Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

martes, 12 de junio de 2012

Decálogo de Ray Bradbury para los jóvenes escritores

 
No deja de ser paradójico el hecho de que Ray Bradbury, quien nunca tuvo educación universitaria, fuese invitado con frecuencia a compartir sus conocimientos sobre literatura con los estudiantes en diferentes universidades. El alguna ocasión, siendo ya octogenario en el año 2001, acudió a una institución académica de California, y de dicha plática, Colin Marshall extrajo una lista de consejos que me he permitido modificar para redondearlos en diez:

Nunca se debe empezar escribiendo novelas. Toman demasiado tiempo. Empieza escribiendo cuentos, al menos uno por semana. Dedica un año llevando a cabo esta práctica. Bradbury asegura que simplemente no es posible escribir 52 malas historias al hilo. Esperó hasta cumplir los 30 años para escribir su primera novela, Fahrenheit 451:Y valió la pena esperar”.
 
Es posible admirar algunos escritores pero hay que estar consciente de que no se les va a sustituir. Se debe tener eso en mente cuando, de manera inevitable, se imite a los escritores favoritos, así como él imitó a H.G. Wells, Jules Verne, Arthur Conan Doyle y L. Frank Baum, cuando apenas comenzaba a escribir.
 
Examina siempre la calidad de los cuentos. Bradbury sugiere Roald Dahl, Guy de Maupassant y los menos conocidos Nigel Kneale y John Collier. Nada en el New Yorker de hoy le satisface, pues considera que esas historias “carecen de metáfora”.
 
La lectura es una fuente inagotable para la creatividad. Para poder crear metáforas, Bradbury sugería una serie de lecturas nocturnas: un cuento, un poema, un ensayo cada noche; pero los poetas clásicos como Pope, Shakespeare o Frost, la poesía moderna es "basura, ni siquiera es poesía". Los ensayos pueden ser sobre una gran diversidad de campos, como los de Aldous Huxley y George Bernard Shaw, quien siempre tenía una opinión sobre todos los temas posibles, en particular sus debates con G. K. Chesterton. Al final de mil noches de lectura estarás lleno de ideas y metáforas. 
 
Deshazte de los amigos que no creen en ti. ¿Se burlan de tus ambiciones de escritor? La sugerencia es que cortes a esos amigos de inmediato. Cuando era joven y trataba de labrarse una carrera como escritor, un conocido al encontrarlo le dijo que no lo parecía, a lo que él le respondió: "pero yo me siento un escritor".
 
Vive en la biblioteca. No vivas en la “maldita computadora” navegando por internet. Bradbury no fue a la universidad, pero sus insaciables hábitos de lectura le permitieron “graduarse de la biblioteca” a los 28.
 
Enamórate del cine. De preferencia el clásico.
 
Escribe con alegría y no lo hagas para ganar dinero. “Escribir no es un negocio serio, es una celebración”. Si una historia comienza a sentirse como un trabajo, deséchala y comienza una nueva. “Quiero que envidien mi alegría”. La esposa de Bradbury “hizo un voto de pobreza” para casarse con él, porque sabía que quería ser escritor.
 
Elabora una lista con diez cosas que amas y diez cosas que odias. Luego escribe sobre las primeras y “mata” las segundas -también escribiendo sobre ellas-. Haz lo mismo con tus miedos.
 
Escribe cualquier cosa vieja que recuerdes. Bradbury recomienda la “asociación de palabras” para romper cualquier bloqueo creativo, pues “no sabes lo que hay en ti hasta que lo intentas”.
 
 
Jules Etienne
 
La ilustración corresponde a una antigua fotografía de Ray Bradbury escribiendo en su estudio.

lunes, 11 de junio de 2012

Páginas ajenas: EL HOMBRE DEL COHETE, de Ray Bradbury

"... las mariposas que habíamos cazado en los húmedos bosques del verde y cálido México..."

(Fragmento sobre el viaje a México)

A la mañana siguiente papá entró en casa corriendo con un puñado de billetes. Billetes rosados para California, billetes azules para México.

