Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

domingo, 30 de septiembre de 2018

Otoño: NUDO DE VÍBORAS, de François Mauriac

"Porque nos despertamos en pleno otoño y los racimos, donde mora aún y brilla un poco de lluvia..."

(Fragmento del capítulo dieciocho)

Los olmos de los caminos y los álamos de la llanura dibujaban grandes planos superpuestos, y entre sus líneas sombrías se acumulaba la niebla y el humo de las hierbas quemadas y ese inmenso aliento de la tierra que ha bebido. Porque nos despertamos en pleno otoño y los racimos, donde mora aún y brilla un poco de lluvia, no encontrarán lo que les ha frustrado el agosto lluvioso. Para nosotros tal vez no sea nunca demasiado tarde. Tengo necesidad de repetirme que nunca es demasiado tarde.
 
Al día siguiente de mi vuelta penetré, y no por devoción, en la alcoba de Isa. El no hacer nada, esa disponibilidad total de la que no sé si gozo o sufro en el campo, esto sólo, me incitó a empujar la puerta entreabierta, la primera al lado de la escalera, a la izquierda. No solamente la ventana estaba abierta de par en par, sino también el armario y la cómoda. La servidumbre había abandonado la habitación y el sol devoraba, hasta en los más pequeños rincones, los restos impalpables de un destino acabado. La tarde de septiembre zumbaba de moscas sin sueño. Los tilos, tupidos y redondos, parecían frutos maduros. El cielo, oscuro en el cénit, palidecía sobre las colinas dormidas. Vibró la risa de una joven a quien no veía. Los anchos sombreros contra el sol se movían a ras de las viñas. Había comenzado la vendimia.
 
 
François Mauriac (Francia, 1885-1970). Obtuvo el premio Nobel en 1952.
 
(Traducido del francés por Fernando Gutiérrez).

viernes, 28 de septiembre de 2018

Septiembre: EL PERFUME, de Patrick Süskind

"Las fragancias del jardín le rodearon, claras y bien perfiladas, como las franjas policromas de un arco iris."

(Párrafo del capítulo 35)

Volvió a cerrar los ojos. Las fragancias del jardín le rodearon, claras y bien perfiladas, como las franjas policromas de un arco iris. Y la más valiosa, la que él buscaba, figuraba entre ellas. Grenouille se acaloró de gozo y sintió a la vez el frío del temor. La sangre le subió a la cabeza como a un niño sorprendido en plena travesura, luego le bajó hasta el centro del cuerpo y después le volvió a subir y a bajar de nuevo, sin que él pudiera evitarlo. El ataque del aroma había sido demasiado súbito. Por un momento, durante unos segundos, durante toda una eternidad, según se le antojó a él, el tiempo se dobló o desapareció por completo, porque ya no sabía si ahora era ahora y aquí era aquí, o ahora era entonces y aquí era allí, o sea la Rue des Marais en París, en septiembre de 1753; la fragancia que llegaba desde el jardín era la fragancia de la muchacha pelirroja que había asesinado. El hecho de volver a encontrar esta fragancia en el mundo le hizo derramar lágrimas de beatitud... y la posibilidad de que no fuera cierto le dio un susto de muerte.
 
 
Patrick Süskind (Alemania. 1949).

martes, 25 de septiembre de 2018

Septiembre: RECUERDO DE MARIE A., de Bertolt Brecht


1

En aquel día de luna azul de septiembre
en silencio bajo un joven ciruelo
estreché a mi pálido amor callado
entre mis brazos como un sueño bendito.
Y por encima de nosotros en el hermoso cielo estival
había una nube, que contemplé mucho tiempo;
era muy blanca y tremendamente alta
y cuando volví a mirar hacia arriba, ya no estaba.

2

Desde aquel día muchas, muchas lunas
se han zambullido en silencio y han pasado.
Los ciruelos habrán sido arrancados
y si me preguntas ¿qué fue de aquel amor?
entonces te contesto: no consigo acordarme,
pero aun así, es cierto, sé a qué te refieres.
Aunque su rostro, de verdad, no lo recuerdo,
ahora sé tan sólo que entonces la besé.

3

Y también el beso lo habría olvidado hace tiempo
de no haber estado allí aquella nube;
a ella sí la recuerdo y siempre la recordaré,
era muy blanca y venía de arriba.
Puede que los ciruelos todavía florezcan
y que aquella mujer tenga ya siete hijos,
pero aquella nube floreció sólo algunos minutos
y cuando miré a lo alto se estaba desvaneciendo en el viento.


Bertolt Brecht (Alemania, 1898-1956).

(Traducido al español por Jesús Munárriz y Jenaro Talens).

lunes, 24 de septiembre de 2018

Equinoccio: LA SOLEDAD DEL HALCÓN

"El horizonte se hallaba sumido entre nubarrones que parecían reclamar el fin del verano."

