"... incluso en aquel momento, cuando Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el mundo era sólo ella..."
(Fragmento del capítulo XXXV)
Ahora la ciudad dormía de verdad, el sueño rezumaba de las cien mil
alcobas, se filtraba por las paredes y se extendía como un sudario invisible
por las calles desiertas, entraba en los coches cansados que yacían inertes
en inmensas filas a lo largo de las aceras, marea que se alzaba lentamente
de un extremo a otro de Milán mezclando en un solo hálito la respiración
de ricos y mendigos, de prostitutas y suegras, de atletas y enfermos de
cáncer. Sólo él, Antonio, estaba inmensamente despierto y saboreaba
aquella poca paz del alma. Así como los desgarrados jirones de los nimbos
en una tormenta se disuelven huyendo hacia el Norte, así también el
pasado reciente se alejaba precipitadamente de él, le parecía casi un
cuento absurdo y falso. A una distancia remotísima, desaparecían la
dulzona sonrisa de la señora Ermelina («Mire que se trata de una chica
fogosa, verdad, le gusta que la muerdan, que la maltraten, se lo digo para
que sepa a qué atenerse»), las tristes citas por la tarde, las maliciosas
insinuaciones de las amigas («¿Sabes cuál es su especialidad, al hacer el
amor, verdad? No, mejor que no lo sepas, se te pasarían las ganas, seguro,
o tendrías más: los hombres sois tan cerdos»), las confesiones atroces, las
esperas extenuantes en Via Squarcia, las dudas, las llamadas de teléfono
que no llegaban, aquel punzón clavado ahí, las noches en blanco, la
infelicidad por la mañana, cuando, al despertar, el pensamiento se
esforzaba por encontrar algún posible sostén, la infelicidad que lo invadía
con rapidez salvaje en cualquier parte de las vísceras, imágenes, rostros,
luces, escenarios de calles, habitaciones, escaleras, pasillos, voces,
músicas, susurros y todo el mundo era sólo ella, sí, incluso en aquel
momento, mientras Laide dormía a su lado, incluso aquella noche, el
mundo era sólo ella, pero antes era un continuo torbellino, un delirio
invariable, un torno que apretaba sin tregua y ese infierno le parecía haber
acabado.
Después de tanto tiempo, ¡ah! La tregua: aun cuando resultara
derrotado, por segunda y última vez derrotado. Pero también el ejército
derrotado respira cuando ha acabado la batalla. Silencio, el corazón ya no
resonaba más, sólo jirones de humo aquí y allá.
La miró. Se preguntó: "¿Podría aún hacerme enloquecer?" Le pareció
que no. Si durante dos o tres días no apareciera, ¿enloquecería? Le pareció
que no. Si supiese que había estado en la cama con otro, ¿enloquecería? Le
pareció que no.
¡Ay, curado! Y el infierno había dejado de existir. "Ella está aquí, al
lado, dormida, pero entonces yo debería ser feliz. ¿Lo soy? No. Cansancio,
vacío, melancolía, una de esas melancolías gigantescas que hacían presa
de él, de niño, al anochecer; sólo, que entonces en la melancolía iba oculta
la idea del tiempo que llegaría, años innumerables que se perdían a lo
lejos, mientras que ahora no había idea de los años que vendrían, ahora se
podía vislumbrar la puerta allí, al fondo, no precisamente futuro, la puerta
cerrada que se abriría en la obscuridad. Ésa era la explicación, se habían
acabado la angustia, los celos, la desesperación, pero al mismo tiempo
había amainado la tormenta. La furia, la rabia, el frenesí, el galope, las
llamaradas eran vida, pero también juventud, y en aquel preciso momento
en que ella había hablado, en que ella había salido por un instante del
sueño para hablar, había terminado la juventud, el último retazo, la última
estela de la juventud, extrañamente prolongada, sin querer, hasta los
cincuenta años. Un fuego que había acabado de arder, una nube que había
soltado lluvia y había desaparecido, una música llegada a su última nota y
ya no iba a haber más notas, cansancio, vacío, soledad.
Dino Buzzati (Italia, 1906-1972).
(Traducido al español por Carlos Manzano),
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