Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

sábado, 31 de marzo de 2018

Nieve: LA GENTE DE JULY, de Nadine Gordimer

"Podía haber abierto los ojos sobre la nieve (...): Canadá. Después de cinco años ya estarían establecidos allí."
 
(Fragmento)
 
Ella salió y se puso a mirar aquella cabaña concreta, sin techo, oculta por los árboles invasores, como la madriguera de algún animal que hubiera desaparecido. El lugar parecía igual que cuando estaba allí el vehículo. En la cama el hombre echó un vistazo a su reloj, mas ella sabía que allí el suyo era algo inútil; pero con la profunda y lívida luz que fluía sobre el bush desde un sol poniente bajo un cielo entintado y tormentoso no pudo evitar un sentimiento de agonizante alerta. El día terminaba. Miró hacia el bush; su medida patética, un gato ante el agujero de un ratón, ante la inmensidad.
 
Cuando él cerró los ojos vio la abertura de la cabaña como la forma blanca de la llama de un soplete. Podía haber abierto los ojos sobre la nieve, nieve y la desmañada seguridad de las bien arrojadas figuras en ropas de colores vivos: Canadá. Después de cinco años ya estarían establecidos allí. Músculo tras músculo, todo su cuerpo grande y sus miembros se tensó alrededor de él con una llave estranguladora. Si no hubiera sido por ella; no podía recordar lo que él quería hacer realmente, quedarse o irse, pero ella había tenido una voluntad que había doblegado la suya, estaba dividido y a la vez unido, como las higueras salvajes del bush a la vez rompen y entrelazan a las rocas. Tomó bruscamente el aparato de radio e hizo girar el botón a través de las endemoniadas furias, a través de las chisporroteantes selvas de rugidos, del agudo lamento de los monstruos en las siseantes profundidades del océano.
 
- ¡Por Cristo!
 
Ella había vuelto y estaba de pie a su lado. Redujo el volumen y siguió buscando con el botón.
 
- No hay nada. Lo único que haces es gastar las pilas.
 
Dio al botón rápidamente, formando un crescendo, ya fuera por equivocación o por malicia -la cabeza de ella se irguió con rapidez-, antes de dejar el aparato.


Nadine Gordimer (Sudáfrica, 1923-2014). Obtuvo el premio Nobel en 1991.
 
(Traducido al español por Barbara McShane y Javier Alfaya).

viernes, 30 de marzo de 2018

Nieve: PAISAJE INMEMORIAL, de Octavio Paz

 "Pasan los autos obstinados todos por distintas direcciones hacia el mismo destino..."
 
A José de la Colina

Se mece aérea
se desliza
entre ramas troncos postes
revolotea
perezosa
entre los altos frutos eléctricos
cae
oblicua
ya azul
sobre la otra nieve
 
Hecha
de la misma inmateria que la sombra
no arroja sombra alguna
Tiene
la densidad del silencio
La nieve
es nieve pero quema
 
Los faros
perforan súbitos túneles
al instante
desmoronados
La noche
acribillada
crece se adentra
se ennochece
Pasan
los autos obstinados
todos
por distintas direcciones
hacia el mismo destino
 
Un día
en los tallos de hierro
estallarán las lámparas
Un día
el mugido del río de motores
ha de apagarse
Un día
estas casas serán colinas
otra vez
el viento entre las piedras
hablará a solas
Oblicua
entre las sombras
insombra
ha de caer
casi azul
sobre la tierra
La misma de ahora
la nieve de hace un millón de años


Octavio Paz (México, 1914-1998). Obtuvo el premio Nobel en 1990.

jueves, 29 de marzo de 2018

Nieve: MRS. CALDWELL HABLA CON SU HIJO, de Camilo José Cela

"Amo la nieve sucia, la nieve pisada por las gentes que no sé cómo se llaman."

(Párrafo del capítulo 144: La  nieve sucia)

Amo la nieve sucia, la nieve pisada por las gentes que no sé cómo se llaman. Sobre esta nieve dulcemente sucia me dejaría morir de abandono. Sobre esta nieve carnalmente sucia pienso que no me habría de pesar la muerte. Yo amo la nieve sucia, la nieve entregada a todos los hombres de la ciudad.
 