-¡Vamos! -nos dijo-. Compraremos esas ropas baratas y una vez usadas las quemaremos. Miren, tomaremos el cohete del mediodía para Los Ángeles, el helicóptero de las dos para Santa Bárbara, y el aeroplano de las nueve para Ensenada, ¡y pasaremos allí la noche!

Y fuimos a California, y paseamos a lo largo de la costa del Pacífico un día y medio, y nos instalamos al fin en las arenas de Malibú para comer crustáceo de noche. Papá se pasaba el tiempo escuchando o canturreando u observando todas las cosas, atándose a ellas como si el mundo fuese una máquina centrífuga que pudiera arrojarlo, en cualquier momento, muy lejos de nosotros.

La última tarde en Malibú, mamá estaba arriba en el hotel y papá estaba a mi lado acostado en la arena, bajo la cálida luz del sol.

- Ah -suspiró papá-. Así es. -Tenía los ojos cerrados. Estaba de espaldas, absorbiendo el sol-. Allá falta esto -añadió.

Quería decir «en el cohete», naturalmente. Pero nunca decía «el cohete», ni nunca mencionaba esas cosas que no había en un cohete. En un cohete no había viento de mar, ni cielo azul, ni sol amarillo, ni la comida de mamá. En un cohete uno no puede hablar con su muchacho de catorce años.

- Bueno, oigamos esa historia -me dijo al fin.

Y yo supe que ahora íbamos a hablar, como otras veces, durante tres horas. Durante toda la tarde íbamos a conversar, bajo el sol perezoso, de mi colegio, mis clases, la altura de mis saltos, mis habilidades de nadador.

Papá asentía de cuando en cuando con un movimiento de cabeza, y sonreía y me golpeaba el pecho, aprobándome. Hablábamos. No hablábamos de los cohetes y el espacio, pero hablábamos de México, a donde habíamos ido una vez en un viejo automóvil, y de las mariposas que habíamos cazado en los húmedos bosques del verde y cálido México, un mediodía. Nuestro radiador había aspirado un centenar de mariposas, y allí habían muerto, agitando las alas, rojas y azules, estremeciéndose, hermosas y tristes. Hablábamos de esas cosas, pero no de lo que yo quería. Y papá me escuchaba. Sí, me escuchaba, como si quisiera llenarse con todos los sonidos. Escuchaba el viento, y el romper de las olas, y mi voz, con una atención apasionada y constante, una concentración que excluía, casi, los cuerpos, y recogía sólo los sonidos. Cerraba los ojos para escuchar. Recuerdo cómo escuchaba el ruido de la cortadora de césped, mientras hacía a mano ese trabajo, en vez de usar el aparato de control remoto, y cómo aspiraba el olor del césped recién cortado mientras las hierbas saltaban ante él, y detrás de la máquina, como una fuente verde.

- Doug -me dijo a eso de las cinco de la tarde, mientras recogíamos las toallas y echábamos a caminar por la playa, hacia el hotel, cerca del agua-. Quiero que me prometas algo.

- ¿Qué, papá?

-Nunca seas un hombre del espacio.

Me detuve.

- Lo digo de veras -me dijo-. Porque cuando estás allá deseas estar aquí, y cuando estás aquí deseas estar allá. No te metas en eso. No dejes que eso te domine.

-Pero...

-No sabes cómo es. Cuando estoy allá afuera pienso: «Si vuelvo a Tierra me quedaré allí. No volveré a salir. Nunca.» Pero salgo otra vez, y creo que nunca dejaré de hacerlo.


Ray Bradbury (Estados Unidos, 1920-2012) 

sábado, 9 de junio de 2012

Páginas ajenas: LA COSTA, de Ray Bradbury


Marte era una costa distante y los hombres cayeron en olas sobre ella. Cada ola era distinta y cada ola más fuerte. La primera ola trajo consigo a hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad; cazadores de lobos y pastores de ganado, flacos, con rostros descarnados por los años, ojos como cabezas de clavos y manos codiciosas y ásperas como guantes viejos. Marte no pudo contra ellos, pues venían de llanuras y praderas tan inmensas como los campos marcianos. Llegaron, poblaron el desierto y animaron a los que querían seguirlos. Pusieron cristales en los marcos vacíos de las ventanas, y luces detrás de los cristales.
 
