Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).
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sábado, 25 de febrero de 2023

Conejos: EL MOVILIZADO, de Honoré de Balzac

"... y, cosa extraña, había adquirido la única liebre que allí había (...) La liebre se convirtió en el punto de partida de infinitas suposiciones."

(
Fragmento)

La existencia, en cierto sentido claustral, que llevan los habitantes de una pequeña ciudad origina en ellos la costumbre de analizar y explicar las acciones de los demás tan naturalmente invencible que, tras haberse compadecido de la señora de Dey, sin saber si estaba realmente feliz o apesadumbrada, cada cual se puso a indagar acerca de las causas de su repentino retiro.

- Si estuviera enferma -dijo el primer curioso- habría mandado llamar al médico; pero el doctor permaneció durante toda la jornada de ayer en mi casa jugando al ajedrez. Me decía riendo que en los tiempos que corren sólo hay una enfermedad… que desgraciadamente es incurable.

Esta broma fue profusamente difundida. Mujeres, hombres, ancianos y jovencitas se pusieron entonces a recorrer el amplio campo de conjeturas. Cada cual creyó adivinar un secreto, secreto que invadió todas las imaginaciones. Al día siguiente las sospe- chas se enconaron.

Como la vida está al día en una pequeña ciudad, las mujeres fueron las primeras en enterarse de que Brigitte había adquirido en el mercado provisiones más abundantes que de costumbre. Ese hecho no podía ser cuestionado. Habían visto a Brigitte muy temprano en la plaza y, cosa extraña, había adquirido la única liebre que allí había. Toda la ciudad sabía que a la señora de Dey no le gustaba la carne de caza. La liebre se convirtió en el punto de partida de infinitas suposiciones.

Al realizar su paseo habitual, los ancianos observaron en la casa de la condesa un tipo de actividad contenida que se revelaba por las mismas precauciones que toma- ban los empleados para ocultarla. El lacayo sacudía una alfombra en el jardín; la víspera, nadie habría prestado atención a ese gesto, pero aquella alfombra se conver- tía en un elemento en apoyo de las fantasías que todo el mundo creaba. Cada cual tenía la suya.

El segundo día, al tener conocimiento de que la señora de Dey decía encontrarse indispuesta, los principales personajes de Carentan se reunieron por la noche en casa del hermano del alcalde, viejo negociante casado, hombre probo, apreciado por to- dos, y con el que la condesa tenía bastantes consideraciones. Allí, todos los aspiran- tes a la mano de la rica viuda contaron una fábula más o menos verosímil; y cada uno intentaba volver en provecho propio la circunstancia secreta que la forzaba a compro- meterse de ese modo. El acusador público imaginaba todo un drama para conducir por la noche al hijo de la señora de Dey a casa de ésta. El alcalde pensaba que se trataba de un cura refractario llegado de la Vendée, que le habría pedido asilo; pero la adquisición de la liebre en viernes lo confundía mucho. El presidente del distrito apostaba por que se trataba de un jefe de chuanes o de vandeanos ferozmente perseguido. Otros pensaban que se trataba de un noble escapado de las prisiones de París. Es decir, que todos sospechaban que la condesa era culpable de una de esas generosidades que las leyes de entonces consideraban un crimen y que podía llevarla al cadalso.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

La lectura del texto íntegro es posible en Ciudad Seva.

sábado, 17 de julio de 2021

Venecia: FACINO CANE, de Honoré de Balzac

"Yo veía Venecia y el Adriático, los veía en ruinas sobre esta figura arruinada. Me paseaba por esa ciudad tan querida por sus habitantes."
 