 
Camilo José Cela (España, 1916-2002). Obtuvo el premio Nobel en 1989.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Nieve: ENTRE DOS PALACIOS, de Naguib Mahfuz

 "... cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre la nieve."

(Fragmento del capítulo 39)

Uno de aquellos atardeceres, estando en su asiento bajo el ventanuco del café de Si Ali, vio a la tañedora de laúd salir sola de la casa. Se levantó de repente y la siguió. Ella se dirigió al callejón de el-Tarbía y él fue detrás. Luego, ella se detuvo delante de una tienda, y él se paró a su lado. La muchacha esperó a que el perfumista hubiera terminado con algunos clientes, y él esperó, sin que ella se volviera hacia su lado, por lo que dedujo de esa fingida «ignorancia» que había notado su presencia -como sin duda había deducido también que la seguía desde el principio-, y le susurró de cerca «buenas tardes». Ella continuó mirando hacia adelante, pero el hombre notó, en las comisuras de sus labios, el sesgo de una sonrisa que respondía a su saludo, o que le compensaba de haberla seguido continuamente tarde tras tarde. Dio un suspiro de descanso y de triunfo, seguro de recoger el fruto de su paciencia, y el deseo le hizo la boca agua, igual que al glotón cuando llega a su nariz el aroma del asado que le están preparando. Consideró conveniente aparentar que los dos habían llegado juntos, y pagó el precio de sus compras de alheña y granado silvestre con el ánimo propio de un hombre que cree ganar, cumpliendo este agradable deber, un derecho aún más agradable y placentero. No tuvo en cuenta la tendencia que ella manifestó de incrementar las compras cuando estuvo segura de que él pagaría. En el camino de vuelta le dijo, con la prisa de quien teme que se termine pronto: «Señora de la hermosura y la belleza, como ves, me he pasado la vida detrás de ti. ¿Es que la recompensa del enamorado va a ser sólo este encuentro?». Ella le lanzó una mirada maliciosa, preguntándole con ironía: «¿Sólo este encuentro?». El hombre estuvo a punto de soltar una carcajada, como solía hacer siempre que se apoderaba de él la embriaguez de la alegría, pero se apresuró a cerrar la boca por miedo a provocar un alboroto que atrajera sobre ellos las miradas, y le contestó murmurando: «El encuentro y lo que eso conlleva». Ella dijo con tono crítico: «Cualquiera de vosotros pide con toda simplicidad "el encuentro". Una palabrita…, pero que significa una enorme labor que algunos no logran más que con la petición de mano, los buenos oficios, la recitación de la fátiha, la dote, el ajuar y el casamentero oficial. ¿No es así, señor efendi, alto y fornido como un camello?». Él se ruborizó, confundido, y dijo: «¡Qué reprimenda! Cualquiera que sea su crueldad, viniendo de tus labios es como si fuera miel. ¿No es así el amor, dueña de la hermosura, desde que Dios creó la tierra y a los que la habitan?». La mujer respondió, enarcando las cejas hasta el borde del arús del velo, como una libélula desplegando sus alas: «Pero ¿quién me dará a entender lo que es el amor, camello mío? Yo no soy más que una tañedora de laúd. ¿Acaso el amor tiene también exigencias?». Él contestó, ganado por la risa: «Estas y las exigencias del encuentro son una misma cosa». «¿Ni más ni menos?». «Ni más ni menos». «¿Ni un poquito más ni un poquito menos…?». «¡Ni un poquito más ni un poquito menos!». «¿Eso es quizás lo que llaman fornicar?». «¡Exactamente!». Ella se echó a reír y dijo: «De acuerdo… Espera donde todas las tardes, en el café de Si Ali y, cuando yo abra la ventana, ven a casa».

Esperó una tarde, otra y otra más; la primera, ella salió con el conjunto musical en el carricoche; la segunda, fue con la cantora en el coche de caballos y la última tarde no apareció en la casa ningún signo de vida. Se hizo de noche y las tiendas cerraron; la calle quedó desierta y las sombras envolvieron el-Guriyya. Sintió -como le ocurría con frecuencia-, en la soledad de la calle y en su oscuridad, un extraño impulso de hacer desaparecer su deseo. Aumentó su desasosiego; pero todo tiene un fin, incluso la espera que parece no tenerlo.

