"... ver reflejados los colores del cielo en pleno invierno sobre el ancho espejo de las aguas del mar..."
(Fragmento del primer capítulo)
El invierno de 1799 a 1800 fue uno de los más crudos en el recuerdo de Europa; el mar de Noruega fue apresado en los fiordos, en los que, habitualmente, la violencia de la resaca impedía que se helara. Un viento, cuyos efectos lo asemejaban al levante español, había barrido el hielo del Stromfiord, empujando las nieves hacia el fondo del golfo. Hacía mucho tiempo que los habitantes de Jarvis no habían podido ver reflejados los colores del cielo, en pleno invierno, sobre el ancho espejo de las aguas del mar; era un curioso espectáculo que muy raramente se daba al pie de aquellas montañas, cuyas formas habían ido siendo niveladas por sucesivas capas de nieve y en las que aristas y precipicios no eran sino simples pliegues al lado de la inmensa túnica que la naturaleza había extendido sobre aquel paisaje, que se nos presentaba entonces resplandeciente y monótono a la vez. Las grandes cascadas formadas por el Sieg, súbitamente heladas, describían una enorme arcada bajo la cual hubieran podido pasar los habitantes, al resguardo de los torbellinos, si alguno de ellos se hubiera atrevido a husmear por las afueras del pueblo. Pero los peligros de la menor salida retenía en su casa a los más intrépidos cazadores, que temían perderse y terminar cayendo en un precipicio o alguna grieta. Nadie animaba, pues, con su presencia, el inmenso desierto blanco donde la única voz que de vez en cuando se oía era la de la brisa del Polo Norte. El cielo, casi siempre grisáceo, daba a los lagos el color del acero.
Honoré de Balzac (Francia, 1799-1850).
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