(Fragmento)

No pensó más en la bebida, rechazó con un gesto el vaso de vino que le tendió en ese momento el viejo Octavín, luego bajó la cabeza. Esos detalles no eran los más apropiados para extinguir mi curiosidad. Durante la contradanza que tocaron los tres instrumentos, yo contemplaba al viejo noble veneciano con los sentimientos que devoran a un hombre de veinte años. Yo veía Venecia y el Adriático, los veía en ruinas sobre esta figura arruinada. Me paseaba por esa ciudad tan querida por sus habitantes, iba del Rialto al Gran Canal, del muelle de los Esclavos al Lido, regresaba a su catedral, tan originalmente sublime; miraba las ventanas de la Casa Doro, cada una de las cuales posee ornamentos diferentes; contemplaba esos viejos palacios tan ricos en mármol, en fin todas esas maravillas con las cuales el sabio simpatiza tanto más cuanto que los colorea a su gusto, y no despoetiza sus sueños por el espectáculo de la realidad. Yo remontaba el curso de la vida de ese retoño del más grande de los condottieri, buscando en él las huellas de sus desgracias y las causas de esta profunda degradación física y moral, que hacía más bellas todavía las chispas de grandeza y de nobleza reanimadas en ese momento. Nuestros pensamientos eran sin duda comunes, pues creo que la ceguera hace las comunicaciones intelectuales mucho más rápidas prohibiendo a la atención diluirse sobre los objetos exteriores. La prueba de nuestra simpatía no se hizo esperar. Facino Cane dejó de tocar, se levantó, vino hacia mí y me dijo un: -¡Salgamos! -que produjo sobre mí el efecto de una ducha eléctrica. Le di el brazo, y nos marchamos.
 
Cuando estuvimos en la calle, me dijo: - ¿Quiere usted llevarme a Venecia, conducirme a ella, quiere usted tener fe en mí? Lo haré más rico que lo que son las diez casas más ricas de Amsterdam o de Londres, más rico que los Rothschild, en fin, rico como las Mil y una Noches.
 
Pensé que el hombre estaba loco;  pero había en su voz un poder al cual obedecí. Me dejé conducir y me llevó hacia los fosos de la Bastilla como si hubiera tenido ojos. Se sentó sobre una piedra en un lugar muy solitario donde después fue construido el puente por el cual el canal San Martín se comunica con el Sena. Me puse sobre otra piedra delante de ese anciano cuyos cabellos blancos brillaron como hilos de plata a la claridad de la luna. El silencio que perturbaba apenas el ruido tempestuoso de los bulevares que llegaba hasta nosotros, la pureza de la noche, todo contribuía a hacer esta escena verdaderamente fantástica.
 
- ¡Usted habla de millones a un joven, y cree que él dudaría en arrostrar mil males para conseguirlos! ¿No se está burlando de mí?
 
- Que muera sin confesión, me dijo con violencia, si lo que voy a decirle no es verdad. Yo he tenido veinte años como usted los tiene en este momento, yo era rico, era bello, era noble, yo he comenzado por la primera de las locuras, por el amor. He amado como ya nadie ama, hasta llegar a introducirme en un baúl a riesgo de ser apuñalado dentro sin haber recibido otra cosa que la promesa de un beso. Morir por ella me parecía toda una vida. En 1760 me enamoré de una Vendramini, una mujer de diez y ocho años, casada con un Sagredo, uno de los más ricos senadores, un hombre de treinta años, loco por su mujer. Mi amante y yo éramos inocentes como dos querubines, cuando el esposo nos sorprendió hablando de amor; yo estaba sin armas, me insultó, salté sobre él, lo estrangulé con mis dos manos torciéndole el cuello como a un pollo. Quise partir con Bianca, ella no quiso seguirme. ¡Así son las mujeres! Me marché solo, fui condenado, mis bienes fueron secuestrados en provecho de mis herederos; pero había llevado mis diamantes, cinco cuadros de Tiziano enrollados, y todo mi oro. Me marché a Milán, donde no me molestaron: mi caso no interesaba al Estado.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850). 

domingo, 28 de febrero de 2021

Miércoles de ceniza: UNA DOBLE FAMILIA, de Honoré de Balzac

"Entre el lecho de su mujer y el suyo había un gran crucifijo, colocado allí como el símbolo de su destino."

