Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).
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lunes, 20 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: AUTO DE FE, de Elías Canetti

"Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre."

(
Fragmento de La paliza)

En el camino a casa pensó en la mejor forma de manifestarle esa compasión. Abrió enérgicamente la puerta del apartamento y constató, desde el pasillo, que su cuarto estaba a oscuras. La idea de que estuviera durmiendo despertó en él una alegría salvaje. Suave y cautelosamente, cerniendo que sus huesudos dedos hicieran ruido al asir la manija, abrió la puerta. Su intención de compadecerla no pudo caer en peor momento. Sí, se dijo, dejémoslo estar. Por compasión no pienso despertarla. Logró mantener su determinación un rato más. No encendió la luz y se deslizó a su cama de puntillas. Al desvestirse le molestó llevar bajo la americana un chaleco y, bajo el chaleco, una camisa. Cada una de estas prendas hacía su propio frufrú. Su silla, vieja conocida, no estaba junto a la cama, Prefirió no buscarla y dejó su ropa en el suelo. Por no despertar a Teresa hubiera reptado incluso bajo la cama, ¿cuál será la forma más discreta de meterse en una cama? Como la cabeza era en él lo más pesado, decidió que los pies, la parte más alejada de ella y, por lo tanto, más liviana, entrasen primero. Una de sus piernas se hallaba ya sobre el reborde y la segunda se disponía a seguirla dando un salto, el tronco y la cabeza oscilaron un instante en el aire, buscando instintivamente algún punto de apoyo antes de lanzarse sobre las almoha- das, cuando Kien sintió algo extrañamente blando por debajo. Pensó: ¡un ladrón!, y cerró los ojos en el acto.

Aunque yacía sobre el ladrón, no se atrevió a moverse. Pese a su terror, advirtió que el ladrón era de sexo femenino. La idea de que este sexo y la época actual hubieran caído tan bajo, le procuró una satisfacción remota y pasajera. Rechazó la idea de defenderse, que le llegó de algún antro recóndito de su corazón. Si la ladrona dormía de veras, como le pareció al comienzo, él, tras una espera prudencial, se escabulliría con su ropa en la mano, dejaría abierto el piso y se vestiría junto a la cabina del portero. No lo llamaría de inmediato: esperaría mucho, mucho tiempo y lo despertaría sólo cuando oyera pasos en la escalera. Entretanto, la ladrona mataría a Teresa. Se vería obligada a hacerlo porque ésta se defendería. No se dejaría robar sin defen- derse. Ya debe estar muerta. Detrás del biombo, nadando en su propia sangre. Siempre y cuando la ladrona haya apuntado bien. O quizá aún esté viva cuando llegue la policía y le eche la culpa a él. Debieran darle otro golpe, para más seguridad. No, no es necesario. La ladrona se echó a dormir de puro cansada. Y una ladrona no se cansa tan fácilmente. La lucha debió de ser terrible. Una mujer muy fuerte. Una heroína. De quitarse el sombrero. Él no habría podido. Teresa lo hubiera enredado entre los pliegues de su falda hasta asfixiarlo. La simple idea lo hizo jadear. Seguro que esa había sido su intención: quería asesinarlo. Toda mujer quiere matar a su marido. Sólo esperaba el testamento. De haberlo hecho, ahora estaría muerto en lugar de ella. ¡Cuánta perfidia hay en el ser humano! No; en una mujer; no hay que ser injusto. Aún la sigue odiando. Se divorciará de todos modos aunque ya esté muerta. No la enterrarán con su apellido. De ningún modo. Nadie debe enterarse de que estuvo casado con ella. Al portero le dará lo que quiera por su silencio. Un matrimonio así puede empañar su reputación. Un auténtico erudito no debe permitirse esos deslices. Es cierto que ella lo engañó. Toda mujer engaña a su marido. De mortuis nil nisi hene. Pero antes que se mueran, ¡que se mueran todas! Tendrá que verla. Tal vez sólo aparente estar muerta. Suele ocurrirle al asesino más fuerte. La historia conoce infinidad de ejemplos. La historia es mezquina. La historia nos da miedo. Si está viva, él la hará polvo. Con todo derecho. Le había hecho perder la nueva biblioteca. Y él se vengaría en ella. Ya lo habría hecho, pero alguien se le adelanta y la mata. A él le correspondía la primera piedra y se la roban. Pero le tirará la última. Tenía que pegarle, estuviera viva o muerta. ¡Tenía que escupirla, pisotearla, golpearla!

"Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes..."

(Fragmentos de Petrificación)

Desde que no hacía nada, Teresa dormía hasta las nueve. Era ama de casa y esas señoras suelen dormir incluso más. Las sirvientas tienen que levantarse a las seis. Sin embargo, el sueño no la acompañaba tantas horas y, nada más despertarse, la nostalgia de su pérdida fortuna ya no la dejaba en paz. Tenía que vestirse para sentir la dureza de las llaves en su carne. Pero cuando su maltrecho esposo aún convale- cía, se le ocurrió una solución brillante: acostarse a las nueve con las llaves entre los senos y no dormirse hasta las dos. A esa hora se levantaba y volvía a esconderlas en su falda, donde nadie pudiera encontrarlas. Después se iba a dormir. Quedaba tan exhausta tras su prolongada vigilia que no salía del sueño hasta las nueve, exacta- mente igual que las señoras. Así es como una avanza, mientras que las criadas se quedan con las ganas.