Esos fueron los primeros hombres.
 
Nadie ignoraba quiénes serían las primeras mujeres.
 
Los segundos hombres debieran de haber salido de otros países, con otros idiomas y otras ideas. Pero los cohetes eran norteamericanos y los hombres eran norteamericanos y siguieron siéndolo, mientras Europa, Asia, Sudamérica y Australia contemplaban aquellos fuegos de artificio que los dejaban atrás. Casi todos los países estaban hundidos en la guerra o en la idea de la guerra.
 
Los segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos, y después de toda una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al silencio.
 
Y entre estos segundos hombres había algunos que tenían un brillo raro en los ojos y parecían encaminarse hacia Dios…
 
 
Ray Bradbury (Estados Unidos, 1920-2012)

jueves, 7 de junio de 2012

Páginas ajenas: EL LAGO, de Ray Bradbury


La ola me encerró apartándome del mundo, de los pájaros del cielo, los niños en la arena, mi madre en la playa. Hubo un momento de silencio verde. Luego la ola me devolvió al cielo, a la arena, a los niños que gritaban. Salí del lago y el mundo me esperaba aún, y apenas se había movido entretanto.

Corrí playa arriba.

Mamá me frotó con un toallón.

-Quédate ahí hasta que te seques -dijo.

Me quedé allí, aguardando a que el sol me quitara los abalorios de agua de los brazos. Los reemplacé con carne de gallina.

-Caramba, sopla el viento -dijo mamá. Ponte el suéter.

-Espera, que me estoy mirando la carne de gallina -dije.

-Harold –dijo mamá.

Me puse el suéter y observé las olas que subían y caían en la playa. Pero no torpemente. Muy a propósito, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un borracho se hubiese derrumbado con la elegancia de esas olas.

Era septiembre. Los últimos días, cuando todo empieza a ponerse triste, sin ninguna razón. Sólo había seis personas en la playa, que parecía tan larga y desierta. Los niños dejaron de jugar a la pelota, pues el viento, por algún motivo, los entristecía también, silbando de ese modo, y los niños se sentaron y sintieron que el otoño venía por la costa interminable.

Los kioscos de salchichas habían sido tapados con tablas doradas, guardando así los olores de mostaza, cebolla y carne del prolongado y alegre verano. Era como haber encerrado el verano en una serie de ataúdes. Una a una se golpearon ruidosamente las puertas, y el viento vino y tocó la arena llevándose el millón de huellas de pisadas de julio y agosto. De este modo, ahora, en septiembre, sólo quedaban las marcas de mis zapatillas de tenis, y los pies de Donald y Delaus Arnold, allá, junto al agua.

La arena volaba en cortinas sobre los senderos de piedra, y una lona ocultaba el tiovivo, y todos los caballos se habían quedado saltando en el aire, sostenidos por las barras de bronce, mostrando los dientes, galopando. No había ahora otra música que el viento, escurriéndose entre las lonas.

Yo estaba allí. Todos los otros estaban en la escuela. Yo no. Mañana yo estaría en camino hacia el Oeste, cruzando en tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos venido a la playa a pasar un último y breve momento.

Había algo raro en aquella soledad y tuve ganas de alejarme, solo.

-Mamá, quiero correr un poco por la playa -dije.

-Muy bien, pero no te entretengas, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giró a mis pies, y el viento me alzó. Ustedes saben cómo es, correr, con los brazos extendidos de modo que uno siente los dedos como velas al viento, como alas.

Mamá, sentada, se empequeñecía a lo lejos. Pronto fue sólo una mota parda, y yo estuve solo.