(Fragmento)

No estar equivocado es uno de los sentimientos que reemplazan a todos los demás en estas almas despóticas. Desde hacía algún tiempo, se había entablado un secreto combate entre las ideas de los dos esposos, y el joven magistrado se cansó pronto de una lucha que jamás debía cesar. ¿Qué hombre y qué carácter resisten la visión de un semblante amorosamente hipócrita, y un reproche categórico opuesto continua- mente a los más insignificantes deseos? ¿Qué partido adoptar contra una mujer que se sirve de vuestra pasión para proteger su insensibilidad, que parece resuelta a permanecer suavemente inexorable, y que se dispone gozosa a desempeñar el papel de víctima, y mira a un marido como un instrumento de Dios y como un mal cuyo martirio le evita los del purgatorio? ¿Con qué descripción podría darse una idea de estas mujeres que hacen odiar la virtud desvirtuando los más dulces preceptos de una religión que San Juan resumía con: «Amaos los unos a los otros»? Como existiese en un almacén de modas un solo sombrero condenado a permanecer en exposición o a ser enviado a las colonias, Granville estaba seguro de que su mujer se lo pondría; si se fabricaba un tejido de un color o con un dibujo desgraciado, ella se lo colgaba. Estas pobres beatas son desesperantes en su manera de vestir. La falta de gusto es uno de los defectos inseparables de la falsa devoción. De este modo, en la existencia íntima, que requiere la mayor expansión, Granville se encontró sin compañía: tuvo que ir solo a las reuniones de sociedad, a las fiestas y a los espectá- culos. Nada en su casa le era simpático. Entre el lecho de su mujer y el suyo había un gran crucifijo, colocado allí como el símbolo de su destino. ¿No se representa en él una divinidad condenada a muerte, un hombre-dios muerto en toda la belleza esplendorosa de la vida y de la juventud? El marfil de aquella cruz era menos frío que Angélica crucificando a su marido en nombre de la virtud. La desgracia nació entre los dos lechos: aquella mujer joven no veía sino deberes en los goces del himeneo. Un miércoles de ceniza se suscitó allí la observancia de los ayunos; el pálido y lívido semblante con una voz tajante ordenó una cuaresma completa, sin que Granville juzgase oportuno escribir entonces al Papa, a fin de obtener su opinión del consistorio acerca del modo de observar la cuaresma, las témporas y las vigilias de las festivi- dades.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

(Traducido al español por Aurelio Garzón del Camino).

lunes, 15 de febrero de 2021

Nieve: SERAFITA, de Honoré de Balzac

"... ver reflejados los colores del cielo en pleno invierno sobre el ancho espejo de las aguas del mar..."

(Fragmento del primer capítulo)
 
El invierno de 1799 a 1800 fue uno de los más crudos en el recuerdo de Europa; el mar de Noruega fue apresado en los fiordos, en los que, habitualmente, la violencia de la resaca impedía que se helara. Un viento, cuyos efectos lo asemejaban al levante español, había barrido el hielo del Stromfiord, empujando las nieves hacia el fondo del golfo. Hacía mucho tiempo que los habitantes de Jarvis no habían podido ver reflejados los colores del cielo, en pleno invierno, sobre el ancho espejo de las aguas del mar; era un curioso espectáculo que muy raramente se daba al pie de aquellas montañas, cuyas formas habían ido siendo niveladas por sucesivas capas de nieve y en las que aristas y precipicios no eran sino simples pliegues al lado de la inmensa túnica que la naturaleza había extendido sobre aquel paisaje, que se nos presentaba entonces resplandeciente y monótono a la vez. Las grandes cascadas formadas por el Sieg, súbitamente heladas, describían una enorme arcada bajo la cual hubieran podido pasar los habitantes, al resguardo de los torbellinos, si alguno de ellos se hubiera atrevido a husmear por las afueras del pueblo. Pero los peligros de la menor salida retenía en su casa a los más intrépidos cazadores, que temían perderse y terminar cayendo en un precipicio o alguna grieta. Nadie animaba, pues, con su presencia, el inmenso desierto blanco donde la única voz que de vez en cuando se oía era la de la brisa del Polo Norte. El cielo, casi siempre grisáceo, daba a los lagos el color del acero.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

viernes, 1 de mayo de 2020

Epidemias: UN DEBUT EN LA VIDA, de Honoré de Balzac

"Acabo de levantarme de la cama tras una enfermedad (…) cuyo germen era, según los médicos, una peste..."