(Fragmento del primer capítulo: Las cabezas de la hidra)

Tuvo que correr hacia el automóvil porque una lluvia aún tímida amenazaba conver- tirse en chubasco. El horizonte se hallaba sumido entre nubarrones que parecían reclamar el fin del verano. Manejó de regreso hasta el hotel y después de cenar se recluyó en su habitación. No estaba de humor para salir a pasear por el pueblo y el clima tampoco invitaba a hacerlo.
 
Magdalena llamaba El Godo a su perro. Lo había dejado en casa de sus padres, en Valle Dorado, cuando se mudó al departamento de Coyoacan que rentaron juntos. Por eso, Emilio había coincidido en raras ocasiones con él y le sorprendió al verse maltratándolo. Se escuchaba un incesante tamborileo mientras lo pateaba sin respiro
hasta el cansancio, el perro abría el hocico y babeaba pero sin emitir un solo aullido de dolor o reclamo. Ante cada nuevo golpe se revolcaba sobre la superficie de una calle rústica, empedrada y polvosa. Desde la esquina asomaba su cara impávida una iguana que atestiguaba la escena. Creyó adivinar cierto rencor en su mirada. Despertó empapado en su propia angustia transpirada. La lluvia se estrellaba furiosa contra los cristales de las ventanas. Eran poco más de las cuatro en la madrugada de ese domingo que recibía al equinoccio de otoño.

Jules Etienne

domingo, 23 de septiembre de 2018

Epigrama: EQUINOCCIO (El mono epigramático)


El brillo del sol se desvanece,

las nubes con lluvia amagan

y el viento las hojas mece,

las voces del verano se apagan.
 
 
Jules Etienne

El mono epigramático

viernes, 21 de septiembre de 2018

Equinoccio: UN DRAMA EN MÉXICO, de Jules Verne

"... del fuerte de San Diego. Este último, provisto de treinta piezas de artillería, dominaba toda la rada..."
 
(Fragmento)

En esta época, Acapulco estaba protegido por tres bastiones que la flanqueaban por la derecha, mientras que la bocana del puerto estaba defendida por una batería de siete cañones que podía, si era preciso, cruzar sus fuegos en ángulo recto con los del fuerte de San Diego. Este último, provisto de treinta piezas de artillería, dominaba toda la rada y podía hundir, con toda certeza, cualquier navío que intentara forzar la entrada del puerto.
 
La ciudad no tenía, pues, nada que temer; no obstante, tres meses después de los acontecimientos arriba descritos, fue sobrecogida por un pánico general.
 
En efecto, se había indicado la presencia de un navío en alta mar. Sumamente inquietos por las intenciones de la embarcación sospechosa, los habitantes de Acapulco se sentían poco seguros. La causa era que la nueva Confederación aún temía, y no sin razón, la vuelta de la dominación española; porque, a pesar de los tratados de comercio firmados con Gran Bretaña y por más que hubiera llegado ya de Londres un embajador que había reconocido a la nueva República, el gobierno mexicano no tenía ni un solo navío que protegiera sus costas.
 
Quien quiera que fuese, el barco no podría pertenecer más que a un osado aventurero, y los vientos del nordeste que tan furiosamente soplan en estos parajes desde el equinoccio de otoño a la primavera, iban a someter a dura prueba sus relingas. Por eso los habitantes de Acapulco no sabían qué pensar, y se preparaban, por si acaso, a rechazar un desembarco extranjero, cuando el tan temido navío ¡desplegó en lo alto del mástil la bandera de la independencia mexicana!
 
Llegado casi al alcance de los cañones del puerto, la Constancia, cuyo nombre se podía distinguir claramente en el espejo de popa, fondeó repentinamente. Se plegaron las velas en las vergas y desabordó una chalupa que poco después atracaba en el muelle.
 
Tan pronto como desembarcó, el teniente Martínez se dirigió a la casa del gobernador y le puso al corriente de las circunstancias que hasta él le traían. Este aprobó la determinación del teniente de dirigirse a México para obtener del general Guadalupe Victoria, presidente de la Confederación, la ratificación del trato. Apenas fue conocida esta noticia en la ciudad, estallaron los transportes de alegría. Toda la población acudió a admirar el primer navío de la marina mexicana, y vio en su posesión, junto con una prueba de la indisciplina española, el medio de oponerse más radicalmente aún a cualquier nueva tentativa de sus antiguos dueños.

 
Jules Verne (Francia, 1828-1905).
 
La ilustración corresponde a la entrada al fuerte de San Diego, en Acapulco.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Equinoccio: CIEN AÑOS DE SOLEDAD, de Gabriel García Márquez

"... un estante donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas..."