Un niño de doce no está solo a menudo. Tiene casi siempre gente al lado. No se siente solo dentro de sí mismo. Hay tanta gente alrededor, aconsejando, explicando, y un niño tiene que correr por una playa, aunque sea una playa imaginaria, para sentirse en su mundo propio.

De modo que ahora yo estaba solo de veras.

Me acerqué al agua y dejé que me enfriara el vientre. Antes, siempre había una multitud en la playa, yo no me había atrevido a mirar, a venir aquí y buscar en el agua y decir cierto nombre. Pero ahora…

El agua era como un mago. Lo aserraba a uno en dos. Parecía que uno estuviera cortado en dos partes, y la parte de abajo, azúcar, se fundiera, se disolviera. El agua fresca, y de cuando en cuando una ola que cae elegantemente, con un floreo de encaje.

Dije el nombre. Llamé doce veces.

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Cuando es joven y llama así, uno espera realmente una respuesta. Uno piensa cualquier cosa y siente entonces que puede ser real. Y a veces, quizá, uno se equivoca de veras.

Pensé en Tally, que nadaba alejándose en el agua, en el último mes de mayo, las trenzas como estelas, rubias. Se iba riendo, y el sol le iluminaba los hombros menudos de doce años. Pensé en el agua que se aquietó de pronto, en el bañero que se zambullía, en el grito de la madre de Tally, y en Tally que nunca salió…

El bañero trató de sacarla, de convencerla, pero Tally no vino. El bañero regresó con unos trozos de algas en los dedos de nudillos gruesos, y nada más. Tally se había ido y ya no se sentaría cerca de mí en la escuela, nunca más, ni correría detrás de la pelota en las calles de ladrillos. las noches de verano. Se había ido demasiado lejos, y el lago no permitiría que volviese.

Y ahora en el otoño solitario, cuando el cielo era inmenso y el agua era inmensa y la playa tan larga, yo habla ido allí por última vez, solo.

La llamé otra vez y otra vez. ¡Tally, oh, Tally!


El viento me sopló dulcemente en las orejas, como sopla el viento en las bocas de los caracoles, que murmuran. El agua se alzó, me abrazó el pecho, luego las rodillas, subiendo y bajando, así y de otro modo, succionando bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Vuelve, Tally!

Yo sólo tenía doce años. Pero sabía cuánto la había querido. Era ese amor que llega cuando el cuerpo y la moral no significan nada todavía. Ese amor que se parece al viento y al mar y a la arena, acostados y juntos para siempre. La materia de ese amor era los días largos y cálidos en la playa, y el zumbido tranquilo de los días monótonos en la escuela. Todos los largos días del último otoño cuando yo le había llevado los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

La llamé por última vez. Me estremecí. Sentí el agua en la cara y no supe cómo era posible.

El agua no me había salpicado tan arriba.

Volviéndome, retrocedí a la arena y me quedé allí media hora, esperando una sombra, un signo, algo de Tally que me ayudara a recordar.

Luego, de rodillas, hice un castillo de arena, delicado, construyéndolo como Tally y yo lo habíamos construido tantas veces, pero esta vez construí sólo la mitad. Luego me puse de pie.

-Tally, si me oyes, ven y construye el resto.

Me alejé hacia el lunar lejano que era mamá. El agua subió, invadió en círculos el castillo, y lo devolvió poco a poco a la lisura original.

Silenciosamente, caminé por la costa.

Lejos, el tintineo de un tiovivo; pero era sólo el viento.

Al día siguiente me fuí en tren.

Un tren tiene mala memoria. Pronto deja todo atrás. Olvida los maizales de Illinois, los ríos de la infancia, los puentes, los lagos, los valles, las casas, las penas y las alegrías. Las echa atrás y pronto quedan del otro lado del horizonte.

Alargué mis huesos, les puse carne, cambié mi mente joven por otra más vieja, tiré ropas que ya no me servían, pasé del colegio primario al bachillerato, y de ahí a la universidad. Y luego encontré a una joven en Sacramento. La traté un tiempo y nos casamos. Cuando cumplí veintidós años ya casi no recordaba cómo era el Oeste.

