Segunda parte
(Fragmento inicial del capítulo II)
Apenas le pareció que
Giulia se había adormecido, Marcello se levantó de la cama, se puso de pie y
empezó a vestirse. La habitación estaba inmersa en una penumbra fresca y
transparente, que permitía adivinar la bella luz de junio en el cielo y sobre
el mar. Era una habitación de hotel en la Riviera, alta y blanca, decorada con
estucos azules en forma de flores, tallos y hojas, con muebles de madera clara
del mismo estilo floreal que los estucos y, en un rincón, una gran palmera
verde. Cuando estuvo vestido, se dirigió, de puntillas, hacia las persianas,
las corrió un poco y miró hacia el exterior. Inmediatamente vio el mar, enorme
y sonriente, que parecía más vasto por la perfecta claridad del horizonte, de
un azul casi violeta, y en el que una ligera brisa parecía encender en cada ola
diminutas flores brillantes de luz solar. Marcello transfirió su mirada del mar
al paseo: Estaba desierto, no había nadie sentado en los bancos dispuestos cara
al mar, a la sombra de las palmeras; nadie caminaba sobre el asfalto gris y
terso. Tras contemplar largamente aquel cuadro, corrió las persianas y se
volvió para mirar a Giulia, tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía. La
posición del cuerpo, reclinado de lado, ponía de relieve la redondez pálida y
amplia de la cadera, cuyo tronco, como el tallo de una planta marchitada en un
recipiente, parecía pender fláccido y sin vida. La espalda y las caderas -como
Marcello sabía muy bien- eran las únicas partes sólidas y tensas de aquel
cuerpo. En la otra parte, invisible, pero presente en su memoria, estaba la
morbidez de su vientre, que rebosaba en suaves pliegues sobre la cama, y de sus
senos, inclinados por el peso y uno sobre el otro. La cabeza, oculta tras los
hombros, no se veía. Y Marcello, al recordar que había poseído a su mujer hacía
sólo unos minutos, tuvo por un momento la sensación de estar mirando no a una
persona, sino a una máquina de carne, bella y amable, pero brutal, hecha para
el amor y sólo para el amor. Como arrancada del sueño por sus implacables
miradas, ella se movió de pronto, suspiró profundamente y dijo con voz clara:
- Marcello.
Él se acercó solícito y respondió con afecto:
- Estoy aquí.
La vio volverse, transfiriendo de una parte a otra aquel peso de carne
femenina, levantar los brazos a ciegas y ceñirlo por la cintura. Luego, con el
rostro ofuscado por los cabellos, en una fricción lenta y tenaz de la nariz y
de la boca, le buscó las ingles. Se las besó con una especie de humilde y
apasionado fetichismo, permaneció un momento inmóvil abrazada a él y luego se
derrumbó de nuevo sobre la cama, vencida por el sueño y con el rostro envuelto
en los cabellos. Había vuelto a quedarse dormida en la misma posición de antes,
sólo que había cambiado de lado y ahora dormía sobre el costado izquierdo en
vez de sobre el derecho. Marcello cogió la americana de la percha, se dirigió,
de puntillas, hacia la puerta, y salió al pasillo.
Bajó la amplia y sonora escalera, cruzó el umbral del hotel y salió al paseo.
El sol, reverberado por el mar en miríadas de puntitos luminosos, lo deslumbró
por un momento. Cerró los ojos, y entonces, como reclamado por la oscuridad,
hirió su olfato un intenso y acre olor de orina de caballo. Los coches estaban
allí, tras el hotel, en una fila de tres o cuatro, protegidos bajo una franja
de sombra, con los cocheros dormidos sobre los pescantes y los asientos
cubiertos con fundas blancas.
Marcello se dirigió al primero de la fila, subió a él y dio en voz alta la
dirección:
- Via dei Glicini.
Vio cómo el cochero le lanzaba una breve mirada significativa y luego, sin
decir palabra, espoleaba al caballo con el látigo.
Alberto Moravia (Italia, 1907-1990).
(Traducido al español por Enrique Ortenbach García).
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