Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 11 de abril de 2018

Nieve: SIN DESTINO, de Imre Kertész

"... ni tampoco sentía (...) que mi cara estuviera salpicada por algo parecido al agua y la nieve."

(Fragmento del capítulo 7)

Cuando finalmente sentí que no estaba tendido sobre el suelo del vagón sino encima de unos guijarros, en medio de unos charcos helados -no sabía ni cuándo ni cómo había llegado hasta allí-, la verdad es que ya no significaba mucho para mí haber tenido la suerte de llegar a Buchenwald, y hasta se me había olvidado que era el lugar al que tanto había deseado regresar. No sabía dónde estaba, si todavía en la estación o ya dentro del campo, no reconocía los alrededores, no veía los caminos, ni las casas, ni la estatua que recordaba perfectamente. De todas maneras, parecía que había estado acostado allí, tranquilamente y en paz, sin curiosidad, con paciencia, allí donde me habían dejado. No sentía frío ni dolor, ni tampoco sentía -más bien me daba cuenta por deducciones mentales- que mi cara estuviera salpicada por algo parecido al agua y la nieve. Me pasaba el tiempo reflexionando, observando lo que veía sin tener que esforzarme en absoluto: el cielo bajo, gris y sin brillo, las nubes pesadas como plomo que desfilaban lentamente ante mis ojos, cubriendo el cielo invernal. Las nubes se apartaban durante breves momentos, se veía la luz a través de algún pequeño hueco, por alguna minúscula rendija, y eso reflejaba de cierta manera el misterio repentino de las profundidades, desde las cuales me llegaba como un rayo, desde arriba, la mirada rápida y avizor de unos ojos de color indefinido pero ciertamente claro, unos ojos parecidos a los del médico de Auschwitz, delante del cual había tenido que pasar a mi llegada. A mi lado había un objeto contundente, un zapato de madera, y al otro lado se veía una gorra de diablo parecida a la mía, con dos ángulos en los dos extremos: la nariz y la barbilla, y en el medio un hueco: la cara. Más allá había más cabezas, cosas, cuerpos, claro, los restos de la carga recién llegada, los desechos, para utilizar una palabra más exacta, que de momento habían depositado allí. Pasó un tiempo -no sé si fue una hora, un día o un año- y por fin se oyeron voces, ruidos, señales de que algo estaba pasando. La cabeza que estaba a mi lado se movió, y vi unos brazos con uniforme de preso que agarraban el cuerpo para arrojarlo sobre una carretilla, o algo así, encima de otros cuerpos que ya yacían allí acumulados. Al mismo tiempo, llegaban a mis oídos unos retazos de palabras, y en aquel susurrar apenas audible reconocí una voz antaño más potente que balbuceaba: «Pro... tes... to...». Su cuerpo se detuvo un momento, suspendido en el aire, antes de seguir su vuelo, y yo escuché otra voz, probablemente la del que lo sujetaba por el hombro. Era una voz agradable, masculina, que pronunciaba una frase con el típico acento chapurreado del alemán del campo, una voz que reflejaba sorpresa o asombro, más que crítica: «Was? Du willst noch leben?» (¿Qué, aún quieres vivir?), preguntaba, y yo mismo no podía más que estar de acuerdo en que la protesta no era la respuesta más apropiada para aquel momento. Por mi parte decidí ser más sensato. Pero ya se estaban inclinando sobre mí, y me vi obligado a parpadear, puesto que una mano se movía delante de mis ojos, hasta que me encontré encima de una carretilla repleta que ya estaban empujando hacia algún lugar, no me apetecía preguntar cuál. Me obsesionaba una sola idea que se me había ocurrido pensar. Probablemente fuera por mi propio descuido, pero no había sido tan precavido como para enterarme de las costumbres, usos o prácticas que existían en Buchenwald, y no sabía cómo lo hacían: con gas, como en Auschwitz, o con medicamentos como me habían contado, también en Auschwitz, o quizá con balas o de alguna de las mil maneras existentes que yo, presumiblemente, no podía ni siquiera imaginar. De todas formas, tenía la esperanza de que no dolería y, aunque parezca extraño, esa esperanza era tan real y me invadía como lo hubiera hecho cualquier esperanza más real relativa al futuro. Me di cuenta también de que la vanidad es un sentimiento que parece acompañar al hombre hasta en sus últimos momentos, porque por muy intrigado que estuviera no se me habría ocurrido preguntar nada, ni pedir nada; permanecí todo el tiempo callado, ni siquiera miraba atrás, hacia los que me empujaban. El camino ascendía por una colina, y tras una curva divisé el panorama de abajo. Contemplé el paisaje grandioso, la falda de la colina, las casas de piedra, todas iguales, los barracones verdes, unos bien cuidados y otros nuevos, quizá más austeros, todavía sin pintar; la red complicada pero ordenada de los alambres de púas entre las columnas, toda aquella inmensidad que se perdía entre los árboles sin hojas, en medio de aquella niebla. Al lado de uno de los edificios de la entrada había muchos musulmanes desnudos, unos cuantos dignatarios paseando, esperando algo, por supuesto; reconocí a los barberos por sus taburetes y sus movimientos aplicados, bueno, todo indicaba que estaban aguar- dando la ducha y la entrada en el campo. Más adentro, ya por los caminos de piedra
se observaban todas las señales de una constante y ferviente actividad, de un continuo quehacer: los antiguos habitantes, los convalecientes, los dignatarios, los encargados del almacén, los afortunados miembros elegidos de los destacamentos internos iban y venían, cumpliendo con sus tareas cotidianas. Humos de procedencia sospechosa se mezclaban con vapores más agradables; oí el conocido y simpático tintinear en alguna parte que me llegaba como en sueños, como si fueran unas suaves y dulces campanadas, y mis ojos encontraron, más abajo, la comitiva que cargaba la pesada olla, transportándola sobre unos palos sostenidos por encima de los hombros; en medio de aquel aire frío, punzante y húmedo sentí el olor incon- fundible de la sopa de zanahoria. Aquella visión y aquel olor me provocaron un sentimiento en el pecho entumecido que fue creciendo en oleadas y consiguió llenarme los ojos -completamente secos- de lágrimas. No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso.


Imre Kertész (Hungría, 1929-2016). Obtuvo el premio Nobel en 2002.
 
(Traducido del húngaro por Judith Xantús Fzarvas).

Las ilustraciones corresponden a un fotograma de la producción húngara Sorstanlanság (2005), adaptación a la pantalla escrita por el propio Kertész y a la portada de una de las ediciones en español de la misma obra.

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