"... Una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, La maja desnuda de Goya."
El pintor Novalis acababa de casarse con María, una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, la Maja desnuda de Goya.
Fueron a vivir a Roma. María hizo palmas con infantil
alegría cuando vio el dormitorio, admirada de los suntuosos muebles venecianos
con hermosas incrustaciones de perlas y ebonita.
Sobre el monumental lecho construido para la esposa de
un dux, la primera noche María temblaba de placer, estirando el cuerpo antes de
esconderlo bajo las delicadas sábanas. Los dedos sonrosados de sus gordezuelos
piececitos se movían como si reclamaran a Novalis.
Pero ni una sola vez se había mostrado desnuda a su marido. En primer lugar, era española; además, católica; y absolutamente burguesa. Antes de hacer el amor había que apagar las
luces.
De pie junto a la cama, Novalis la miraba con los ojos
apretados, dominado por un deseo que dudaba si manifestar; quería verla,
admirarla. No la conocía completa- mente a pesar de aquellas noches en el hotel,
cuando oían voces extrañas al otro lado de los finos tabiques. Lo que pedía no
era un capricho de amante, sino el deseo de un pintor, de un artista. Sus ojos
estaban hambrientos de la belleza de la mujer.
María se resistió, acalorándose, algo enfadada,
ofendida en sus profundos prejuicios.
- No seas tonto, querido Novalis -dijo-. Ven a la cama.
Pero él insistió. Debía superar sus prejuicios
burgueses, le dijo. El arte se mofa de semejante modestia, la belleza humana
debe exhibirse en toda su majestad y no permanecer escondida, despreciada.
Las manos del hombre, coaccionadas por el temor a
herirla, apartaron suavemente sus dulces brazos que estaban cruzados sobre el
pecho.
Ella se rió.
- Eres tonto. Me haces cosquillas. Me estás haciendo
daño.
Pero, poco a poco, adulado el femenino orgullo por el
culto de que era objeto su cuerpo, se fue entregando, dejándose tratar como una
niña, con mansas protestas, como si estuviera sufriendo una agradable tortura.
Libre de velos, el cuerpo brilló con la blancura de
las perlas. María cerró los ojos como si quisiera escapar a la vergüenza de su
desnudez. Sobre las tensas sábanas, las graciosas formas embriagaban los ojos
del artista.
- Eres la fascinante y pequeña maja de Goya -dijo él.
Durante las semanas siguientes, nunca posó para él ni
le permitió tener modelos. Se metía inesperadamente en el estudio y charlaba
mientras él iba pintando. Una tarde que entró de repente en el estudio, vio
sobre la plataforma de los modelos a una mujer desnuda tendida sobre pieles,
mostrando las curvas de su marfileña espalda.
Más tarde, María hizo una escena. Novalis le rogó que
posara para él y ella capituló. Agotada por la vehemencia, se quedó dormida. Él
trabajó durante horas sin pausa.
Con franca inmodestia, se admiró en el cuadro lo mismo
que lo hacía en el gran espejo del baño. Deslumbrada por la belleza de su
propio cuerpo, por unos instantes perdió la vergüenza. Además, Novalis había
puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla.
Pero después María recayó en sus viejos hábitos
mentales, negándose a posar. Hacía una escena cada vez que Novalis contrataba a
una modelo, escuchando y espiando detrás de las puertas, y discutiendo a todas
horas.
Casi enfermó de ansiedad y temores morbosos, y comenzó
a padecer insomnio. El doctor le dio unas píldoras que le provocaban un sueño
profundo.
Novalis se dio cuenta de que cuando tomaba las
píldoras no lo notaba levantarse, moverse alrededor ni derribar los objetos de
la habitación. Una mañana en que se despertó temprano con ánimos de trabajar y
la vio dormida, tan dormida que casi no se movía, tuvo una extraña ocurrencia.