(Fragmento del capítulo IV)

La armonía recobrada sólo fue interrumpida por la muerte de Melquíades. Aunque era un acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso se había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y critico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos inútiles que deambulan como sombras por los dormitorios, arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama. Al principio, José Arcadio Buendía lo secundaba en sus tareas, entusiasmado con la novedad de la daguerrotipia y las predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad, porque cada vez se les hacía más difícil la comunicación. Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir a los interlocutores con personas que conoció en épocas remotas de la humanidad, y contestaba a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba tanteando el aire, aunque se movía por entre las cosas con una fluidez inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de orientación fundado en presentimientos inmediatos. Un día olvidó ponerse la dentadura postiza, que dejaba de noche en un vaso de agua junto a la cama, y no se la volvió a poner. Cuando Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín domésticos, con una ventana inundada de luz y un estante donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde habían prendido unas plantitas acuáticas de minúsculas flores amarillas. El nuevo lugar pareció agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos que llevó consigo y que parecían fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al día, aunque en los últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de legumbres. Pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos. La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo de animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción de sus versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en sus bordoneantes monólogos, y le prestó atención. En realidad, lo único que pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el insistente martilleo de la palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von Humboldt. Arcadio se aproximó un poco más a él cuando empezó a ayudar a Aureliano en la platería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de comunicación soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco que ver con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció iluminado por una emoción repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su escritura impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en voz alta parecían encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho tiempo y dijo en castellano: «Cuando me muera, quemen mercurio durante tres días en mi cuarto.» Arcadio se lo cantó a José Arcadio Buendía, y éste trató de obtener una información más explícita, pero sólo consiguió una respuesta: «He alcanzado la inmortalidad.»
 

Gabriel García Márquez (Colombiano fallecido en México, 1927-2014).
Obtuvo el premio Nobel en 1982.

martes, 18 de septiembre de 2018

Equinoccio: CANTO PARA UN EQUINOCCIO, de Saint-John Perse

 
Canto para un equinoccio*
 
La otra tarde tronaba, y sobre la tierra de tumbas yo oía resonar
esa respuesta al hombre, que fue breve, y que no fue sino estrépito.
Amiga, el aguacero del cielo estuvo con nosotros, la noche de Dios fue nuestra intemperie,
y el amor, en todas partes, se remontaba hacia sus fuentes.
Lo sé, lo he visto: la vida se remonta hacia sus fuentes, el relámpago recoge sus utensilios en las canteras abandonadas,
el polen amarillo de los pinos se acumula en las esquinas de las terrazas,
y la semilla de Dios se dirige hacia el mar para unirse a las capas
malvas del plancton.
Dios el disperso nos reúne en la diversidad.
 
*
Señor, Dueño del suelo, mira cómo nieva, cómo el cielo está sin contraste, la tierra libre de toda enjalma:
tierra de Set y de Saúl, de Che Huang-ti y de Keops.
La voz de los hombres está en los hombres, la voz del bronce
en el bronce, y en algún lugar del mundo
donde el cielo quedó sin voz y el siglo no estuvo alerta,
nace en el mundo un niño cuya raza y cuyo rango no conoce ninguno, y el genio llama con golpes seguros en los lóbulos de una frente pura.
Oh Tierra, madre nuestra, no te inquietes por esa ralea: el siglo está dispuesto, el siglo es turbamulta, y la vida sigue su curso.
Se alza en nosotros un canto que no ha conocido su origen y que no tendrá estuario en la muerte.
Equinoccio de una hora entre la Tierra y el hombre.
 
 
* Canto para un equinoccio es el título que el propio autor eligió para su antología poética publicada en 1971. Como ominosa paradoja, falleció el 20 de septiembre de 1975, el día previo al equinoccio.
 
Saint-John Perse: Marie-René-Auguste-Alexis Leger
(Poeta en lengua francesa nacido en la isla de Guadalupe, 1887-1975) Obtuvo el premio Nobel en 1960.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Septiembre: ADIÓS A LAS ARMAS, de Ernest Hemingway

"... las hojas de los árboles comenzaron a cambiar de color y comprendimos que el verano se había terminado."

