(Fragmento de La paliza)
En el camino a casa pensó en la
mejor forma de manifestarle esa
compasión. Abrió enérgicamente la
puerta del apartamento y constató, desde
el pasillo, que su cuarto estaba a
oscuras. La idea de que estuviera
durmiendo despertó en él una alegría
salvaje. Suave y cautelosamente,
cerniendo que sus huesudos dedos
hicieran ruido al asir la manija, abrió la
puerta. Su intención de compadecerla no
pudo caer en peor momento. Sí, se dijo,
dejémoslo estar. Por compasión no
pienso despertarla. Logró mantener su
determinación un rato más. No encendió
la luz y se deslizó a su cama de
puntillas. Al desvestirse le molestó
llevar bajo la americana un chaleco y,
bajo el chaleco, una camisa. Cada una
de estas prendas hacía su propio frufrú.
Su silla, vieja conocida, no estaba junto
a la cama, Prefirió no buscarla y dejó su
ropa en el suelo. Por no despertar a
Teresa hubiera reptado incluso bajo la
cama, ¿cuál será la forma más discreta
de meterse en una cama? Como la
cabeza era en él lo más pesado, decidió
que los pies, la parte más alejada de ella
y, por lo tanto, más liviana, entrasen
primero. Una de sus piernas se hallaba
ya sobre el reborde y la segunda se
disponía a seguirla dando un salto, el
tronco y la cabeza oscilaron un instante
en el aire, buscando instintivamente
algún punto de apoyo antes de lanzarse
sobre las almoha- das, cuando Kien sintió
algo extrañamente blando por debajo.
Pensó: ¡un ladrón!, y cerró los ojos en el
acto.
Aunque yacía sobre el ladrón, no se
atrevió a moverse. Pese a su terror,
advirtió que el ladrón era de sexo
femenino. La idea de que este sexo y la
época actual hubieran caído tan bajo, le
procuró una satisfacción remota y
pasajera. Rechazó la idea de defenderse,
que le llegó de algún antro recóndito de
su corazón. Si la ladrona dormía de
veras, como le pareció al comienzo, él,
tras una espera prudencial, se
escabulliría con su ropa en la mano,
dejaría abierto el piso y se vestiría junto
a la cabina del portero. No lo llamaría
de inmediato: esperaría mucho, mucho
tiempo y lo despertaría sólo cuando
oyera pasos en la escalera. Entretanto, la
ladrona mataría a Teresa. Se vería
obligada a hacerlo porque ésta se
defendería. No se dejaría robar sin
defen- derse. Ya debe estar muerta. Detrás
del biombo, nadando en su propia
sangre. Siempre y cuando la ladrona
haya apuntado bien. O quizá aún esté
viva cuando llegue la policía y le eche
la culpa a él. Debieran darle otro golpe,
para más seguridad. No, no es
necesario. La ladrona se echó a dormir
de puro cansada. Y una ladrona no se
cansa tan fácilmente. La lucha debió de
ser terrible. Una mujer muy fuerte. Una
heroína. De quitarse el sombrero. Él no
habría podido. Teresa lo hubiera
enredado entre los pliegues de su falda
hasta asfixiarlo. La simple idea lo hizo
jadear. Seguro que esa había sido su
intención: quería asesinarlo. Toda mujer
quiere matar a su marido. Sólo esperaba
el testamento. De haberlo hecho, ahora
estaría muerto en lugar de ella. ¡Cuánta
perfidia hay en el ser humano! No; en
una mujer; no hay que ser injusto. Aún
la sigue odiando. Se divorciará de todos
modos aunque ya esté muerta. No la
enterrarán con su apellido. De ningún
modo. Nadie debe enterarse de que
estuvo casado con ella. Al portero le
dará lo que quiera por su silencio. Un
matrimonio así puede empañar su
reputación. Un auténtico erudito no debe
permitirse esos deslices. Es cierto que
ella lo engañó. Toda mujer engaña a su
marido. De mortuis nil nisi hene. Pero
antes que se mueran, ¡que se mueran
todas! Tendrá que verla. Tal vez sólo
aparente estar muerta. Suele ocurrirle al
asesino más fuerte. La historia conoce
infinidad de ejemplos. La historia es
mezquina. La historia nos da miedo. Si
está viva, él la hará polvo. Con todo
derecho. Le había hecho perder la nueva
biblioteca. Y él se vengaría en ella. Ya
lo habría hecho, pero alguien se le
adelanta y la mata. A él le correspondía
la primera piedra y se la roban. Pero le
tirará la última. Tenía que pegarle,
estuviera viva o muerta. ¡Tenía que
escupirla, pisotearla, golpearla!