Del lado de la ventana, sumida en la oscuridad, le llegó un chasquido que insufló en sus entrañas una nueva esperanza, como la que se suscita en la persona que vaga en el Polo Norte cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre la nieve. Apareció una rendija por la que se difundió la luz, y después se iluminó la silueta de la tañedora en medio de la abertura. Él se levantó rápidamente, abandonó el café, atravesó la calle hacia la casa de la cantora y empujó la puerta sin llamar. Esta se abrió como si una mano hubiese descorrido el cerrojo. Penetró, encontrándose en una espesa oscuridad que le impidió hallar el lugar de la escalera, por lo que tuvo que pararse para evitar tropezar o dar un paso en falso. Le asaltaron unas preguntas que no pudieron por menos que angustiarlo: ¿Zannuba lo había invitado sin que lo supiera la cantora? ¿Esta le permitía reunirse con sus amantes en la casa? Pero sacó la lengua despectivamente, porque ningún obstáculo podía hacerle desistir de una aventura y, además, porque el hecho de pillar a un amante en esa casa, cuyos muros custodiaban el corazón de tantos amantes, no era como para precaverse de sus consecuencias.
 

Naguib Mahfuz (Egipto, 1911-2006). Obtuvo el premio Nobel en 1988.

martes, 27 de marzo de 2018

Nieve: MENOS QUE UNO, de Joseph Brodsky

"El amplio río, blanco y helado, era como una lengua de tierra a la que se hubiera impuesto silencio..."
 
(Fragmento)

Érase una vez un niño que vivía en el país más injusto de la tierra, gobernado por criaturas que, juzgadas de acuerdo con los cánones humanos, debían ser conside- radas como seres degenerados. Pero no fueron tenidas por tales.
 
Y había una ciudad, la ciudad más hermosa de la tierra, con un río gris inmenso que discurría hacia distantes llanuras, como el inmenso cielo gris que cubría aquel río. A orillas de aquel río había magníficos palacios con fachadas tan bellamente elaboradas que, si el niño se quedaba en la orilla derecha, la izquierda se le antojaba la estampa de un gigantesco molusco llamado civilización. Que ya no existe.
 
Por la mañana muy temprano, cuando el cielo todavía estaba tachonado de estrellas, el niño se levantaba y, después de tomarse una taza de té y un huevo, acompañados por la voz de la radio que anunciaba un nuevo avance en la fundición de acero, a lo que seguía la voz del coro del ejército cantando un himno al Jefe cuyo retrato estaba clavado en la pared, sobre la cabecera de la cama del niño, todavía caliente, echaba a correr por el malecón de granito, cubierto de nieve, camino de la escuela.
 
El amplio río, blanco y helado, era como una lengua de tierra a la que se hubiera impuesto silencio, mientras el gran puente se arqueaba sobre el cielo azul como un paladar de hierro. Si el niño disponía de dos minutos sobrantes, se deslizaba sobre el hielo y daba veinte o treinta pasos hasta el centro mientras iba pensando qué hacían los peces bajo aquella gruesa capa de hielo. Después se paraba, daba una vuelta de 180 grados y echaba a correr, sin volver a detenerse, hasta la entrada de la escuela. Irrumpía en el vestíbulo, arrojaba la chaqueta y el gorro en la percha y volaba por las escaleras hasta la clase.
 
La clase es grande, con tres hileras de pupitres, un retrato del Jefe en la pared detrás de la silla del maestro y un mapa con dos hemisferios, de los que sólo uno es legal. El niño toma asiento, abre la cartera, deja la pluma y la libreta sobre el pupitre, levanta los ojos y se dispone a escuchar bobadas.
(1976).
 
Joseph Brodsky (Ruso nacionalizado estadounidense, 1940-1996).
Obtuvo el premio Nobel en 1987.

