"Nevaba y hacía frío, ese frío que suele reinar en la ciudad, y particularmente en la madre de las grandes ciudades que es Nueva York..."
19. La escuela de estilo duro y romántico
19. La escuela de estilo duro y romántico
Los
amigotes habían salido juntos la noche del sábado. Era la pandilla de los
sábados por la noche, la de los amigos de verdad, de corazón sincero y alocado.
La pandilla de Buddy, Dave y Mike. Nevaba y hacía frío, ese frío que suele
reinar en la ciudad, y particularmente en la madre de las grandes ciudades que
es Nueva York, aunque siempre nos sea fiel. Buddy, el de los hombros de simio,
se apartó del grupo y miró con los ojos muy abiertos. Se rascó la ingle. Buddy,
el soñador, de ojos negros como el carbón y mirada sombría, se masturbaba a
menudo en nuestra presencia, inconsciente y con una curiosa pureza. Aquella
noche se detuvo con los hombros encorvados y tristes, cubiertos de nieve blanca
y crujiente. Dave le embistió por abajo y se revolcaron juntos sobre la
inocente nieve. Buddy jadeaba. Dave metió el puño en el vientre de Buddy. ¡Oh,
el amor auténtico de los amigos de verdad! Allí estaban retozando juntos bajo
los fríos peñascos de Manhattan en una auténtica noche de sábado. Buddy perdió
el conocimiento de frío. «La verdad es que quiero a este hijo de puta», dijo
Dave, mientras Buddy yacía, lejos de nosotros y de la ciudad. Yo, Mike, el
errante solitario, estaba un poco apartado, abrumado por mi sabiduría, con mis
dieciocho años y solo, contemplando a mis dos amigos, Dave y Buddy. Buddy
recobró el conocimiento. La saliva, que le manchaba los labios casi inermes,
cayó sobre la nieve blanca. Se incorporó jadeando y vio a Dave, abrazado a sus
propias rodillas, que le miraba fijamente. Había amor en sus tristes ojos del
Bronx. Un izquierdazo del puño peludo golpeó de pronto la barbilla de Dave, que
se derrumbó sobre la nieve, fría como la muerte. Buddy, riéndose, permaneció
sentado esperando su turno. ¡Qué fanatismo! « ¿Y ahora qué, Buddy?», pregunté
yo, Mike, el errante solitario, pero fiel amigo de sus amigos. «Ja, ja, ja,
¿ves qué cara pone?», dijo él, y se revolcaba sin aliento, cogido a la ingle. «
¿Has visto ésta?» Dave jadeó. La vida volvía a él: rodó, gimió y, por último,
se incorporó. Entonces, Dave y Buddy lucharon entre sí de verdad, riéndose
gozosos hasta que, entre risas, cayeron ambos sobre la nieve. Yo, Mike, Mike,
el de palabras aladas, me sentía dolorido de gozo. « ¡Oye, de verdad que quiero
a este hijo de puta!», dijo Dave jadeando, a la vez que lanzaba un puñetazo al
diafragma de Buddy. Por su parte, Buddy, parándolo con el antebrazo, exclamó: «
¡Ah, cómo le quiero!». Pero yo oí la musiquilla de los tacones sobre la acera
cubierta de escarcha, y dije: «¡Eh, chicos!». Nos quedamos esperando. Era ella,
Rosie, que salía del cuarto oscuro que tenía en las viviendas, pisando
graciosamente el suelo con sus tacones. «¡Adiós, chicos!», dice Rosie,
sonriendo con dulzura. Nos quedamos mirando a Rosie con cierta tristeza,
mientras pasaba, orgullosa de su carne, contoneándose sobre su sexo de verdad y
meneando su culo redondo como una pelota, que lanzaba un mensaje de esperanza
dirigido a nuestros corazones. Entonces, nuestro amigo Buddy se apartó y,
vacilando con sus ojos tristes, nos miró para decirnos: «La quiero, chicos».
Dos de los amigos se quedaron entonces abandonados: Dave, el de los puños, y
Mike, el de palabras aladas. Permanecimos contemplando a Buddy, marcado por la
vida, que nos saludó con un gesto de la cabeza y se fue detrás de Rosie, con el
corazón latiéndole al ritmo de su dulce taconeo. Las alas místicas del tiempo
nos rozaron, blancas como copos de nieve; era el tiempo que nos lanzaría a
todos detrás de nuestras Rosies camino de la muerte y del funeral en forma de
hogar. Resultaba trágico y hermoso ver a nuestro Buddy avanzar hacia la danza
inmemorial de los copos de nieve y del destino, con la escarcha seca bailándole
sobre el cuello de la camisa. El amor que entonces emergió de nosotros hacia él
fue algo fantástico y voluminoso, de cara triste e ignorante, pero auténtico y
en verdad serio. Le amábamos mientras nos volvíamos. Allí quedábamos dos amigos
abandonados, con los abrigos adolescentes que batían sobre nuestras piernas tan
puras. Dave y yo nos quedamos tristes porque el ave agorera de la tragedia
había tocado nuestras almas de perla, mientras permanecíamos aturdidos en medio
de la vida. Dave, el rascador de ojos de lechuza, se rascó la ingle despacio.
«Oye, Mike –dijo-, un día escribirás esto para todos nosotros.» Tartamudeó, sin
poder expresarse, sin palabras en las alas: «Lo escribirás, ¿verdad, Mike?». Me
miró fijamente y añadió: «Escribirás cómo nuestras almas se echaron a perder
aquí, en esta acera blanca de Manhattan, ídolo del capital y perro infernal que
nos pisa los talones, ¿verdad que lo escribirás?». «¡Eh, Dave, te quiero!»,
dije yo entonces. Mi alma de muchacho se retorcía de amor. Le di un golpe
directo en la mandíbula, balbuceando de amor por el mundo, de amor por mis
amigos, por los Daves y los Mikes y los Buddies. Cayó al suelo y yo le abracé
cómo a un recién nacido, te quiero baby, la amistad en la jungla urbana,
la amistad de la juventud joven. Pura. Y los vientos del tiempo soplaban,
cargados de nieve, sobre nuestros hombros inocentes y amantes.
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