(Fragmento del capítulo XXI)

En septiembre las noches empezaron a refrescar, luego los días refrescaron también y las hojas de los árboles del parque comenzaron a cambiar de color y comprendimos que el verano se había terminado. En el frente los combates fueron muy mal y no pudieron tomar San Gabriele. La batalla de la meseta de Bainsizza terminó y a mediados de mes la batalla por San Gabriele estaba también a punto de terminar. No pudieron tomarlo. Ettore había vuelto al frente. Los caballos habían sido enviados a Roma y no había más carreras. Crowell también se había ido a Roma, para ser repatriado a los Estados Unidos. En la ciudad hubo dos manifestaciones contra la guerra y en Turín unos tumultos bastante graves. En el club un comandante inglés me dijo que los italianos habían perdido ciento cincuenta mil hombres en la meseta de Bainsizza y en San Gabriele. Y añadió que además habían perdido cuarenta mil en el Carso. Tomamos una copa y charlamos. Me dijo que aquel año ya no habría más combates y que los italianos habían querido tragarse un bocado demasiado grande. Dijo que en Flandes la ofensiva iba por mal camino. Si mataban tantos hombres como en aquel otoño, los aliados estarían fritos dentro de un año. Dijo que todos estábamos fritos, pero que se podía ir tirando mientras no se dieran cuenta. Todos estábamos fritos. El secreto estaba en no admitirlo. El último país en darse cuenta de que estaba frito, ganaría la guerra.
 
Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961).
Obtuvo el premio Nobel en 1954.
 
(Traducido al español por Carlos Pujol).

domingo, 16 de septiembre de 2018

Septiembre: MARIO Y EL MAGO, de Thomas Mann

"... septiembre el mes en que se debe ir a Torre de Venere..."

(Fragmento)

A decir verdad, es septiembre el mes en que se debe ir a Torre de Venere, cuando el balneario se haya librado ya del gran público, o en el mes de mayo, antes de que el mar alcance aquel grado de calor que acabe por decidir a los meridionales a sumergirse en sus aguas.
 
Por lo demás, Torre no aparece tampoco abandonada antes ni después de la temporada; pero, no obstante, es más tranquila y menos «nacional». Bajo los quitasoles de los toldos y en los comedores de las pensiones se oye hablar sobre todo inglés, alemán y francés, mientras en el mes de agosto, el forastero encontrará los hoteles -por lo menos el Grand Hotel en el que habíamos reservado nuestras habitaciones, a falta de otras direcciones más personales- enteramente en manos de la buena sociedad florentina y romana, hasta tal punto que se sentirá aislado y en determinados momentos, le parecerá que no es más que un huésped de segunda categoría.
 
Tal fue la molesta experiencia que hicimos la misma noche de nuestra llegada, al bajar al comedor con la intención de cenar y al indicarnos el jefe de los camareros una mesa. No había nada que reprochar a dicha mesa; pero nos cautivaba la vista de la terraza vecina, cuyos ventanales vidrieros daban sobre el mar; estaba tan animada como la sala, pero no tan llena, y en las mesitas brillaban unas diminutas lámparas con pantalla roja.
 
Los niños se mostraron encantados con aquel esplendor y declaramos a los camareros, simplemente, que preferíamos comer en la terraza; lo que sólo puso de manifiesto nuestra ignorancia, según parecía, pues fuimos informados con una cortesía algo forzada de que aquel puesto íntimo estaba reservado «a nuestros parroquianos», ai nostri clienti.
 

Thomas Mann
(Escritor alemán nacionalizado primero checoslovaco y más tarde estadounidense, 1875-1955).
Obtuvo el premio Nobel en 1929.
 (Traducido del alemán por F. Oliver Brechfeld).
La ilustración corresponde a una antigua postal de Portovenere, Liguria, en Italia.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Septiembre: CUANDO LA VIDA EMPIEZA, de Iván Bunin


"Recuerdo una hermosa tarde del mes de septiembre. Vagabundeaba por la ciudad..."
 
(Fragmento inicial del capítulo VI, segundo libro)
 
Recuerdo una hermosa tarde del mes de septiembre. Vagabundeaba por la ciudad, pues conmigo no se permitían el lujo de obligarme a estudiar tirándome de las orejas como hacían con Glébotchka, quien lo único que ganaba con ello era un aumento de testarudez en su pereza. Mi alma se entristecía pensando en el verano que había pasado tan de prisa y parecía tener que durar eternamente, prometiendo la realización de mil planes maravillosos; mi alma se afligía por no tener nada en común con todos aquellos que pasaban por la calle, con cuantos regateaban en el mercado o hacían de mirones ante los escaparates de las tiendas.
 
Cada cual tenía sus asuntos y sus problemas, y todos ellos llevaban su existencia acostumbrada de adultos, ¡tan diferente a la del colegial solitario y melancólico que todavía no había conseguido identificarse como ellos con aquella clara y apacible tarde, repleta de abundancia otoñal! Únicamente experimentaba, aunque de una manera vaga, la sensación de esa abundancia; la ciudad reventaba de riquezas y de multitudes; era rica, puesto que comerciaba todo el año con Moscú, el Volga, Riga y Reval. En aquel entonces todavía era mayor su opulencia porque el campo vertía en ella, día y noche, todas sus cosechas; desde la mañana a la noche se descargaba el grano por todas partes, y en mercados y plazas se amontonaban los frutos de la tierra.
 