La ilustración corresponde al río Neva, en San Petersburgo, al que se refiere Brodsky en su texto.

lunes, 26 de marzo de 2018

Nieve: AKÉ (Los años de la niñez), de Wole Soyinka


(Fragmento del primer capítulo)

La residencia del Canónigo era la única que podía alojar al invitado semanal. Para empezar, era el único edificio de un piso de toda la vicaría, cuadrado y sólido como el propio Canónigo, lleno de ventanas negras con marcos de madera. Bishops Court también era un edificio de un piso, pero en él no vivían más que alumnos, de manera que no era una casa. Desde el piso de arriba de la casa del Canónigo casi se podía mirar directamente a los ojos paganos de Itoko. Estaba en el punto habitado más alto de los terrenos de la vicaría y casi miraba por encima de la puerta principal de éstos. Tenía la espalda vuelta al mundo de los espíritus y de los ghommids (espíritus de los árboles que, según se cree, también pueden vivir en tierra) que habitaban el denso bosque y que perseguían hasta su casa a los niños que se habían aventurado demasiado lejos en busca de leña, setas y caracoles. El edificio cuadrado y blanco del Canónigo era un baluarte contra la amenaza y el asedio de los espíritus del bosque. Su muro trasero demarcaba el territorio de aquéllos y les impedía tomarse libertades con el mundo de los seres humanos.

Las aulas de la escuela primaria eran las únicas que compartían aquella proximidad al bosque, y por la noche estaban vacías. Encerrada por muros rugosos y encalados, por las traseras sin ventanas de las casas, por túmulos de piedras que en vano trataban de oscurecer los árboles gigantescos, la vicaría de Aké, con sus tejados de plancha ondulada, tenía el aspecto de una fortaleza. A salvo en su interior, bajábamos o subíamos según nos apetecía por planos imbricados, superpuestos, por pendientes de peñascos que caían a pico, entre matojos de monte bajo y por en medio de huertos de frutales que aparecían repentinamente. Por todas partes había plantas de quingombó. El aire se llenaba de perfume de los limoneros, las guayabas, los mangos, se ponía pegajoso con la resina del bum-bum y las secreciones del árbol de la lluvia. Los recintos escolares estaban rodeados por aquellos árboles de la lluvia, con sus anchas ramas que esparcían sombra. Por encima de las acacias se erguían los pinos aciculares, y los bosques de bambú siempre nos ponían nerviosos; si las serpientes monstruosas pudieran escoger, seguro que los matorrales de bambú serían su residencia ideal. Entre el lado izquierdo de la casa del Canónigo y los campos de juego de la Escuela estaba el Plantío.

Era demasiado variado, demasiado profuso para llamarlo jardín, o ni siquiera huerto.Y en él había plan­tas y frutas que convertían al Plantío en una exten­sión de las clases de Historia Sagrada, las lecciones o los sermones de la iglesia. Había una planta de hojas moteadas blancas y rojas a la que llamábamos lirio de Cana. Cuando clavaron a Cristo en la Cruz y de sus heridas saltó la sangre, unas cuantas gotas se que­daron pegadas en las hojas del lirio y lo estigmatiza­ron para siempre. Nadie se molestaba en explicar la causa de las abundantes manchas blancas que también aparecían en cada una de las hojas. Quizá tuvieran que ver con el lavado de los pecados en la sangre de Cris­to, que dejaban incluso las manchas más oscuras del alma de una persona, blancas como la nieve. También había la fruta de la Pasión, producto de otra parte de la misma historia, y que sin embargo no nos gus­taba a ninguno de los niños. Era agradable frotarse la palma de la mano con su turgente piel verde, pero al madurar se ponía de un amarillo marchito, y su ter­sura se hundía como las caras de los ancianos de am­bos sexos a los que conocíamos. Y apenas si era dul­ce, con lo cual no pasaba por la prueba infalible de lo que era una fruta de verdad.
 
 
 
Wole Soyinka: Akinwande Oluwole Babatunde Soyinka (Nigeria, 1934).
Obruvo el premio Nobel en 1986.
 
La ilustración corresponde a la página inicial del libro. 

domingo, 25 de marzo de 2018

Nieve: LA HIERBA, de Claude Simon

"... y la nieve de pronto en una mañana de invierno, y el inmemorial raspado de las palas en las aceras..."
 
