"Una bailarina española voló a mis brazos: «Baila conmigo.» «No puede ser», dije, «voy al infierno...»"
(Fragmento)
(Fragmento)
Así sucedió que a eso de la
una, desengañado y de mal talante, me escabullí hacia atrás al guardarropa, para
ponerme el gabán y marcharme. Era una derrota, un retroceso al lobo
estepario, y no sé si Armanda me lo perdonaría. Pero yo no podía hacer otra cosa. En el penoso
camino a través de las apreturas hasta el guardarropa, había vuelto a mirar con cuidado
a todas partes, por si veía a alguna de las amigas. En vano. Por fin estuve de pie ante
el mostrador, el hombre cortés del otro lado alargaba ya la mano esperando mi
número, yo busqué en el bolsillo del chaleco -¡el número no estaba allí ya!-. Diablo, no
faltaba más que esto. Varias veces, durante mis tristes correrías por los salones, cuando estuve
sentado ante el vino insulso, había metido la mano en el bolsillo, luchando con la
resolución de volver a marcharme, y siempre había notado en su sitio la contraseña
plana y redonda. Y ahora había desaparecido. Todo se me ponía mal.
- ¿Has perdido la
contraseña? -me preguntó con voz chillona un pequeño diablo rojo y amarillo, a mi lado-. Ahí
puedes quedarte con la mía, compañero -y me la alargó efectivamente-. Mientras yo
la tomaba de un modo mecánico y le daba vueltas en los dedos, había desaparecido
el ágil diablejo.
Pero cuando hube levantado
hasta los ojos la redonda moneda de cartón, para ver el número, allí no había
número alguno, sino unos garabatos de letra pequeña. Rogué al hombre del guardarropa que esperara, fui bajo la lámpara
más próxima y leí. Allí decía, en minúsculas letras vacilantes, difíciles de
leer, algo borrosas:
Esta noche, a partir de las
cuatro, Teatro Mágico
-sólo para locos-.
La entrada cuesta la razón.
No para cualquiera. Armanda
está en el infierno.
Como un polichinela cuyo
alambre se le hubiera escapado de las manos por un momento al artista, vuelve
a revivir tras una muerte corta y un estúpido letargo, toma parte de nuevo en el juego,
bailotea y funciona otra vez; así yo también, llevado por el mágico alambre, volví a
correr elástico, joven y afanoso al tumulto, del cual acababa de escaparme cansado, sin gana
y viejo. Jamás ha tenido más prisa un pecador por llegar al infierno. Hace un
instante me habían apretado los zapatos de charol, me había repugnado el aire perfumado
y denso, me había aplanado el calor; ahora corría de prisa sobre mis pies alados, en
el compás de onestep, por todos los salones, camino del infierno; sentía el aire
lleno de encanto, fui mecido y llevado por el calor, por toda la música zumbona, por el
vértigo de colores, por el perfume de los hombros de las mujeres, por la embriaguez
de cientos de personas, por la risa, por el compás del baile, por el brillo de todos los
ojos inflamados. Una bailarina española voló a mis brazos: «Baila conmigo.» «No puede
ser», dije, «voy al infierno. Pero un beso de tu boca me lo llevo con gusto». La boca roja
bajo el antifaz vino a mi encuentro, y sólo entonces, en el beso, reconocí a María. La
apreté en mis brazos, como una fragante rosa de verano florecía su boca plena. Y
luego bailamos, claro está, con los labios todavía juntos, y pasamos bailando cerca de
Pablo, éste pendía enamorado de su tubo acústico que aullaba tiernamente;
absorta y radiante, nos acogió su hermosa mirada primitiva. Pero antes
de que hubiésemos dado veinte pasos de baile, se interrumpió la música, con disgusto
solté a María de mis manos.
- Me hubiese gustado bailar
contigo otra vez -dije, embriagado por su calor-; sigue conmigo unos pasos, María;
estoy enamorado de tu hermoso brazo; ¡déjamelo todavía un momento! Pero, mira,
Armanda me ha llamado. Está en el infierno.
- Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndote.
Se despidió. Era despedida, era otoño, era el destino que exhala el perfume de la rosa de verano tan plena y fragante.
- Me lo figuré. Adiós, Harry; yo sigo queriéndote.
Se despidió. Era despedida, era otoño, era el destino que exhala el perfume de la rosa de verano tan plena y fragante.
Herman Hesse (Alemán nacionalizado suizo, 1877-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1946.
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