"Desde su escritorio observaba la cama de Teresa. Vigilaba su sueño como el más preciado de sus bienes..."
(Fragmentos de Petrificación)
Desde que no hacía nada, Teresa
dormía hasta las nueve. Era ama de casa
y esas señoras suelen dormir incluso
más. Las sirvientas tienen que levantarse
a las seis. Sin embargo, el sueño no la
acompañaba tantas horas y, nada más
despertarse, la nostalgia de su pérdida
fortuna ya no la dejaba en paz. Tenía que
vestirse para sentir la dureza de las
llaves en su carne. Pero cuando su
maltrecho esposo aún convale- cía, se le
ocurrió una solución brillante: acostarse
a las nueve con las llaves entre los
senos y no dormirse hasta las dos. A esa
hora se levantaba y volvía a esconderlas
en su falda, donde nadie pudiera
encontrarlas. Después se iba a dormir.
Quedaba tan exhausta tras su prolongada
vigilia que no salía del sueño hasta las
nueve, exacta- mente igual que las
señoras. Así es como una avanza,
mientras que las criadas se quedan con
las ganas.
De este modo llevó Kien a cabo su
proyecto sin ser visto. Desde su
escritorio observaba la cama de Teresa.
Vigilaba su sueño como el más preciado
de sus bienes y en el curso de tres horas
se llevaba más de cien sustos mortales.
(...)
El crimen que tan cruel
castigo le valiera había sido expiado,
pero no olvidado. Teresa llevó su mano
al lugar donde usualmente escondía las
llaves. Confundió la gruesa manta con su
falda y encontró las llaves, aunque no
estuvieran. Su mano se abatió
pesadamente sobre ellas: las palpó, jugó
con el manojo y las acarició una a una
entre sus dedos. Gruesas gotas de sudor -producto de la alegría- centellearon
en su cara. Kien se ruborizó sin saber
por qué. El rechoncho brazo de Teresa
luchaba en una manga estrecha y muy
tirante. Los encajes que la adornaban
por delante eran un homenaje al marido,
que dormía en el mismo cuarto. Kien los
encontró chafados. Pronunció en voz
baja esta palabra tan querida. Y
escuchó: «chafados», ¿quién había
hablado? Levantó la cabeza y miró
fijamente a Teresa. ¿Quién más sabía lo
chafado que él estaba? Ella dormía. Sin
fiarse de sus ojos cerrados, esperó,
conteniendo la respiración, a que ella
dijera otra cosa. «¿Cómo puedo ser tan
temerario?», pensó, «¡está despierta y le
miro la cara!». Rechazó el único modo
de calcular el inminente peligro y, como
un niño avergonzado, bajó los párpados.
Con las orejas muy abiertas -según él- esperó oír un torrente de injurias. En
su lugar oyó una respiración pausada.
Había vuelto a dormirse. Al cabo de un
cuarto de hora se animó a darle otra
ojeada, siempre listo a emprender la
fuga. Creyéndose astuto, se atrevió a
pensar que era David y estaba vigilando
a Goliat dormido.
Elías Canetti
(Búlgaro fallecido en Suiza, 1905-1994). Obtuvo el premio Nobel en 1981.
(Traducido al español por Juan José del Solar).
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