(Fragmento del capítulo I: La amenaza)
Eran veladas entretenidas que evocaban un tanto las posadas rurales, aunque se desarrollaban detrás de las lámparas de gas de Bloomsbury. Eran veladas entretenidas… hasta la noche del 6 de febrero, en que el presentimiento del terror entró tan súbitamente como una ráfaga al abrir una puerta.
Un viento áspero y cortante soplaba aquella noche -cuenta Mills-, y había una amenaza de nieve en el aire. Además del mismo Mills y Grimaud, sólo se hallaban reunidos en torno de la lumbre Pettis, Mangan y Burnaby. El profesor Grimaud había estado hablando -acentuando sus palabras con marcados ademanes de su cigarro- sobre la leyenda del vampirismo.
- Sinceramente -dijo Pettis-, lo que me admira es su actitud respecto de todo esto. Yo, por mi parte, sólo estudio literatura; historias de fantasmas que jamás ocurrieron. Sin embargo, en cierto modo, creo en los fantasmas. Pero usted es una autoridad en sucesos comprobados, en cosas que nos vemos precisados a llamar hechos, a menos que podamos desmentirlas. Y sin embargo, no cree usted una palabra de lo que ha convertido en la cosa más importante de su vida. Es como si Bradshaw hubiera escrito un tratado para probar que la locomoción por vapor es imposible, o el editor de la Enciclopedia Británica insertado un prefacio explicando que no hay un solo artículo digno de fe en toda la obra.
- Bueno, ¿y por qué no? -dijo Grimaud con aquel áspero y rápido ladrido que le era característico y que, al parecer, emitía sin despegar los labios-. Ve usted la moraleja, ¿verdad?
- ¿«El excesivo estudio lo volvió loco», quizá? -sugirió Burnaby.
Grimaud continuó con la vista clavada en el fuego. Mills dice que parecía más furioso de lo que hubiera justificado la impremeditada broma. Tenía el cigarro exactamente en mitad de la boca, y lo chupaba como hacen los niños con las barritas de menta.
- Yo soy el hombre que sabía demasiado -dijo después de una pausa-. Y no hay constancia de que el sacerdote del templo haya sido siempre un creyente muy devoto. Como quiera que sea, esto se aparta de la cuestión. Lo que me interesa son las causas que se esconden detrás de estas supersticiones. ¿Cómo nació la superstición? ¿Qué es lo que le dio impulso, de modo que los ingenuos pudieran creer en ella? Por ejemplo: hablamos de la leyenda de los vampiros. Ahora es una creencia que prevalece en tierras eslavas. ¿De acuerdo? Alcanzó firme arraigo en Europa cuando, proveniente de Hungría, la barrió como una ráfaga entre 1730 y 1735. Bien, ¿cómo obtuvo Hungría la prueba de que los muertos podían abandonar sus ataúdes y flotar en el aire en forma de briznas de paja o pelusa hasta adoptar la forma humana para el ataque?
John Dickson Carr (Estados Unidos, 1906-1977).
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