(Fragmento)

- En Levante... -dijo Georges queriendo dar comienzo a una historia.

- En el viento...-interrumpió el maestro dirigiéndose a Mistigris.

- Digo que en Levante, de donde vengo -prosiguió Georges-, el polvo huele muy bien; pero aquí no huele a nada, sino cuando hay un depósito de mantillo como ése de ahí.

- ¿El señor viene de Levante? -dijo Mistigris con aire socarrón.

- Ya estás viendo que el señor está tan cansado que se ha puesto a poniente -le respondió su amo.

- Pues no le ha pegado mucho el sol -dijo Mistigris.

- ¡Oh! Acabo de levantarme de la cama tras una enfermedad de tres meses, cuyo germen era, según los médicos, una peste reconcentrada y pasada.

- ¡Has tenido la peste! -exclamó el conde con cara de asustado-. ¡Para, Pierrotin!

- Continúa, Pierrotin -repitió Mistigris-. Está diciendo que se trata de una peste pasada -dijo, interpelando al señor de Sérisy-. Es una peste que pasa en la conversación.

- Una peste de esas de las que se dice «¡Peste!» -exclamó el maestro.

- ¡Oh! ¡La peste se lleva a los burgueses! -replicó Mistigris.

- ¡Mistigris! -le reprendió el maestro-. Lo dejo en medio del camino si arma camorra. Así pues -dijo volviéndose hacia Georges-, ¿el señor ha ido a Oriente?

- Sí, señor, primero a Egipto y luego a Grecia, donde serví a Ali, bajá de Janina, con quien tuve una terrible disputa. Son climas que no se resisten. Por eso las emociones de toda la vida que da la vida oriental me han estropeado el hígado.


Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

viernes, 29 de marzo de 2019

Tu boca: LA PIEL DE ZAPA, de Honoré de Balzac

"El Cielo habla por tu linda boca. ¡Déjame besarla y muramos!"

(Fragmento del capítulo III: La agonía)

Y saltando de la cama, con la ligereza de un gato, se mostró radiante bajo la envoltura de las finas batistas y se sentó sobre las rodillas de Rafael.

- ¿De qué abismo hablabas, amor mío? - le preguntó, dejando asomar a su frente una sombra de preocupación.

- ¡De la muerte!

- ¡No me atormentes! Hay ciertas ideas, en las que nosotras, pobres mujeres, no podemos fijarnos, porque nos matan. ¿Es exceso de cariño, o falta de valor? No lo sé. Y no es que me asuste la muerte -añadió riendo-. Morir contigo mañana mismo, con mi boca pegada a tu boca, sería una dicha ¡Me parecería haber vivido más de cien años! ¿Qué importa el número de días, si en una noche, en una hora, hemos agotado toda una vida de aventura y de amor?

- Tienes razón -contestó Rafael-. El Cielo habla por tu linda boca. ¡Déjame besarla y muramos!

- Muramos pues –respondió ella riendo.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

lunes, 10 de diciembre de 2018

Día de los muertos: MAESE CORNELIUS, de Honoré de Balzac

"Las luminarias sobre los altares y todos los candelabros en el coro estaban encendidos."
 