Margaret sugirió que pasáramos nuestra luna de miel postergada.

Como la memoria, el tren va y viene. Un tren puede devolvernos rápidamente a todo lo que dejamos atrás hace muchos años.

Lago Bluff, diez mil habitantes, subió en el cielo. Margaret estaba tan bonita con sus elegantes ropas nuevas. No sentía cómo el mundo viejo iba incorporándome a su vida, y Margaret me miraba. Me tomó del brazo cuando el tren se deslizó entrando en Bluff, y un hombre nos escoltó cargando el equipaje.

Tantos años, y las metamorfosis de las caras y los cuerpos. Caminábamos por el pueblo y yo no reconocía a nadie. Había casas con ecos. Ecos de correrías por los senderos de las cañadas. Rostros donde se oían aún unas risas entre dientes: las vacaciones y las hamacas de cadenas, y las subidas y bajadas en los columpios. Pero yo no hacía preguntas y miraba a un lado y a otro y acumulaba recuerdos, como apilando hojas para la hoguera del otoño.

Nos quedamos allí dos semanas, visitando juntos todos los sitios. Fueron días felices. Yo pensaba que estaba enamorado de Margaret. Lo pensaba por lo menos.

En uno de los últimos días paseamos por la costa. El año no estaba tan adelantado como aquel día, hacía tanto tiempo, pero en la playa se veían ya los primeros signos de la deserción próxima. La gente escaseaba; algunos kioscos estaban cerrados y claveteados, y el viento, como siempre, esperaba allí para cantarnos.

Casi vi a mamá sentada en la arena como antes. Sentí otra vez aquellas ganas de estar solo. Pero no me atreví a hablarle de eso a Margaret. Callé y esperé.

Cayó el día. La mayoría de los niños se había retirado ya, y sólo quedaban unos pocos hombres y mujeres que tomaban sol, al viento.

El bote del bañero se acercó a la costa. El hombre salió a la orilla, lentamente, con algo en los brazos.

Me quedé quieto. Contuve el aliento y me sentí pequeño, con sólo doce años de edad, minúsculo, infinitesimal, y asustado. El viento aullaba. No podía ver a Margaret. Sólo veía la playa, y al bañero que venía lentamente con un bulto gris no muy pesado en las manos, y la cara casi tan arrugada y gris.

No sé por qué lo dije:

-Quédate aquí, Margaret.

-¿Pero por qué?

-Quédate aquí, eso es todo.

Fui lentamente por la arena, playa abajo, hacia donde estaba el bañero. El hombre me miró.

-¿Qué es? -pregunté.

El hombre siguió mirándome largo rato. No podía hablar. Puso el saco gris en la arena, y el agua murmuró alrededor subiendo y bajando.

-¿Qué es? -insistí.

-Extraño -dijo el bañero, en voz baja.

Esperé.

-Extraño -dijo otra vez, dulcemente-. Nunca ví nada más extraño. Está muerta desde hace mucho tiempo.

Repetí las palabras del hombre.

El hombre asintió.

-Diez años, diría yo. Este año no se ahogó ningún niño. Se ahogaron aquí doce niños desde 1933, pero los encontramos a todos a las pocas horas. A todos excepto a uno, recuerdo. Este cuerpo… bueno, debió de haber estado diez años en el agua. No es… agradable.

Clavé los ojos en el saco gris.

-Ábralo –dije.

No sé por qué lo dije. El viento gritaba más.

El hombre tocó el saco aquí y allá.

-¡De prisa, hombre, ábralo! –grité.

-Será mejor que no –dijo él. Luego quizá me vio la cara-. Era una niña tan pequeña…

Abrió sólo una parte. Fue suficiente.

La playa estaba desierta. Sólo había el cielo y el viento y el agua y el otoño que se acercaba solitario. Bajé la cabeza y miré.

Dije algo, una vez y otra. Un nombre. El bañero miraba.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Playa abajo, allá, en los bajíos. Ha pasado mucho, mucho tiempo, ¿no?

