"... se encontró, pues, con las manos a la altura del cuello como en oración. No quedaba sino encadenarla a la pared..."
(Fragmento del primer capítulo: Los amantes de Roissy)
Pronto lo comprenderás.
Llamaré a Pierre. Mañana por la mañana vendremos a buscarte. Andrée
sonrió al salir y Jeanne, antes de seguirla, acarició la punta de los senos de
O, quien se quedó de pie, junto a la cama, desconcertada. Salvo por el collar y
los brazaletes de cuero que el agua del baño había endurecido y contraído,
estaba desnuda.
- Vaya con la hermosa señora -dijo el criado al entrar.
Le tomó
las manos y enganchó entre sí las anillas de sus pulseras, obligándola a juntar
las manos, y éstas, en la del collar. Ella se encontró, pues, con las manos a la altura del cuello, como en oración. No quedaba sino encadenarla a
la pared con la cadena que caía encima de la cama después de pasar por la
anilla. El hombre soltó el gancho que sujetaba el otro extremo y tiró para
acortarla. O tuvo que acercarse a la cabecera de la cama, donde él la obligó a
tenderse. La cadena tintineaba en la anilla y quedó tan tensa que la mujer sólo
podía desplazarse a lo ancho de la cama o ponerse de pie junto a la cabecera.
Dado que la cadena tiraba del collar hacia atrás y las manos tendían a hacerlo
girar hacia delante, se estableció un cierto equilibrio y las dos manos
quedaron apoyadas en el hombro izquierdo hacia el que se inclinó también la
cabeza. El criado la cubrió con la manta negra, no sin antes haberle levantado
las piernas un momento para examinarle el interior de los muslos. No volvió a
tocarla ni a dirigirle la palabra, apagó la luz que proporcionaba un aplique
colocado entre las dos puertas y salió. Tendida sobre el lado izquierdo, sola
en la oscuridad y el silencio, caliente entre las suaves pieles de la cama, en
una inmovilidad forzosa, O se preguntaba por qué se mezclaba tanta dulzura al
terror que sentía o por qué le parecía tan dulce su terror. Descubrió que una
de las cosas que más la afligían era verse privada del uso de las manos; y no
porque sus manos hubiesen podido defenderla (y, ¿deseaba ella defenderse?) sino
porque, libres, hubieran esbozado el ademán, hubieran tratado de rechazar las
manos que se apoderaban de ella, la carne que la traspasaba, de interponerse
entre su carne y el látigo. La habían desposeído de sus manos; su cuerpo, bajo
la manta de piel, le resultaba inaccesible; era extraño no poder tocar las
propias rodillas ni el hueco de su propio vientre. Sus labios mayores, que le
ardían entre las piernas, le estaban vedados y tal vez le ardían porque los
sabía abiertos a quien quisiera: al mismo criado, Pierre, si se le antojaba. La
asombraba que el recuerdo del látigo la dejara tan serena y que la idea de que
tal vez nunca supiera cuál de los cuatro hombres la había forzado por detrás
dos veces, ni si había sido el mismo las dos veces, ni si había sido su amante,
la trastornaba de aquel modo. Se deslizó ligeramente hacia un lado sobre el
vientre, pensó que a su amante le gustaba el surco de su dorso y que salvo
aquella noche (si realmente había sido él), nunca penetró en él. Ella deseaba
que hubiese sido él. ¿Se lo preguntaría algún día? ¡Ah, nunca! Volvió a ver la
mano que en el coche le había quitado el portaligas y el slip y le había dado
las jarreteras para que se sujetara las medias encima de las rodillas. Tan viva
fue la imagen que ella olvidó que tenía las manos sujetas e hizo chirriar la
cadena. ¿Y por qué si el recuerdo del suplicio le resultaba tan leve, la sola
idea, el solo nombre, la sola vista de un látigo le hacía latir con fuerza el
corazón y cerrar los ojos con espanto? No se paró a pensar si era sólo espanto.
La invadió el pánico: tensarían la cadena hasta obligarla a ponerse de pie
encima de la cama y la azotarían, con el vientre pegado a la pared, la
azotarían, la azotarían, la palabra giraba en su cabeza. Pierre la azotaría. Se
lo había dicho Jeanne. Le había dicho que era afortunada, que con ella serían
mucho más duros. ¿Qué había querido decir? Ya no sentía más que el collar, los
brazaletes y la cadena, su cuerpo se iba a la deriva, ahora lo comprendería. Se
quedó dormida.
En las últimas horas de
la noche, cuando ésta es más fría y más negra, poco antes del amanecer,
reapareció Pierre. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta abierta.
Un cuadro de luz se proyectó sobre el centro de la cama, en el lugar en el que
el cuerpo de O, esbelto y acurrucado, alzaba ligeramente la manta que el hombre
retiró en silencio.
"... y le obligó a acariciar los senos de O, que se estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave."
(Párrafo final del capítulo IV y último: La lechuza)
Una jovencita, vestida
de blanco, con traje de primer baile, los hombros al aire, una gargantilla de
perlas, dos rosas de té en la cintura y sandalias doradas en los pies, a
instancias del muchacho que la acompañaba, se sentó al lado de O, a la derecha.
Luego, él le tomó la mano y le obligó a acariciar los senos de O, que se
estremeció al contacto de aquella mano fresca y suave, a tocar el vientre de O,
y las anillas, y el orificio por el que pasaba el hierro. La joven obedecía en
silencio y cuando el muchacho le dijo que él le haría otro tanto, no esbozó
siquiera un movimiento de retroceso. Pero ni aun utilizándola de este modo y
tomándola como modelo u objeto de demostración, nadie le dirigió la palabra ni
una sola vez. ¿Era acaso de piedra o de cera, o una criatura de otro mundo, o
creían que sería inútil hablarle, o tal vez no se atrevían? Cuando se hizo de
día y se fueron todos los invitados, Sir Stephen y el Comandante, después de
despertar a Natalie que se había quedado dormida a los pies de O, hicieron
levantarse a O, la llevaron al centro del patio, le quitaron la cadena y la
máscara y, tendiéndola sobre una mesa, la poseyeron uno tras otro.
Pauline Réage:
Anne Desclos, además del seudónimo Pauline Réage, firmaba como Dominique Aury.
(Francia, 1907-1998).
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