A cada momento se encontraba uno mujiks que caminaban apresuradamente por el centro de la calle, hablando en voz alta como hombres descansados, contentos de haber acabado con todos sus asuntos en la ciudad, de haber vendido y comprado todo lo necesario, habiendo ya echado un trago y, ya de regreso a sus hogares, secándose los labios con el revés de la manga, a guisa de servilleta.
 
También parloteaban con animación, deambulando por las aceras, todos cuantos se habían pasado el día estafando a aquellos mujiks: comerciantes al por mayor, pequeños burgueses curtidos y polvorientos, siempre animosos, que salían de buena mañana de la ciudad al encuentro de los campesinos, disputándoselos entre ellos y llevándoselos seguidamente, cada cual por su lado, a los mercados y tiendas; también ellos descansaban ahora, dirigiéndose hacia los cafetines a tomar el té.
 
 

Iván Bunin (Ruso fallecido en Francia, 1870-1953).
Obtuvo el premio Nobel en 1933.
 
(Traducido al español por Renato Lavergne).

viernes, 14 de septiembre de 2018

Septiembre: TIERRA NUEVA, de Knut Hamsun

"Traía un velo sobre la cara."

(Fragmento inicial del capítulo XXXII)

Había entrado ya septiembre; hacía fresco, el cielo estaba alto y limpio. La ciudad brillaba muy linda, sin polvo y sin suciedad. Las montañas en derredor aún no tenían nieve.
 
En la ciudad iban sucediéndose los acontecimientos; el interés despertado por la muerte de Ole Henriksen no duró mucho; el tiro que sonó en el despacho del comerciante no tuvo gran eco; pronto pasaron días y semanas sobre el suceso, y ya nadie se ocupaba de él. El único que no lo olvidaba era Tidemand.
 
Tidemand tenía mucho quehacer; la primera temporada tuvo que ayudar al padre de Ole: el viejo no quería retirarse; asoció al primer dependiente y persistió, sin dejarse abatir, al frente del negocio.
 
Tidemand desplegaba una incesante actividad. Su centeno comenzaba a desaparecer; iba vendiéndolo cada vez a mejor precio. A medida que se acercaba el invierno subía el centeno, aminorando su pérdida. En los últimos tiempos había tenido que volver a admitir sus antiguos dependientes.
 
Había terminado el trabajo de aquel día. Antes de ponerse a otra cosa encendió un cigarro, y se puso a cavilar. Sería a eso de las cuatro de la tarde. Se estuvo un momento inmóvil en un sillón, y luego se asomó a la ventana y se quedó mirando a la calle.
 
De pronto llamaron a la puerta y entró su mujer. Hanka saludó y preguntó si estorbaba; era sólo un momento…
 
Traía un velo sobre la cara.
 
Tidemand tiró el cigarro. Hacía mucho tiempo que no veía a su mujer, mucho tiempo; una noche en la calle, había creído reconocerla en una señora con el mismo paso majestuoso. La siguió apresuradamente, pero no era ella. No había manera de verla. No se hubiera opuesto nunca, nunca, a que viniese, y ella lo sabía pero no quería venir. Al parecer, les había olvidado definitivamente a él y a sus hijas. Y cuando algunas noches salía de casa, porque se sentía abandonado y solitario, al pasar por delante de la casa de Hanka, veía a veces luz en la ventana, pero a ella nunca. Ni siquiera había tenido la fortuna de ver su sombra en la cortina. ¿Dónde se metía? Le había enviado dos veces dinero para saber de ella.
 
Y de pronto la tenía delante de sí, a dos pasos. Inconscientemente inició el ademán habitual de abrocharse el botón de la americana.
 
 

Knut Hamsun (Noruega, 1859-1952). Obtuvo el premio Nobel en 1920.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Septiembre: EL RUIDO Y LA FURIA, de William Faulkner

"... árboles cuyos propios brotes parecían tristes y porfiados restos de septiembre, como si la primavera hubiese pasado de largo..."

(Fragmento)
 
Una calle se abría en ángulo recto descendiendo hasta convertirse en un camino de tierra. A ambos lados el terreno descendía más abruptamente; una amplia llanura salpicada de pequeñas cabañas cuyos tejados livianos se encontraban al mismo nivel que la carretera. Surgían en pequeñas parcelas resecas cubiertas de objetos rotos, ladrillos, tablones, platos, cosas que alguna vez fueron de utilidad. Lo único que crecía era una maleza exuberante y los árboles eran moreras y algarrobos y plátanos -árboles que compartían la inmunda aridez que rodeaba las casas; árboles cuyos propios brotes parecían tristes y porfiados restos de septiembre, como si la primavera hubiese pasado de largo, dejándolos nutrirse del fecundo e inconfundible olor de los negros entre los que crecían.
 
