Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 29 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CARTA A MI JUEZ, de Georges Simenon

"Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde (...) Martine estaba dormida."

(
Fragmento del capítulo 10)

Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada. Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de escapar a su destino, de escapar de mí. Veo su nuca en el momento en que encendí la luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes, con unos pelillos sueltos.

- ¿Te acuestas enseguida? Dije que sí. ¿Qué nos pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta? Le preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella bebía un vaso de leche. Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después para -sentada en la cama- beber a sorbitos su vaso de leche. Yo no le había pegado. Había echado fuera los fantasmas.

- Buenas noches, Charles.

- Buenas noches, Martine.

Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de dormirse:

- No es cristiano...

Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde -ellos lo sabían- para que yo pudiera defenderme. Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para apaciguarme. Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al pasar sobre la firme dulzura de un pecho. Imágenes, más imágenes, otras manos, otras caricias... La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un hueco tibio, el cuello... Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí. ¿Acaso mi Martine, la mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros días? ¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda su vergüenza? No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente había una farola de gas. Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor. Apreté. Eran mis dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:

- Perdóname, Martine...

Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las cosas. Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine pudiese al fin vivir. Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un gesto absurdo. La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron abrazándose hasta el final. Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y permaneció así mucho tiempo. Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté, titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa. Ya la oyó usted, a la vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:

- El señor estaba muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.

Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).

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