Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 31 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: CUATRO DURMIENTES SEGÚN JAMES BOND, en las novelas de Ian Fleming

"... la obligó a tomar un somnífero y acomodó su cuerpo desnudo (...) Y antes de que acabase de correr las persianas,  la joven ya estaba dormida..."

Vive y deja morir
(1954)

(Fragmento del capítulo 23: Permiso apasionado)

El día había ayudado a restañar las heridas y a limpiar los restos de la aventura.

Cuando Quarrel los desembarcó en la playa de Beau Desert, Bond condujo a Solitaire casi en vilo, hacia el cuarto de baño. Llenó media bañera con agua caliente. Sin que ella se diera cuenta la bañó y le lavó todo el cuerpo y la cabellera. Cuando le hubo quitado toda la sal y el légamo del coral, la ayudó a salir del baño, la secó y le puso mercurocromo en los cortes causados por el coral, que arañaban su espalda y sus muslos. Luego, la obligó a tomar un somnífero y acomodó su cuerpo desnudo entre las sábanas de su propio dormitorio. La besó. Y antes de que acabase de correr las persianas, la joven ya estaba dormida.
 
Los diamantes son para la eternidad (1956)

(Fragmento del capítulo 21: Nada acerca tanto como la cercanía)

El nuevo Super-G Constellation rugió sobre el oscuro continente y Bond, tendido sobre su cómoda litera, esperaba a que el sueño se apoderase de su cuerpo dolorido mientras pensaba en Tiffany, que dormía en la litera inferior, y en su situación en la misión.

Pensó en el hermoso rostro apoyado en la mano abierta justo debajo de él, inocente e indefenso durante el sueño, ya sin desprecio en la penetrante mirada gris ni en la mueca de sarcasmo que esbozaban las comisuras de sus labios apasionados, y Bond supo que estaba muy cerca de enamorarse de la muchacha. ¿Y ella? ¿Qué quedaba del odio a los hombres que había nacido aquella noche en San Francisco, cuando esos tipos entraron en su habitación y la violaron? ¿Se asomarían alguna vez la niña y la mujer por detrás de la barricada que había comenzado a construir aquella noche contra todos los hombres del universo? ¿Saldría alguna vez del caparazón que se había endurecido con cada año de soledad y retraimiento?

"... el largo mechón de cabello que, rebelde y despeinado, le cruzaba la frente..."

Desde Rusia con amor (1957)

(Fragmento del capítulo 22: La salida de Turquía)

Notaba el peso de la cabeza templada de la joven en el regazo. Era evidente que había espacio suficiente para que él se deslizase bajo la sábana, junto a su cuerpo, con la parte frontal de los muslos contra la parte posterior de los de ella y la cabeza sobre la cortina que formaba su cabello extendido sobre la almohada.

Bond cerró con fuerza los ojos y los volvió a abrir. Alzó con cuidado la muñeca: las cuatro en punto. Sólo restaba una hora para llegar a la frontera turca. Quizá pudiese dormir durante el día. Aseguraría las puertas con cuñas y le entregaría la pistola a Tatiana para que vigilase. Contempló el hermoso perfil durmiente, la inocencia que desprendía la muchacha del servicio secreto ruso: las pestañas que lindaban con la suave turgencia de las mejillas; los labios abiertos e inconscientes; el largo mechón de cabello que, rebelde y despeinado, le cruzaba la frente y que Bond deseaba apartar para que se uniese a los demás; el latido lento y rítmico del pulso en el cuello, a su alcance. Sintió una repentina ternura y el impulso de tomarla entre los brazos y ceñirla contra sí. Quería que se despertase, quizá de un sueño, para poder besarla y asegurarle que todo iba bien, y verla de nuevo quedarse dormida, feliz.

La joven había insistido en dormir así.

- No me iré a la cama a menos que me abraces -había dicho-. Tengo que saber que estás todo el tiempo conmigo. Sería terrible despertarme y no tocarte. Por favor, James. Por favor, dushka.

Doctor No (1958)

(Fragmento del capítulo 12: Prisión revestida de visones)

Bond se afeitó y se bañó. Sentía un sueño desesperado. El sueño le llegaba en oleadas, de modo que de vez en cuando tenía que dejar lo que estaba haciendo e inclinar la cabeza entre las rodillas. Cuando llegó a cepillarse los dientes apenas podía hacerlo. Ahora reconocía las señales. Lo habían drogado. ¿En el café o en el jugo de piña? No importaba. Nada importaba. Todo lo que quería hacer era tumbarse en el suelo de baldosas y cerrar los ojos. Bond, mareado, se dirigió hacia la puerta. Olvidó que estaba desnudo. Eso tampoco importaba. De todos modos la niña había terminado su desayuno. Ella estaba en la cama. Se acercó tambaleándose a ella, apoyándose en los muebles. El kimono yacía abandonado en el suelo. Estaba profundamente dormida, desnuda bajo la sábana.

Bond miró soñadoramente la almohada vacía junto a su cabeza. Primero tenía que encontrar los interruptores para apagar las luces. Ahora debía arrastrarse hasta llegar a su habitación. Llegó a su cama y se subió a ella. Extendió un brazo de plomo y presionó el interruptor de la luz de la cama. No fue posible. La lámpara cayó al suelo y la bombilla explotó. Con un último esfuerzo, Bond giró de lado y dejó que las olas pasaran sobre su cabeza.

Las cifras luminosas del reloj eléctrico de la habitación marcaban las nueve y media.

Ian Fleming (Inglaterra, 1908-1964).

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