Apartó las sábanas que la tapaban y, lentamente, fue
levantando el camisón de seda. Pudo subirlo por encima de los pechos sin que
ella diera la menor muestra de despertar. Cuando estuvo descubierto todo el
cuerpo de la mujer, lo contempló tanto rato como quiso. Los brazos estaban
desprendidos del cuerpo; los pechos se extendían ante sus ojos como una
ofrenda. Le excitaba el deseo pero no se atrevió a tocarla. En lugar de eso,
trajo papel y lápices, se sentó junto a la cabecera y estuvo tomando apuntes. Mientras
trabajaba, tenía la sensación de estar acariciando cada una de las líneas
perfectas del cuerpo de la mujer.
Pudo proseguir durante un par de horas. Cuando observó
que cedía el efecto de las píldoras somníferas, estiró el camisón, la cubrió
con la sábana y salió del dormitorio.
Más tarde, María se sorprendió al notar un nuevo
entusiasmo de su marido por el trabajo. Se encerraba en el estudio durante días
enteros, pintando sobre los apuntes a lápiz que hacía por las mañanas.
De este modo le hizo varios cuadros, siempre tendida,
siempre durmiendo, tal como había estado el primer día que posó. María estaba
pasmada por la obsesión. Creía que eran simples repeticiones de la primera
pose. Novalis siempre alteraba el rostro. Dado que la actual expresión de la
mujer era adusta y severa, nadie que viera aquellos cuadros se imaginaría nunca
que el voluptuoso cuerpo era el de María.
Novalis ya no deseaba a su esposa cuando estaba
despierta y lucía la expresión puritana y la mirada ceñuda. La deseaba cuando
estaba dormida, abandonada, opulenta y apacible.
La pintaba sin respiro. Cuando estaba solo en el
estudio con un nuevo cuadro, se tendía frente al cuadro en el sofá y una
corriente cálida le recorría todo el cuerpo, mientras sus ojos reposaban en los
pechos de la maja, en el valle de su vientre o en el vello que nacía entre las
piernas. Notaba una incipiente erección. Le sorprendía el violento efecto del
cuadro.
Una mañana estuvo delante de María mientras ella
estaba durmiendo. Había conseguido separarle ligeramente las piernas, para ver
en medio. Observando la pose sin limitaciones, las piernas abiertas, se tocó el
sexo con los dedos haciéndose la ilusión de que era ella quien lo hacía.
Cuántas veces le había conducido la mano hacia el pene, con el propósito de
arrebatarle esta caricia, pero ella siempre se había negado y alejado la mano.
Ahora empuñó el pene con su propia mano.
María comprendió pronto que había perdido el amor del
pintor y no supo cómo recuperarlo. Se daba cuenta de que estaba enamorado de su
cuerpo, pero solo cuando lo pintaba.
Se fue al campo, a pasar una semana con unos amigos. A
los pocos días cayó enferma y regresó a casa para que la viera su médico.
Cuando llegó, la casa parecía desierta. Fue de puntillas al estudio de Novalis.
No había el menor ruido. Entonces se imaginó que estaría haciendo el amor con
otra mujer. Se acercó a la puerta. Lenta y silenciosamente como un ladrón, la
abrió. Y esto es lo que vio: en el suelo del estudio había un cuadro de ella; y
encima, restregándose contra el cuadro, estaba su marido desnudo, desnudo y con
el pelo alborotado, como ella no lo había visto nunca, y con el pene erecto.
Se restregaba contra la pintura, lascivo, besándola y
acariciándola entre las piernas. Se revolcaba como nunca lo había hecho sobre
María. Parecía presa del frenesí y a todo su alrededor tenía los demás cuadros
de ella, desnuda, voluptuosa y bellísima. Les dirigía miradas apasionadas y
luego proseguía el imaginario abrazo. Lo que estaba viviendo era una orgía con
la esposa que en realidad no había conocido. Ante este espectáculo, la propia
sensualidad contenida de María se incendió, libre por primera vez. Al quitarse
las ropas, le reveló una María nueva, una María iluminada por la pasión,
abandonada como en los cuadros, que ofrecía su cuerpo sin pudor y sin dudarlo a
todos los abrazos del hombre, esforzándose por arrebatar sus emociones a los
cuadros, por sobrepasarlos.
Anaïs Nin:
Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell
(Francesa nacionalizada estadounidense, 1903-1977).
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