Desde las puertas los negros les hablaban al pasar, normalmente a Dilsey:
 
«Hermana Gibson. ¿Cómo se encuentra hoy?».
 
«Yo bien. ¿Y usted?».
 
«Yo muy bien, gracias».
 
Surgieron de las cabañas y subieron trabajosamente el umbroso terraplén de la carretera –los hombres graves, vestidos de negro o marrón, mostrando las cadenas de oro de sus relojes y alguno que otro con bastón; los jóvenes con trajes violentamente chillones, azules o a rayas, y sombreros de perdonavidas; las mujeres un poco envaradas, sibilantes, y, vestidos con ropas de segunda mano compradas a los blancos, los niños miraban a Ben con sigilo de animales nocturnos.
 
 
William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1949.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Hermann Hesse: DEMIAN NACIÓ DE UN SUEÑO


Hermann Hesse ya había publicado dos trabajos previos, Bajo la rueda y Peter Camenzind, cuando escribió Demian, considerada de manera unánime el punto de partida que recoge y plantea las preocupaciones existenciales y metafísicas que van a permear la totalidad de su obra. El propio autor admitía que el 12 de septiembre de 1917 tuvo un sueño del cual formaba parte el que sería el protagonista de la novela, misma que da principio con una suerte de epígrafe en primera persona: "Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil?"

Como Demian se originó en un sueño, no es extraño que Hesse le confiera a la actividad onírica la condición de eje sobre el que giran en buena medida las reflexiones de los personajes e incluso el desarrollo mismo de la trama, como se advierte, por ejemplo, en el capítulo 3, El mal ladrón:

Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino que conduce hacia adelante. Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino, sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de todos los sueños.

Los sueños de Emile Sinclair - incluyendo las pesadillas en las que aparece su antagonista, Franz Kromer- abundan, pero destaca este párrafo del capítulo 4, Beatrice:

Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era pequeño. Me parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una especie nueva de imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato pintado, viviendo y hablando, amistoso u hostil, a veces deformado hasta la mueca y otras increíblemente bello, armonioso y noble.

Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí. Me miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre, parecía conocerme como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos inmemoriales. Con el corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y espeso, la boca blanda, casi femenina, la frente firme, extrañamente clara -con aquel color se había secado la pintura- y sentí cada vez más cerca el reconocimiento, el reencuentro, la certeza.

Más adelante Hesse reincide con las obsesiones del protagonista en el capítulo 5, El pájaro rompe el cascarón:

La extraña existencia que yo llevaba, ensimismado como un sonámbulo, empezó a tomar un rumbo distinto. El deseo de vivir floreció en mí, o más bien el deseo de amor; el instinto sexual, que durante un tiempo se había disuelto en la adoración de Beatrice, reclamaba nuevas imágenes y metas. Seguía sin permitirme ninguna satisfacción; y más que nunca me era imposible engañar mi deseo y esperar algo de las muchachas con las que mis amigos buscaban su felicidad. Empecé a soñar otra vez; y más aun durante el día que durante la noche. Imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior, hasta el punto de tener un trato más verdadero y vivo con los sueños, con las imágenes y sombras, que con el mundo verdadero que me rodeaba.

Un sueño determinado, un juego de la fantasía que aparecía una y otra vez, cobró una significación especial. Este sueño, el más importante y perdurable de mi vida, era aproximadamente así: yo regresaba a mi casa sobre el portal relucía el pájaro amarillo sobre fondo azul- y mi madre salía a mi encuentro; pero al entrar y querer abrazarla no era ella sino una persona que yo no había visto nunca, alta y fuerte, parecida a Max Demian y al retrato que yo había dibujado pero algo distinta y, a pesar de su aspecto impresionante, totalmente femenina. Esta figura me atraía hacia sí y me acogía en un abrazo amoroso, profundo y vibrante. El placer y el espanto se mezclaban; el abrazo era culto divino y a la vez crimen. En el ser que me estrechaba anidaban demasiados recuerdos de mi madre, demasiados recuerdos de mi amigo Demian. Su abrazo atentaba contra las leyes del respeto; y, sin embargo, era pura bienaventuranza. Muchas veces me despertaba con un profundo sentimiento de felicidad; otras, con miedo mortal y conciencia atormentada, como si despertara de un terrible pecado.

