"Tu boca, donde suspira la sombra interior habitada por los sueños..."
Yo
andaba solo y callado
Porque tú te hallabas lejos;
Y aquella noche
Te estaba escribiendo,
Cuando por la casa desolada
Arrastró el horror su trapo siniestro.
Brotó la idea, ciertamente,
De los sombríos objetos;
El piano,
El tintero,
La borra de café en la taza,
Y mi traje negro.
Sutil como las alas del perfume
Vino tu recuerdo.
Tus ojos de joven cordial y triste,
Tus cabellos,
Como un largo y suave pájaro
De silencio.
(Los cabellos que resisten a la muerte
Con la vida de la seda, en tanto misterio.)
Tu boca, donde suspira
La sombra interior habitada por los sueños,
Tu garganta,
Donde veo
Palpitar como un sollozo de sangre,
La lenta vida en que te meces durmiendo.
Un vientecillo desolado,
Más que soplar, tiritaba en soplo ligero,
Y entretanto,
El silencio,
Como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la inmensidad,
Inmemorial y eterno.
Adivinábase afuera
Un cielo
Peor que oscuro:
Un angustioso cielo ceniciento.
Y de pronto, desde la puerta cerrada
Me dio en la nuca un soplo trémulo
Y conocí que era la cosa mala
De las casas solas, y miré el blanco techo,
Diciéndome: "Es una absurda
Superstición, ridículo miedo."
Y miré la pared impávida,
Y noté que afuera había parado el viento.
Oh, aquel desamparo exterior y enorme
Del silencio.
Aquel egoísmo de las puertas cerradas.
Que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
A mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
De que no había nadie; pero nunca,
Oh, nunca habría mirado de miedo.
Del miedo horroroso
De quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
Pululación de escalofrío eléctrico,
Erizándose en mi cabeza
Los cabellos.
Uno a uno los sentía,
Y aquella vida extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis manos
Sobre la mesa, qué extraordinarios miembros
Mis manos tan pálidas,
Manos de muerto.
Y noté que no sentía
Mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
Con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
Con un grito interno,
Con una voz extraña
Que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel grito
Sentí que mi corazón muy adentro,
Como un racimo de lágrimas,
Se deshacía en un llanto benéfico.
Y que era el dolor de tu ausencia
Lo que había soñado despierto.
Porque tú te hallabas lejos;
Y aquella noche
Te estaba escribiendo,
Cuando por la casa desolada
Arrastró el horror su trapo siniestro.
Brotó la idea, ciertamente,
De los sombríos objetos;
El piano,
El tintero,
La borra de café en la taza,
Y mi traje negro.
Sutil como las alas del perfume
Vino tu recuerdo.
Tus ojos de joven cordial y triste,
Tus cabellos,
Como un largo y suave pájaro
De silencio.
(Los cabellos que resisten a la muerte
Con la vida de la seda, en tanto misterio.)
Tu boca, donde suspira
La sombra interior habitada por los sueños,
Tu garganta,
Donde veo
Palpitar como un sollozo de sangre,
La lenta vida en que te meces durmiendo.
Un vientecillo desolado,
Más que soplar, tiritaba en soplo ligero,
Y entretanto,
El silencio,
Como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la inmensidad,
Inmemorial y eterno.
Adivinábase afuera
Un cielo
Peor que oscuro:
Un angustioso cielo ceniciento.
Y de pronto, desde la puerta cerrada
Me dio en la nuca un soplo trémulo
Y conocí que era la cosa mala
De las casas solas, y miré el blanco techo,
Diciéndome: "Es una absurda
Superstición, ridículo miedo."
Y miré la pared impávida,
Y noté que afuera había parado el viento.
Oh, aquel desamparo exterior y enorme
Del silencio.
Aquel egoísmo de las puertas cerradas.
Que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
A mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
De que no había nadie; pero nunca,
Oh, nunca habría mirado de miedo.
Del miedo horroroso
De quedarme muerto.
Poco a poco, en vegetante
Pululación de escalofrío eléctrico,
Erizándose en mi cabeza
Los cabellos.
Uno a uno los sentía,
Y aquella vida extraña era otro tormento.
Y contemplaba mis manos
Sobre la mesa, qué extraordinarios miembros
Mis manos tan pálidas,
Manos de muerto.
Y noté que no sentía
Mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
Con la horrible certidumbre de estar despierto.
Y grité tu nombre
Con un grito interno,
Con una voz extraña
Que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel grito
Sentí que mi corazón muy adentro,
Como un racimo de lágrimas,
Se deshacía en un llanto benéfico.
Y que era el dolor de tu ausencia
Lo que había soñado despierto.
Leopoldo Lugones (Argentina, 1874-1938).
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