De este modo llevó Kien a cabo su proyecto sin ser visto. Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes y en el curso de tres horas se llevaba más de cien sustos mortales.

(...)

El crimen que tan cruel castigo le valiera había sido expiado, pero no olvidado. Teresa llevó su mano al lugar donde usualmente escondía las llaves. Confundió la gruesa manta con su falda y encontró las llaves, aunque no estuvieran. Su mano se abatió pesadamente sobre ellas: las palpó, jugó con el manojo y las acarició una a una entre sus dedos. Gruesas gotas de sudor -producto de la alegría- centellearon en su cara. Kien se ruborizó sin saber por qué. El rechoncho brazo de Teresa luchaba en una manga estrecha y muy tirante. Los encajes que la adornaban por delante eran un homenaje al marido, que dormía en el mismo cuarto. Kien los encontró chafados. Pronunció en voz baja esta palabra tan querida. Y escuchó: «chafados», ¿quién había hablado? Levantó la cabeza y miró fijamente a Teresa. ¿Quién más sabía lo chafado que él estaba? Ella dormía. Sin fiarse de sus ojos cerrados, esperó, conteniendo la respiración, a que ella dijera otra cosa. «¿Cómo puedo ser tan temerario?», pensó, «¡está despierta y le miro la cara!». Rechazó el único modo de calcular el inminente peligro y, como un niño avergonzado, bajó los párpados. Con las orejas muy abiertas -según él- esperó oír un torrente de injurias. En su lugar oyó una respiración pausada. Había vuelto a dormirse. Al cabo de un cuarto de hora se animó a darle otra ojeada, siempre listo a emprender la fuga. Creyéndose astuto, se atrevió a pensar que era David y estaba vigilando a Goliat dormido.

Elías Canetti
(Búlgaro fallecido en Suiza, 1905-1994). Obtuvo el premio Nobel en 1981.

(Traducido al español por Juan José del Solar).

miércoles, 15 de julio de 2020

Epidemias: MASA Y PODER, de Elías Canetti

"... hay una cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos."

Epidemias

(Fragmento)

Entre todas las desgracias que desde siempre han azotado a la humanidad, las grandes epidemias han dejado un recuerdo especialmente vivido. Estallan de súbito como las catástrofes naturales, pero mientras que un terremoto se agota la mayoría de las veces en pocas y breves sacudidas, la epidemia puede durar meses o incluso todo un año. El horror del terremoto culmina de golpe, sus víctimas perecen todos a la vez. Una epidemia de peste, por el contrario, tiene un efecto acumulativo-, primero son atacados sólo unos pocos, luego se multiplican los casos, se ven muertos por todas partes; en seguida se ven reunidos más muertos que vivos. El resultado de la epidemia puede ser el mismo que el de un terremoto. Pero los hombres son testigos de la gran mortalidad que se difunde y cunde a ojos vistas. Son como los participantes de una batalla que dura más que todas las batallas conocidas. Pero el enemigo es secreto, no se lo ve por ninguna parte; no se le puede atacar. Sólo se espera ser atacado por él. El combate lo libra la parte adversa exclusivamente, asestando sus golpes a quien se le antoja. Y los asesta a tantos que debe temerse que a todos les toque.

No bien se la reconoce, la epidemia no puede desembocar más que en la muerte común de todos. Quienes son atacados esperan -puesto que no hay remedio contra ella- la ejecución de la sentencia. Sólo los atacados por la epidemia son masa-, son iguales respecto al destino que les espera. Su número aumenta con celeridad creciente. Alcanzan la meta hacia la que se mueven en pocos días. Alcanzan la mayor densidad posible a cuerpos humanos: todos juntos en un montón de cadáveres. Esta masa estancada de los muertos, según las ideas religiosas, sólo está muerta por un tiempo. Resucitará en un único instante y apiñada estrechamente se formará ante Dios para el Juicio Final. Pero aun dejando de lado la suerte ulterior de los muertos -porque las creencias religiosas no son idénticas en todas partes-, hay una cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos. «Calles y templos» están repletos de ellos. A menudo ya ni es posible sepultar una a una a las víctimas, como corresponde: se apilan unas sobre otras, miles de ellas en una sepultura, reunidas en gigantescas fosas comunes.

Hay tres fenómenos significativos bien conocidos a la humanidad, cuya meta son los montones de cadáveres. Están estrechamente emparentados entre sí y por ello hay que delimitarlos bien. Estos tres fenómenos son la batalla, el suicidio en masa y la epidemia.

En la batalla la mira se ha puesto en el montón de cadáveres del enemigo. Se quiere disminuir el número de enemigos vivientes, para que en comparación el número de la propia gente sea tanto mayor. Que la gente propia también perezca es inevitable, pero no es eso lo que se desea. La meta es el montón de muertos enemigos. Se la busca activamente, por propia iniciativa, por la fuerza del propio brazo.