Este es un diálogo que aparece en el capítulo 6, el cual se titula La lucha de Jacob:


-Muchacho -dijo con vehemencia-, también usted celebra misterios. Sé que tiene usted sueños de los que nada me dice. No los quiero conocer. Pero le digo una cosa: ¡vívalos todos, viva esos sueños, eríjales altares! No es lo perfecto, pero es un camino. Ya se verá si nosotros, usted y yo y algunos más, somos capaces de renovar el mundo. Pero debemos renovarlo en nosotros mismos, día a día; si no, nada valemos. ¡ Piense en ello! Usted tiene dieciocho años, Sinclair, y no corre detrás de las prostitutas; usted debe tener sueños de amor, deseos de amor. Quizá son de tal especie que le asustan. ¡No los tema! ¡Son lo mejor que posee! Créame. Yo he perdido mucho por haber amordazado mis sueños cuando tenía su edad. Eso no debe hacerse. Cuando se conoce a Abraxas, ya no se debe hacer. No hay que temer rada ni creer ilícito nada de lo que nos pide el alma.

-Siempre es difícil nacer. Usted lo sabe; el pájaro tiene que luchar por salir del cascarón. Reflexione otra vez y pregúntese: ¿fue tan difícil el camino? ¿Fue sólo difícil? ¿No fue también hermoso? ¿Hubiera usted conocido uno más hermoso y más fácil?

-Sí, hay que encontrar el sueño de cada uno, entonces el camino se hace fácil. Pero no hay ningún sueño eterno; a cada sueño le sustituye uno nuevo y no se debe intentar retener ninguno.

Para concluir, un sueño que Max Demian le relata a Sinclair a punto de concluir el capítulo 7, Frau Eva:

-¿A mí? Pues claro. Nadie sueña cosas que no se refieren a él. Pero no me atañe a mi solo, tienes razón. Yo distingo bien los sueños que me anuncian movimientos de mi alma y los otros, muy raros, en los que se presagia el destino de toda la humanidad. He tenido pocas veces sueños de éstos, y nunca uno del que pudiera decir que ha sido una profecía y que se haya cumplido. Las interpretaciones son demasiado vagas. Pero de una cosa sí estoy seguro. He soñado algo que no sólo me atañe a mí. Porque es semejante a otros sueños antiguos que he tenido y de los que es continuación. De éstos, Sinclair, brotan los presentimientos, de que ya te he hablado. Que nuestro mundo está corrupto, ya lo sabemos; esto no sería un motivo suficiente para profetizarle su destrucción o algo parecido. Pero desde hace varios años he tenido sueños de los que he sacado la conclusión o el presentimiento -o como quieras llamarlo- que me hacen intuir que se acerca la destrucción de un mundo viejo. Primero fueron atisbos imprecisos y lejanos; pero cada vez se han ido haciendo más concisos y potentes. Aún no sé más que se avecina algo grande y terrible que me concierne. Sinclair, vamos a vivir lo que hemos discutido más de una vez. El mundo quiere renovarse. Huele a muerte. No hay nada nuevo sin la muerte. Es más terrible de lo que yo había pensado.

Con esta última alusión a los sueños, casi al final del relato, se sintetiza la idea de destruir el antiguo orden de las cosas para proceder a construir uno nuevo. El renacimiento al que aspira el protagonista a lo largo de la novela.
 

Jules Etienne
 
La ilustración corresponde a Las puertas de la percepción (The Doors of Perception), de Paulo Ramones.

martes, 11 de septiembre de 2018

Septiembre: BAJO LA RUEDA, de Hermann Hesse

"Sus pensamientos volvieron a los días de septiembre de tres años atrás."

 (Fragmento del capítulo VI)

Pero tan sólo contempló todo aquello sin profundizar en ello, sin que le importara demasiado. Súbitamente le acometió el recuerdo claro y fuerte del tiempo en que sus conejillos correteaban aún entre la hierba del jardín. Sus pensamientos volvieron a los días de septiembre de tres años atrás. Era la víspera de la conmemoración de Sedan.
 
August había ido a verle y le llevó una bandera. Y ambos habían subido al tejado, habían colocado el asta blanca y recta, y en ella izaron la bandera. Aparte de eso, nada más había sucedido, pero bastó para que los dos mantuvieran durante toda la jornada su ilusión de fiesta y su gran alegría. Las banderas ondeaban al viento. Anna hizo un pastel, y al anochecer encendieron en la cumbre vecina el fuego de Sedan. Hans no sabía por qué en aquel instante le acometían los recuerdos de aquella noche, ni tampoco por qué eran tan claros, tan hermosos y le entristecían tanto. No sabía que eran su niñez y sus años de muchacho los que se alzaban nuevamente ante él, ocultos con el ropaje de aquellos recuerdos, para decirle adiós y dejarle el aguijón de una felicidad pasada que nunca más volvería. Tan sólo percibió que aquellos recuerdos no estaban de acuerdo con el pensamiento en Emma y de la noche anterior y de que en su interior se había despertado algo que no era compatible con aquella lejana felicidad. Creyó ver de nuevo los pliegues brillantes de la bandera, escuchar otra vez las risas de su amigo August y oler el aroma del pastel recién hecho, y todo aquello era tan risueño y alegre y al mismo tiempo le parecía ya tan lejano que se apoyó en el tronco del abeto más alto y rompió en un sollozo desesperanzado que por el momento le dio consuelo y le concedió salvación.
 
