Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 6 de abril de 2018

Nieve: HAY UN REY LOCO EN DINAMARCA, de Dario Fo

"Vine al mundo (...) supongo que en el palacio real con la ciudad cubierta de nieve, ¡fue en pleno invierno...!"
 
Dentro y fuera de un cuento de hadas

Leo:

Me llamo Cristián y soy de fe luterana. Tengo treinta años, más o menos, no lo recuerdo con exactitud, pero me molesta pedir información sobre mi nacimiento a alguien de la servidumbre o de la corte. Vine al mundo en Copenha­gue, supongo que en el palacio real con la ciudad cubierta de nieve, ¡fue en pleno invierno...! Más o menos a mediados del siglo XVIII.
 
Mi madre, Luisa de Hannover, fue la primera mujer de Federico V, rey de Dinamarca como es natural. De ella no tengo casi memoria, ni de su voz ni de sus senos mientras me amamantaba. Y es que fui depositado de inmediato en­tre los brazos de una nodriza de la que recuerdo con exac­titud sus pechos tiernos y henchidos de leche y una voz que me cantaba para que me adormeciera. Mi madre murió cuando yo tenía dos años y no lo supe hasta mucho más tarde, cuando mi padre el rey volvió a casarse con otra mu­jer noble, muy hermosa pero codiciosa también, y caren­te de humanidad, Juliana María de Brunswick-Lüneburg, de la que me esforzaré por hablar ampliamente dentro de poco. Solo anticipo al lector que descubrir a esa señora, que parecía surgida de las leyendas mitológicas de un antiguo narrador escandinavo, fue para mí algo terriblemente desagradable. Era una auténtica madrastra, como las de esos crueles cuentos de hadas inventados a propósito para asus­tar a los niños.
 
El día en el que, al cabo un año, la madrastra dio a luz a su primogénito caí postrado por unas terribles fiebres, no desde luego a causa de ese nacimiento. El médico, llamado con urgencia, decretó que era probable que no se tratara de nada grave: un fenómeno normal, propio del desarrollo infantil. Pero, por desgracia, el diagnóstico era completa­mente erróneo; no me recuperé más que al cabo de meses de semiinconsciencia.
 
En un primer momento parecía que había conseguido salir de aquella desesperada condición, tanto era así que seme permitió bajar al parque junto con los demás chiquillos de la corte para que pudiera jugar, correr y volver a una vida normal. Hasta se me permitió montar a caballo, en un potro domesticado por los mozos de cuadra del rey, regalo de mi padre para celebrar mi curación. Además, me confiaron a un maestro para que aprendiera a escribir y a entender de arte, matemáticas y filosofía, como es de rigor para un príncipe.
 
Es increíble, hallarme en aquella condición de colegial me proporcionaba una enorme satisfacción y placer. Des­cubrí que adoraba la lectura y narrar empuñando la pluma. El maestro era paciente y bien dotado en cuanto a saberes. Me acompañaba en mis paseos por toda la finca. Navegába­mos en una barca, siguiendo pequeños cursos de agua que llevaban al puerto, repleto de barcos que se adentraban en las aguas del mar cruzándose con otros que atracaban en los muelles atiborrados de marineros y viajeros.
 
De vez en cuando, me empezaba a dar vueltas la cabeza y al rato me derrumbaba perdiendo el conocimiento. Mi tutor me abrazaba como si por un instante se hubiera con­vertido en mi padre, a quien nunca había conocido un gesto parecido.
 
Con cada crisis venían a visitarme nuevas eminencias del estudio del cerebro. A menudo, aquellos sabios organiza­ban una ronda de consultas, palpándome el cráneo como si en lugar de la cabeza tuviera un melón del que había que descubrir si ya estaba maduro o no.
 
Indefectiblemente, aquellos hombres de tan alta sabiduría acababan por chocar con dureza y fuertes palabras. Y hacia el final de la disputa siempre había alguno que proponía someterme a una perforación de cráneo que me librara de esos humores gaseosos que sin duda, al comprimir las circunvoluciones cerebrales, eran los causantes de mi horrible enfermedad. Discutían delante de mí, como si yo no existie­ra, convencidos de que al tratar el asunto con términos la­tinos quedaban dispensados de prestar un mínimo de aten­ción hacia mi persona, y tanto fue así que en determinado momento me aparté realmente de la gracia de Dios y grité: «¿Saben lo que les digo, señores sabiondos? Que estoy de acuerdo con ustedes yo también: hay que resolverlo con una trepanación, no hay más remedio. Así que introduz­can el taladro cuando quieran, pero no en mi cráneo...: ¡en vuestros culos!». ¡Que no es lo que se dice una expresión propia de reyes!
 
En uno de esos días, cada vez más raros, en los que me hallaba en condiciones podríamos decir que favorables, se me ocurrió pasar por los jardines del palacio de Frederiksberg en el caballo que me había regalado mi padre. Algo asustó al potro, que se encabritó agitando las patas delan­teras justo en el momento en el que una madre cruzaba el sendero con su hijo de la mano.
 
El pequeño se asustó y trató de huir, pero tropezó y acabó en el suelo. La madre, a su vez, a causa del susto, se quedó bloqueada. Desmonté y corrí a levantar al niño del suelo. La mujer me dio las gracias y dijo en señal de des­pedida:
 
- Le quedo muy agradecida, príncipe.
 
Luego se alejó y pude oír al niño que le preguntaba:
 
- Madre, pero ¿no es ese el hijo loco del rey?
 
- ¡Cállate, hijo! ¡Que te va a oír! -respondió la mujer.
 
De esa manera me enteré en un instante de que para to­dos era yo definitivamente el primer loco real.


Dario Fo (Italia, 1926-2016). Obtuvo el premio Nobel en 1997.
 
(Traducido del italiano por Carlos Gumpert).

La ilustración corresponde al palacio real Christianborg, en Dinamarca, en el que nació el rey Cristián IV.

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