(Párrafo inicial)

En 1479, el día de todos santos, al momento en que esta historia comienza, la misa vespertina finalizaba en la catedral de Tours. El arzobispo, Hélie de Boirdeilles, se ha levantado de su silla para dar la bendición a los fieles. El sermón ha sido largo, la noche ha caído durante el oficio, y reina la más profunda oscuridad en algunas partes de la hermosa iglesia cuyas dos torres se encuentran todavía inacabadas. Un buen número de veladoras arden en honor de los santos, sobre los portacirios triangulares destinados a recibir esas piadosas ofrendas de las que su mérito o significado no han sido nunca suficientemente explicados. Las luminarias sobre los altares y todos los candelabros en el coro estaban encendidos. Distribuidos de manera desigual entre el bosque de arcos y pilares en las tres naves de la catedral, esa masa de brillo apenas iluminaba la inmensa estructura del edificio para proyectar las sombras oscuras de las columnas a través de las galerías, provocando miles de fantasías sobre las tenebras con sus reflejos sobre las capillas laterales, que permanecían oscuras aún a plena luz del día.
 
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

martes, 30 de mayo de 2017

Carnaval: LA PIEL DE ZAPA, de Honoré de Balzac

"A semejanza del Carnaval, en la noche del martes, la saturnal fue enterrada por máscaras fatigadas..."

(Fragmento del capítulo II: La mujer sin corazón)

Apenas formulada la proposición, Taillefer salió a comunicar las órdenes oportunas. Las mujeres se situaron lánguidamente ante los espejos, para reponer el desorden de sus tocados. Todos sacudieron la pereza. Los más viciosos exhortaron a los más comedidos. Las cortesanas se burlaron de los que aparentaban carecer de energías para continuar el rudo jolgorio. En un momento, aquellos espectros se animaron, formaron corrillos, charlaron y bromearon. Unos cuantos camareros hábiles y diligentes, dispusieron rápidamente la mesa y sus accesorios y sirvieron un opíparo almuerzo. Los comensales invadieron atropelladamente el comedor, donde, si todo llevó el sello imborrable de los excesos de la víspera, hubo al menos vestigios de vida y de raciocinio, como en las postreras convulsiones de un moribundo. A semejanza del Carnaval, en la noche del martes, la saturnal fue enterrada por máscaras fatigadas de sus danzas, ebrias de embriaguez, y empañadas en tildar al placer de impotencia, por no confesarse la propia.

 
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).

La ilustración corresponde a Fiesta de disfraces (detalle), de Guillermo Lorca.

jueves, 13 de abril de 2017

Carnaval: ESPLENDORES Y MISERIAS DE LAS CORTESANAS, de Honoré de Balzac

 
(Fragmento)
 
- Voy a abrir por Carnaval -dijo Esther confidencialmente a sus amigas, que lo transmitieron al barón-, y voy a hacerle feliz como un gallo de vitrina.
 
Aquella expresión se hizo proverbial en el mundillo de las cortesanas.
 
El barón se deshacı́a en infinidad de lamentaciones. Al igual que los casados, hacı́a bastante el ridı́culo: empezaba a quejarse delante de sus ı́ntimos, y se traslucı́a su descontento. A pesar de todo, Esther continuaba concienzudamente en su papel de Pompadour del prı́ncipe de la Especulación. Habı́a dado ya dos o tres veladas tan sólo para introducir a Lucien en la casa. Lousteau, Rastignac, Du Tillet, Bixiou, Nathan y el conde de Bramboürg, la flor de los calaveras, fueron los asiduos de la casa. Por último, Esther aceptó como actrices de la comedia que representaba a Tullia, Florentine, Fanny-Beaupré y Florine, dos actrices y dos bailarinas, y, además, a la señora Du Val-Noble. No hay nada tan triste como la casa de una cortesana sin la sal de la rivalidad y sin la diversidad en el vestir y en las fisonomı́as.
 
