Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 24 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: UN AMOR, de Dino Buzzati

"... incluso en aquel momento, cuando Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella..."

(
Fragmento del capítulo XXXV)

Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro, o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros, luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces, músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber acabado.

Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.

La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le pareció que no.

¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio, vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad. 

Dino Buzzati (Italia, 1906-1972).

(Traducido al español por Carlos Manzano),

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