En el suicidio en masa esta iniciativa se vuelve contra la propia gente. Hombre, mujer, niño, todos se matan recíprocamente, hasta que no queda sino el montón de los propios muertos. Para que nadie caiga en manos del enemigo, para que la destruc- ción sea total, se acude al fuego.

En la epidemia el resultado es el mismo que en el suicidio en masa, pero no es arbitrario y parece impuesto desde afuera por un poder desconocido. Tarda más en alcanzar la meta; así se vive en una igualdad de atroz expectativa, durante la que todos los vínculos habituales de los hombres se deshacen.

El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza. La expectativa de vida, la vida misma se expresa, por decir así, en el acto de mantenerse a distancia de los enfermos. Los infestados se transforman poco a poco en masa muerta; los no infestados se mantienen lejos de todos y de cada uno, a menudo también de sus parientes, de sus cónyuges, de sus niños. Es notable cómo en este caso la esperanza de sobrevivir hace del hombre un ser aislado, frente al que se sitúa la masa de todas las víctimas.

Pero dentro de esta maldición general, en que resulta perdido todo aquel que cae enfermo, sucede lo más sorprendente: algunos, contados, convalecen de la peste. Es de imaginar cómo se deben sentir éstos en medio de los otros. Han sobrevivido, y se sienten invulnerables. Así también pueden compadecerse de los enfermos y moribun- dos que los rodean.

«Tales gentes -dijo Tucídides- se sentían tan exaltadas en su convalecencia que opinaban que ya no podrían morir jamás de enfermedad.»

Elías Canetti
(Nacido en Bulgaria, nacionalizado británico y fallecido en Suiza, 1905-1994).
Obtuvo el premio Nobel en 1981. 

miércoles, 21 de marzo de 2018

Nieve: LA PROVINCIA DEL HOMBRE, de Elías Canetti

"... ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella..."

1942

(Fragmento)

El equilibrio entre saber y no saber depende de cómo uno va adquiriendo sabiduría. El no saber no puede empobrecerse con el saber. A cada respuesta -a lo lejos y aparentemente sin relación alguna con ella debe saltar una pregunta que antes dormía acurrucada-. El que tiene muchas respuestas debe tener todavía más preguntas. A lo largo de toda una vida, el sabio no pasa de ser un niño y las respuestas lo único que hacen es secar el suelo y la respiración. El saber es un arma sólo para los poderosos, y no hoy nada que el sabio desprecie tanto como las armas. El sabio no se avergüenza de su deseo de amar a más hombres de los que conoce; y jamás se separará arrogantemente de aquellos sobre quienes no sabe nada.

En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua -los peces los salvo-; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.

 
Elías Canetti
(Nacido en Bulgaria, nacionalizado británico y fallecido en Suiza, 1905-1994).
Obtuvo el premio Nobel en 1981.

jueves, 10 de octubre de 2013

Exilio: LA PROVINCIA DEL HOMBRE, del Elias Canetti


"Únicamente en el exilio se da uno cuenta de hasta qué
punto el mundo ha sido siempre un mundo de proscritos."
Elias Canetti
 
(Fragmento)
 
Hay una vieja seguridad en la lengua que se atreve a darse nombres. El escritor que vive en el exilio, y de un modo muy especial el dramaturgo, está seriamente debilitado en más de una dimensión. Alejado de su aire lingüístico, carece del alimento familiar de los nombres. Puede que antes no se diera cuenta en absoluto de los nombres que oía a diario; pero ellos sí se daban cuenta de él y le llamaban seguros, redondos, perfectos. Cuando planeaba sus personajes los sacaba de la seguridad de una enorme tormenta de nombres, y aunque luego pudiera utilizar uno que en la claridad de sus recuerdos ya no significara nada, una vez u otra este personaje había estado allí y se había oído llamar. Ahora, para el que ha emigrado, el recuerdo de sus nombres no está perdido, sin duda, pero ya no es un viento vivo el que se los trae; el exiliado los guarda como un tesoro muerto, y cuanto más tiempo tenga que permanecer alejado de su antiguo clima, con tanta mayor codicia acariciarán sus dedos los viejos nombres.
 
De ahí que al escritor que vive en el exilio, si es que no se da totalmente por vencido, lo único que le queda es una cosa: respirar el nuevo aire hasta que éste le llame a él también. Durante mucho tiempo este aire quiere hacerlo, se está preparando y no dice nada. El escritor lo nota y se siente herido; puede que cierre los oídos, entonces ya no puede llegarle ningún nombre. Lo extranjero crece y, cuando se despierta, lo que encuentra a su lado es el viejo granero que se ha secado, y sacia su hambre con granos de trigo que vienen de su juventud.
 
 
Elias Canetti (Escritor búlgaro en lengua alemana nacionalizado inglés y fallecido en Suiza, 1905-1994). Obtuvo el premio Nobel en 1981.