En seis semanas Esther se convirtió en la más ingeniosa, en la más amena, en la más hermosa y elegante de las mujeres de esa casta de parias que constituyen las entretenidas. Desde su merecido pedestal saboreaba cuantos goces de la vanidad seducen a las mujeres ordinarias, pero a la vez abrigaba un sentimiento secreto de superioridad sobre su casta. Tenı́a en su interior una imagen de sı́ misma que la hacı́a avergonzarse a la vez que la enaltecı́a, puesto que el momento de su abdicación nunca dejaba de estar presente en su conciencia; ası́ pues, vivı́a una especie de doble vida sintiendo lástima por su personaje. Sus sarcasmos reflejaban el profundo desprecio que el ángel de amor encerrado en el alma de la cortesana sentı́a hacia el papel infame y odioso que representaba su cuerpo. Esther, espectadora y actriz, juez y reo a un tiempo, encarnaba la admirable ficción de los cuentos árabes, en los que casi siempre aparece un ser sublime bajo la figura de un ser degradado, y cuyo prototipo se encuentra, con el nombre de Nabucodonosor, en el libro de los libros, en la Biblia. Habiéndose concedido un plazo de vida hasta el dı́a siguiente a la infidelidad, la vı́ctima podı́a divertirse un poco a costa del verdugo. Por otra parte, las informaciones recogidas por Esther sobre los medios solapadamente vergonzosos a los que el barón debía su colosal fortuna, la libraron de todo escrúpulo, y se complació en representar el papel de la diosa Até, la Venganza, de acuerdo con las palabras de Carlos. Se hacı́a unas veces encantadora y otras aborrecible a aquel millonario, que sólo vivı́a para ella. Cuando el barón llegaba a un grado de sufrimiento en que deseaba bandonar a Esther, ésta se lo ganaba de nuevo con una escena de ternura.

 
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850)

martes, 26 de julio de 2016

Canícula: EL LIRIO EN EL VALLE, de Honoré de Balzac


 
(Fragmento)

- Cese, señora -dije a mi vez-, de querer justificar al conde; haré todo cuanto quiera. Me lanzaría al instante al Indre, si pudiese así cambiar el carácter del señor de Mortsauf y darle una vida feliz. Lo único que no puedo rehacer es mi opinión; nada se encuentra más sólidamente tejido en mí. Le daría mi vida, mas no le puedo dar mi conciencia; puedo no escucharla, ¿pero puedo impedirle hablar? Así, pues, en mi opinión, el señor de Mortsauf está…
 
- Lo comprendo -dijo ella, interrumpiéndome con insólita brusquedad-, tiene razón. El conde está nervioso como una coqueta -replicó para suavizar la idea de la locura, suavizando la palabra-, mas no está así sino con grandes intervalos, una vez, a lo más, por año, en la canícula. ¡Cuántos males ha causado la emigración! ¡Cuántas hermosas existencias perdidas! Estoy segura de que él habría sido un gran guerrero, honor de su país.

- Lo sé -le dije, interrumpiéndola a mi vez y haciéndole comprender que era inútil tratar de engañarme.

Ella se detuvo, posó una de sus manos sobre su frente y me dijo:

- ¿Quién lo ha introducido así en mi intimidad? ¿Acaso quiere Dios enviarme un socorro, una viva amistad que me sostenga? -replicó ella, apoyando su mano sobre la mía con fuerza-. Pues usted es bueno, generoso…

Alzó los ojos al cielo, como para invocar un visible testimonio que le confirmase sus secretas esperanzas, y las cifrase en mí. Electrizado por aquella mirada que lanzaba un alma a la mía, cometí, según la jurisprudencia mundana, una falta de tacto; mas ¿no es en ciertas almas huir generosamente ante un peligro, deseando prevenir un choque, temiendo de una desgracia que no llega, y, más frecuentemente aún, no es la brusca interrogación hecha a un corazón, un golpe dado para constatar si resuena al unísono? Muchos pensamientos se alzaron en mí como resplandores, y me aconsejaron lavar la mancha que maculaba mi candor, en el momento en que preveía una completa iniciación.

- Antes de ir más lejos -le dije con una voz alterada por palpitaciones fácilmente oídas en el profundo silencio en que estábamos inmersos-, permitidme purificar un recuerdo del pasado…

- Cállese -me dijo ella vivamente, poniéndome sobre los labios un dedo que retiró en seguida.

Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850)