Sacudí la cabeza.

-Sí, sí. Oh Dios, sí, sí.

Pensé: la gente crece. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Es pequeña todavía. Es joven todavía. La muerte no permite crecimientos o cambios. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la querré siempre, oh Dios, la querré siempre.

El bañero cerró otra vez el saco.

Un momento después eché a caminar por la playa, solo. Me detuve, miré algo. Aquí es donde la encontró el bañero, me dije.

Aquí, a orillas del agua, se alzaba un castillo de arena, la mitad de un castillo. Tally una mitad, y yo la otra.

Lo miré. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las huellas de los pies menudos, que venían del lago y volvían al lago, y no regresaban.

Entonces entendí.

-Te ayudaré a terminarlo –dije.

Lo hice. Construí el resto muy lentamente, luego me incorporé y me alejé sin volver la cabeza, para no ver cómo las olas lo deshacían, como se deshacen todas las cosas.

Caminé por la playa hasta el sitio donde una mujer extraña, llamada Margaret, me esperaba sonriendo…


Ray Bradbury (EUA, 1920-2012)

(Traducido del inglés por Francisco Abelenda)

miércoles, 6 de junio de 2012

Ray Bradbury, el amor por los libros

 
Ray Bradbury se definía a sí mismo como un perseguidor de ideas, y al contrario de lo que se podría suponer por el éxito comercial de su obra, era un hombre espiritual. Reunió once ensayos breves con algunas de sus reflexiones respecto al oficio de escritor, que se agruparon bajo el título de Zen en el arte de escribir: Solamente puedo sugerir que a veces nos inventamos un trabajo, una actividad falsa, para no aburrirnos. O peor aún, se nos ocurre trabajar por dinero. El dinero se vuelve el objetivo, la meta, el fin y el todo. Y el trabajo, importante sólo como medio para ese fin, degenera en aburrimiento. ¿Cómo puede sorprendernos que lo odiemos tanto? Y añade: Es mentiroso escribir para que el mercado comercial nos recompense con dinero. Es mentiroso escribir para que un grupo esnob y cuasi-literario de las gacetas literarias nos recompense con fama. Después establece una analogía para meditarla:

El artista no tiene que pensar en los premios de la crítica ni en el dinero que obtendrá pintando. Tiene que pensar en la belleza de este pincel  preparado a fluir si él lo suelta.
El cirujano no ha de pensar en los honorarios, sino en la vida que palpita bajo sus dedos.
El atleta debe ignorar a la multitud y dejar que su cuerpo corra por él.
El escritor debe dejar que sus dedos desplieguen las historias de los personajes, que, siendo humanos y llenos como están de sueños y obsesiones extrañas, no sienten más que alegría cuando echan a correr.

Por último, rescato una de sus frases más contundentes: Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

Su amor por los libros quedó plasmado en la novela Fahrenheit 451, que sería adaptada al cine por Francois Truffaut en 1966. Esta novela, cuyo título original era El bombero, la escribió en nueve días en una máquina de escribir alquilada por veinte centavos la hora en el sótano de una biblioteca. Especulaba sobre una sociedad del futuro en la que los libros estarían prohibidos y cuando se descubriera que alguien poseía algunos ejemplares, los bomberos tendrían a su cargo la tarea de quemarlos. De manera que la única forma de conservarlos sería en la propia memoria humana. La obra coincidió con la etapa de censura y represión que se vivía en los Estados Unidos durante la llamada "cacería de brujas" que emprendió el senador McCarthy. Ninguna editorial estuvo dispuesta a correr el riesgo con una historia de esa naturaleza, hasta que el legendario coleccionista de conejitas, Hugh Heffner, la publicó dividida en tres entregas en los números de marzo, abril y mayo de 1954, de su revista para caballeros Playboy.

