"El suelo brilla de sangre recién vertida. En el camino nevado, desparramadas plumas de pájaro."
(Fragmento inicial)
Colgantes velos se tienden entre la mujer en su estuche y los demás, que
también tienen casas propias y propiedades. Incluso los pobres tienen sus
casas, en las que congregan sus rostros cordiales, sólo lo que no cambia los
separa. En esta situación reposan: remitiendo a sus vínculos con el director,
que, mientras respire, es su padre eterno. Este hombre, que les dosifica la
verdad como si fuera su aliento, con tal naturalidad reina, ya tiene bastante
de las mujeres a las que llama con poderosa voz, sólo precisa ésta, la suya. Es
tan inconsciente como los árboles que le rodean. Está casado, lo que representa
un contrapeso a sus placeres. Los cónyuges no se avergüenzan el uno del otro,
ríen y son y eran todo para ellos.
El sol del invierno es ahora pequeño, y deprime a toda una generación de
jóvenes europeos que aquí crece o viene a esquiar. Los hijos de los
trabajadores del papel: podrían reconocer el mundo a las seis de la mañana,
cuando entran al establo y se convierten en crueles extranjeros para los
animales. La mujer va a pasear con su hijo. Ella sola vale por más de la mitad
de todas las almas del lugar, la otra mitad trabaja en la fábrica de papel, a
las órdenes del marido, una vez que ha sonado el aullido de la sirena. Y los
hombres se atienen con precisión a lo que se les pone por delante. La mujer
tiene una cabeza grande y despejada. Lleva fuera una hora larga con el niño,
pero el niño, borracho de luz, prefiere volverse insensible haciendo deporte.
Apenas se le pierde de vista, arroja sus pequeños huesos a la nieve, hace bolas
y las lanza. El suelo brilla de sangre recién vertida. En el camino nevado,
desparramadas plumas de pájaro. Una marta o un gato han representado su drama
natural: reptando a cuatro patas, un animal ha sido devorado. El cadáver ha
desaparecido. La mujer ha venido de la ciudad aquí, donde su marido dirige la
fábrica de papel. El marido no se cuenta entre los habitantes, él cuenta por sí
solo. La sangre salpica el camino.
Elfriede Jelinek (Austria, 1946). Obtuvo el premio Nobel en 2004.
(Traducido al español por Carlos Fortea).
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