"Vine al mundo (...) supongo que en el palacio real con la ciudad cubierta de nieve, ¡fue en pleno invierno...!"
Dentro y fuera de un cuento de hadas
Leo:
Me llamo Cristián y soy de fe luterana. Tengo treinta años, más o menos,
no lo recuerdo con exactitud, pero me molesta pedir información sobre mi nacimiento
a alguien de la servidumbre o de la corte. Vine al mundo en Copenhague,
supongo que en el palacio real con la ciudad cubierta de nieve, ¡fue en pleno
invierno...! Más o menos a mediados del siglo XVIII.
Mi madre,
Luisa de Hannover, fue la primera mujer de Federico V, rey de Dinamarca como es
natural. De ella no tengo casi memoria, ni de su voz ni de sus senos mientras
me amamantaba. Y es que fui depositado de inmediato entre los brazos de una
nodriza de la que recuerdo con exactitud sus pechos tiernos y henchidos de
leche y una voz que me cantaba para que me adormeciera. Mi madre murió cuando
yo tenía dos años y no lo supe hasta mucho más tarde, cuando mi padre el rey
volvió a casarse con otra mujer noble, muy hermosa pero codiciosa también, y
carente de humanidad, Juliana María de Brunswick-Lüneburg, de la que me
esforzaré por hablar ampliamente dentro de poco. Solo anticipo al lector que
descubrir a esa señora, que parecía surgida de las leyendas mitológicas de un
antiguo narrador escandinavo, fue para mí algo terriblemente desagradable. Era
una auténtica madrastra, como las de esos crueles cuentos de hadas inventados a
propósito para asustar a los niños.
El día en el
que, al cabo un año, la madrastra dio a luz a su primogénito caí postrado por
unas terribles fiebres, no desde luego a causa de ese nacimiento. El médico,
llamado con urgencia, decretó que era probable que no se tratara de nada grave:
un fenómeno normal, propio del desarrollo infantil. Pero, por desgracia, el
diagnóstico era completamente erróneo; no me recuperé más que al cabo de meses
de semiinconsciencia.
En un primer
momento parecía que había conseguido salir de aquella desesperada condición,
tanto era así que seme permitió bajar al parque junto con los demás chiquillos
de la corte para que pudiera jugar, correr y volver a una vida normal. Hasta se
me permitió montar a caballo, en un potro domesticado por los mozos de cuadra
del rey, regalo de mi padre para celebrar mi curación. Además, me confiaron a
un maestro para que aprendiera a escribir y a entender de arte, matemáticas y
filosofía, como es de rigor para un príncipe.
Es increíble,
hallarme en aquella condición de colegial me proporcionaba una enorme
satisfacción y placer. Descubrí que adoraba la lectura y narrar empuñando la
pluma. El maestro era paciente y bien dotado en cuanto a saberes. Me acompañaba
en mis paseos por toda la finca. Navegábamos en una barca, siguiendo pequeños
cursos de agua que llevaban al puerto, repleto de barcos que se adentraban en
las aguas del mar cruzándose con otros que atracaban en los muelles atiborrados
de marineros y viajeros.
De vez en
cuando, me empezaba a dar vueltas la cabeza y al rato me derrumbaba perdiendo
el conocimiento. Mi tutor me abrazaba como si por un instante se hubiera convertido
en mi padre, a quien nunca había conocido un gesto parecido.
Con cada
crisis venían a visitarme nuevas eminencias del estudio del cerebro. A menudo,
aquellos sabios organizaban una ronda de consultas, palpándome el cráneo como
si en lugar de la cabeza tuviera un melón del que había que descubrir si ya
estaba maduro o no.
Indefectiblemente,
aquellos hombres de tan alta sabiduría acababan por chocar con dureza y fuertes
palabras. Y hacia el final de la disputa siempre había alguno que proponía someterme
a una perforación de cráneo que me librara de esos humores gaseosos que sin
duda, al comprimir las circunvoluciones cerebrales, eran los causantes de mi
horrible enfermedad. Discutían delante de mí, como si yo no existiera,
convencidos de que al tratar el asunto con términos latinos quedaban
dispensados de prestar un mínimo de atención hacia mi persona, y tanto fue así
que en determinado momento me aparté realmente de la gracia de Dios y grité:
«¿Saben lo que les digo, señores sabiondos? Que estoy de acuerdo con ustedes yo
también: hay que resolverlo con una trepanación, no hay más remedio. Así que
introduzcan el taladro cuando quieran, pero no en mi cráneo...: ¡en vuestros
culos!». ¡Que no es lo que se dice una expresión propia de reyes!
En uno de esos
días, cada vez más raros, en los que me hallaba en condiciones podríamos decir
que favorables, se me ocurrió pasar por los jardines del palacio de
Frederiksberg en el caballo que me había regalado mi padre. Algo asustó al
potro, que se encabritó agitando las patas delanteras justo en el momento en
el que una madre cruzaba el sendero con su hijo de la mano.
El pequeño se
asustó y trató de huir, pero tropezó y acabó en el suelo. La madre, a su vez, a
causa del susto, se quedó bloqueada. Desmonté y corrí a levantar al niño del
suelo. La mujer me dio las gracias y dijo en señal de despedida:
- Le quedo muy
agradecida, príncipe.
Luego se alejó
y pude oír al niño que le preguntaba:
- Madre, pero
¿no es ese el hijo loco del rey?
- ¡Cállate,
hijo! ¡Que te va a oír! -respondió la mujer.
De esa manera
me enteré en un instante de que para todos era yo definitivamente el primer
loco real.
Dario Fo (Italia, 1926-2016). Obtuvo el premio Nobel en 1997.
(Traducido del italiano por Carlos Gumpert).
La ilustración corresponde al palacio real Christianborg, en Dinamarca, en el que nació el rey Cristián IV.
La ilustración corresponde al palacio real Christianborg, en Dinamarca, en el que nació el rey Cristián IV.
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