El hombre que imaginaba el futuro con la libertad creativa de la ciencia ficción, nunca pudo aprender a escribir con una computadora. Siguió haciéndolo en máquinas de escribir hasta que una de sus hijas se dio a la tarea de capturar sus dictados -como acotación al margen diré que William Gibson, quien por cierto vive aquí en Vancouver, autor de Neuromante, en donde acuñó el término ciberespacio, escribió su novela futurista en una antigua máquina de escribir-.

En lo personal, le guardo un cariño muy particular a su relato El lago, ya que durante mi época de estudiante universitario, a mediados de la década de los setenta, lo adapté como parte de mis tareas en una de las materias relacionadas con el cine que, recuerdo, impartía el escritor Gustavo Sáinz, para filmar un cortometraje que se llamaría Surya.

Bradbury, quien aconsejaba leer mucho, todos los días y no sólo narrativa sino también poesía, aseguraba que "sólo hay dos cosas con las que uno se puede acostar: una persona y un libro."


Jules Etienne 

sábado, 2 de junio de 2012

Abejas: DECIR ADIÓS ES MORIR UN POCO (páginas 103 y 104)

"Cuando uno de ellos por fin alcanza a la abeja reina, ésta le arranca los órganos sexuales sin miramiento alguno."
 
Conforme una relación se torna obligatoria, adquiere visos de rutina para perder su original vocación erótica y sobreviene, sin paliativos, la infidelidad. Los cisnes son fieles porque desconocen otra condición. Su fidelidad es intuida, no deliberada. Nosotros, en cambio, debemos decidir en qué momento y a quién le seremos fieles. Es un acto racional y volitivo. Uno nunca "se enamora de alguien" como un mandato del corazón, sino que decide enamorarse cuando la razón abre la puerta y concede el margen para que esto suceda. Por eso la fidelidad se da pero no se debe impetrar. Es prerrogativa de quien ha decidido entregarla en tanto que resulta inútil exigirla. Sólo podrá recibir a cambio la promesa verbal sin su correspondiente anuencia epidérmica.

La única eternidad posible para la expresión amorosa se obtiene durante la efímera culminación del acto sexual. Por eso hay que gozarlo como si cada orgasmo fuera el último de nuestra vida, cual hipotéticos zánganos a los que la naturaleza sólo les confiere el instinto del placer pero nunca la experiencia del mismo. No hay sementales entre los de su especie, ni pueden ser testigos de su progenie, puesto que su ensayo procreativo es irrepetible, evocan aquella canción de Lara: "Solamente una vez". Cuando uno de ellos por fin alcanza a la abeja reina, ésta le arranca los órganos sexuales sin miramiento alguno. La crueldad de la campamocha, la rezadora, María Palito, llega aún más lejos: devora al macho, literalmente, en pleno acto sexual. "Doña campamocha -diría Octavio Paz- se come en escamocho el miembro mocho de don campamocho." Si las relaciones sexuales entre los seres humanos se merecieran un capítulo de Animal Planet, ¿cómo nos presentarían? ¿Asegurando que macho y hembra copulamos como cualquier mamífero? ¿O que ellas, cual voraces campamochas, nos devoran por completo? Hasta dejarnos exprimidos, vacíos. Sin fuerza ni energía, sin casa ni automóvil, porque después del divorcio cargan con todo. Como si por el sólo hecho de ser detentadoras del monopolio vaginal tuviéramos que recompensarlas aun a costa de lo que nos ha remunerado nuestro trabajo, el talento desplegado a lo largo de una trayectoria. Éramos antes de que aparecieran en nuestra vida y seguiremos siendo cuando se vayan. Entonces, ¿por qué pagar un precio tan alto por su ausencia?

Y todo este circunloquio para evadir una certeza sobre Diana: admites su infidelidad y tu falta de argumentos para impedirla. En el fondo, es porque tu peor enemigo, ese implacable católico que llevas en tu interior, ha expoliado un sentimiento de culpa por lo que todavía no sucede entre Karina y tú. No es motivo de orgullo, pero debes aceptar que el deseo sexual es lo que te mantiene vivo. Resulta tan claro, que cualquier sicoanalista freudiano te reconocería como paradigma de las teorías de su maestro.


Jules Etienne