yo entonces. Mi alma de muchacho se retorcía de amor. Le di un golpe directo en la mandíbula, balbuceando de amor por el mundo, de amor por mis amigos, por los Daves y los Mikes y los Buddies. Cayó al suelo y yo le abracé cómo a un recién nacido, te quiero baby, la amistad en la jungla urbana, la amistad de la juventud joven. Pura. Y los vientos del tiempo soplaban, cargados de nieve, sobre nuestros hombros inocentes y amantes.
 
 
Doris Lessing (Británica nacida en Irán, 1919-2013).
Obtuvo el premio Nobel en 2007.

domingo, 15 de abril de 2018

NIEVE, de Orhan Pamuk

"Cuando el autobús llegó a las nevadas calles de Kars (...) fue incapaz de reconocer la ciudad."

(Fragmentos del capítulo 1: El silencio de la nieve. El viaje a Kars)

El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.
 
***
Con la mirada clavada en el cielo, que se veía más luminoso que la tierra según caía la noche, no consideraba los copos cada vez más grandes que esparcía el viento como signos de un desastre que se aproximaba sino como señales de que por fin habían regresado la felicidad y la pureza de los días de su infancia.
 
***
 
Sentía que la extraordinaria belleza de la nieve que caía le provocaba más alegría incluso que la visión de Estambul años después. Era poeta, y en un poema escrito años atrás y muy poco conocido por los lectores turcos había dicho que a lo largo de nuestra vida sólo nieva una vez en nuestros sueños.

Mientras la nieve caía pausadamente y en silencio, como nieva en los sueños, el viajero sentado junto a la ventana se purificó con los sentimientos de inocencia y sencillez que llevaba años buscando con pasión y creyó, optimista, que podría sentirse en casa en este mundo.
 
***
 
Cuando el autobús llegó a las nevadas calles de Kars a las diez, con tres horas de retraso, Ka fue incapaz de reconocer la ciudad. No pudo descubrir donde estaban ni el edificio de la estación que había aparecido frente a él el día de primavera en que había llegado veinte años atrás en un tren de vapor ni el hotel República, con teléfono en todas las habitaciones, al que le había llevado el cochero después de pasearle por toda la ciudad. Todo parecía haber sido borrado, haber desaparecido bajo la nieve.
 
***
 
A medianoche, con el pijama ya puesto y antes de meterse en la cama, entreabrió ligeramente las cortinas. Contempló cómo los enormes copos de nieve caían sin cesar.
 
 
 Orhan Pamuk (Turquía, 1952). Obtuvo el premio Nobel en 2006.
 
(Traducido al español por Rafael Carpintero).

La ilustración corresponde a la ciudad de Kars, en Turquía, bajo la nieve.

sábado, 14 de abril de 2018

Nieve: RETORNO AL HOGAR, de Harold Pinter

"... en las últimas navidades decidí colaborar con el Ayuntamiento en juntar la nieve, porque había caído mucha."
 
(Fragmento del primer acto)
 
Lenny: Siempre ha sido mi hermano favorito. ¡Viejo Teddy! ¿Lo sabía? ¡Ahí es nada! Doctor en filosofía, y eso... impresiona. Claro, él es un hombre de mucha sensibilidad. Mucha. Ya me gustaría a mí ser tan sensible como él.
 
Ruth: ¿Le gustaría?
 
Lenny: Sí. ¡Ya lo creo! Quiero decir; no es que yo no tenga sensibilidad. La tengo. Pero podría tener un poco más. Podría con ello.
 
Ruth: ¿Podría?
 
Lenny: Un poco más. Sólo un poco.
(Pausa).
Quiero decir que soy muy sensible a la atmósfera, pero de pronto me desensibilizo, a ver si me comprende, cuando veo que la gente intenta abusar. Por ejemplo, en las últimas navidades decidí colaborar con el Ayuntamiento en juntar la nieve, porque había caído mucha. No es que necesitara hacerlo -económicamente-, sino que me dio por ahí. Me atraía pensar en el frío seco de la mañana, y tuve razón.
Conque me puse mis botas y ahí estaba en una esquina, a las cinco y media, esperando que viniera un camión a llevarnos al área que nos correspondía. ¡No helaba ni nada! Bueno, llegó el camión, subí delante y allá nos fuimos en la noche, con los faros todavía encendidos. Llegamos y nos dieron los picos y las palas y empezamos a entendérnoslas con la nieve mucho antes del amanecer. Bueno, pues aquella mañana, mientras tomaba una taza de té en un bar del barrio, me viene una señora anciana a pedirme que le echara una mano para mover un fogón que quería trasladar a otro cuarto. Como yo estaba de buenas, me fui con ella tomando del tiempo que nos habían dado de descanso. Vivía allí mismo, al fondo de la calle. Pero la cosa es que, cuando llegué, no podía con el fogón, que era de hierro y pesaba lo menos media tonelada, y la señora pretendía que lo había metido ahí su cuñado solo, que sería un hijo de... su madre.
Conque ahí me tiene a mí luchando con el fogón, a riesgo de herniarme, y la señora sin mover un dedo y diciendo «hala, hala». Hasta que me hartó y la dejé. Lo mejor es que se meta el fogón donde la quepa. Y en todo caso es un trasto viejo y es mejor que afloje la mosca y se compre una cocina decente. Tentado estuve de darle una de cuello vuelto, pero como lo de la nieve me había puesto de buen talante, le di así con el codo y me largué. Perdone, ¿le molesta ese cenicero?

Ruth: No me molesta nada.
 
 
Harold Pinter (Inglaterra. 1930-2008).
Obtuvo el premio Nobel en 2005.
 
La ilustración corresponde a Joey Collins como Lenny y Tara Franklin en el papel de Ruth durante la puesta en escena de Retorno al hogar (The Homecoming), dirigida por Eric Hill en 2015, en el teatro Unicornio de Stockbridge, Massachusetts.