 
 Hermann Hesse
(Alemán nacionalizado suizo, 1877-1962). Obtuvo el premio Nobel en 1946.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Septiembre: EL PRIMER HOMBRE, de Albert Camus

"La primera lluvia de septiembre, violenta, generosa, inundaba la ciudad."

(Fragmento de la segunda parte: Jueves y vacaciones)

Durante semanas el verano y sus súbditos se arrastraban bajo el cielo pesado, húmedo y tórrido, hasta olvidar incluso el recuerdo de la frescura y el agua del invierno, como si el mundo nunca hubiera conocido ni el viento, ni la nieve, ni el agua ligera, y como si desde la creación hasta ese día de septiembre no hubiera sido más que ese enorme mineral seco y perforado de galerías recalentadas donde se movían lentamente, un poco extraviados, la mirada fija, unos seres cubiertos de polvo y de sudor. Y de pronto el cielo, contraído sobre sí mismo hasta la máxima tensión, se partía en dos. La primera lluvia de septiembre, violenta, generosa, inundaba la ciudad. Todas las calles del barrio empezaban a brillar, así como las hojas barnizadas de los ficus o los rieles del tranvía. Pasando por encima de las colinas que dominaban la ciudad llegaba de los campos lejanos un olor de tierra mojada que traía a los prisioneros del verano un mensaje de espacio y de libertad. Entonces los niños se arrojaban a la calle, corrían bajo la lluvia con sus ropas ligeras y chapaleaban dichosos en el agua que fluía a borbotones por la cuneta, formaban corros en los grandes charcos, cogiéndose de los hombros, las caras llenas de gritos y de risas, recibiendo la lluvia incesante, chapoteando rítmicamente en el agua sucia de la nueva vendimia, más embriagadora que el vino.
 
 
Albert Camus (Francés nacido en Argelia, 1913-1960). Obtuvo el premio Nobel en 1957. 

domingo, 9 de septiembre de 2018

Septiembre: GENTE INDEPEN- DIENTE, de Hálldor Laxness

"... pero el cielo estaba atestado de nubes y gradualmente las gotas se hicieron más grandes y más pesadas..."

(Párrafo inicial del capítulo 11: Noche de Septiembre)

Poco después comenzó a llover, muy inocentemente al principio, pero el cielo estaba atestado de nubes y gradualmente las gotas se hicieron más grandes y más pesadas, hasta que lo que caía era una melancólica lluvia otoñal... una lluvia que parecía llenar el mundo entero con su plúmbeo golpeteo, una lluvia que sugería -en su tristeza- interminables precipitaciones pluviales entre los planetas, lluvia que techaba el cielo de lobreguez y pesaba opresivamente sobre toda la campiña como una enfermedad, fuerte en la potencia de su chata e invariable monotonía, su asfixiante pesadez, su fría e implacable crueldad. Suave, suave, caía sobre toda la región, sobre las aplastadas hierbas de los pantanos, sobre el torturado lago, sobre los llanos color gris-acero, cubiertos de cascajo, sobre la sombría montaña que dominaba el pegujal, borroneando todo el paisaje. Y los golpes pesados, desesperantes, interminables, se insinuaban en cada una de las grietas de la casa, se pegaban a los oídos como algodón y lo abrazaban todo, como una historia carente de romanticismo, sacada de la vida misma, que no tuviese ritmo ni crescendo, ni clímax, pero que, aun así, resultase abrumadora en su alcance, terrorífica en su significado. Y en el fondo de ese no sondeado océano de hirviente lluvia estaba la casita, y su solitaria mujer neurótica.

 
Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1955.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Septiembre: 8 DE SEPTIEMBRE, de Pablo Neruda

"Hoy el mar tempestuoso nos levantó en un beso (...) y, atados, descendimos a sumergirnos sin desenlazarnos."

Hoy, este día fue una copa plena,
hoy, este día fue la inmensa ola,
hoy, fue toda la tierra.

Hoy el mar tempestuoso
nos levantó en un beso
tan alto que temblamos
a la luz de un relámpago
y, atados, descendimos
a sumergirnos sin desenlazarnos.

Hoy nuestros cuerpos se hicieron extensos,
crecieron hasta el límite del mundo
y rodaron fundiéndose
en una sola gota
de cera o meteoro.

Entre tú y yo se abrió una nueva puerta
y alguien, sin rostro aún,
allí nos esperaba.


Pablo Neruda: Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto (Chile, 1904-1973).
Obtuvo el premio Nobel en 1971.