(Fragmento)
 
(…) los más menudos acontecimientos (y ni siquiera acontecimientos: hechos, incidentes -y ni siquiera incidentes: lo cotidiano, cualquier acontecimiento -y ni siquiera menudo: minúsculo, insignificante) resurgiendo fuera de tiempo, lo ya abolido, como esos jalones plantados aquí y allá en la gris inmensidad sin comienzo ni fin, su insignificancia, su pequeñez misma, fuera de toda proporción con el marco donde se inscribían, otorgándoles una especie de grandeza insólita, de majestad, la inflexible, impersonal y apacible escritura enumerando, recapitulando, sumando, no los gastos o los ingresos evaluados en términos de moneda y de decimales, sino, por así decirlo, las inmemoriales e invariables entidades: cosas que sirven para alimentarse, para cubrirse, para calentarse, y la nieve de pronto en una mañana de invierno, y el inmemorial raspado de las palas en las aceras, y las inmemoriales historias de cercas hundidas, de límites derribados, las inmemoriales obligaciones: hambre, enfermedad, vestimenta, todo, página tras página, año tras año, Louise dando vuelta a esos espesores de tiempo, leyendo de nuevo (…)
 
 
Claude Simon (Francés nacido en Madagascar, 1913-2005).
Obtuvo el premio Nobel en 1985.
 
(Traducido del francés por Esteban y Esther Tusquets).

sábado, 24 de marzo de 2018

Nieve: CORONITA DE PRIMAVERA, de Jaroslav Seifert

"¡... el manto de nieve de las flores! Y ya hace tiempo que me he dado cuenta de que la flor henchida de olor y el cuerpo femenino fulgurante de desnudez son dos cosas por encima de las cuales no hay nada más hermoso en este pobre mundo."

Hace años también yo, el día de Corpus,
respiré el olor a incienso
y me puse en la mano una coronita
de flores de primavera;
miré con devoción al cielo
y escuché las campanas.
Pensaba que eso bastaba,
pero no era así.
 
¡Cuántas veces ya la primavera al huir
ha levantado con su talón debajo de la ventana
el manto de nieve de las flores!
Y ya hace tiempo que me he dado cuenta
de que la flor henchida de olor
y el cuerpo femenino fulgurante de desnudez
son dos cosas
por encima de las cuales no hay nada más hermoso
en este pobre mundo.

Flor y flor,
¡dos flores entre sí tan cercanas!
 
Pero la vida se me ha escapado a toda prisa
como agua entre los dedos
mucho antes de que alcanzara
a apagar mi sed.
 
¡Dónde están esas coronitas de flores de primavera!
Hoy que escucho ya chirriar
las puertas del depósito de cadáveres
que ya no me queda más que creer en algo,
que se parece demasiado a la nada,
y en las venas el latido de mi sangre
es como el tambor
en los oídos de los condenados,
cuando queda ya sólo el modelo
de la ruina humana
y toda la esperanza carece de valor
como el viejo collar
de un perro sarnoso moribundo,
 
de noche duermo mal.
 
Así pude oír
como alguien, en silencio, llamaba
a la puerta entreabierta.
Era la primavera y era sólo una rama
de un árbol que florecía
y los dos bastones
que día a día
arrastro eternamente
esta vez no se podían ya
transformar en alas.

 
Jaroslav Seifert (República Checa, 1901-1986).
Obtuvo el premio Nobel en 1984.
 
(Traducido al español por Clara Janés).

viernes, 23 de marzo de 2018

Nieve: EL SEÑOR DE LAS MOSCAS, de William Golding

"Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardín, y había nieve."
 
(Fragmento del capítulo 7: Sombras y árboles altos)

Se pusieron de nuevo en marcha: los cazadores, agrupados por su temor a la fiera, mientras que Jack se adelantaba, afanoso en la búsqueda. Avanzaban menos de lo que Ralph se había propuesto, pero en cierto modo se alegraba de perder un poco el tiempo, y caminaba meciendo su lanza. Jack tropezó con alguna dificultad y pronto se detuvo la procesión entera. Ralph se apoyó contra un árbol; inmediatamente brotaron los ensueños a su alrededor. Jack tenía a su cargo la caza y ya habría tiempo para ir a la montaña...
 
Una vez, cuando a su padre le trasladaron de Chatam a Devonport, habían vivido en una casa de campo al borde de las marismas. De todas las casas que Ralph había conocido, aquélla se destacaba con especial claridad en su recuerdo porque de allí le enviaron al colegio. Mamá aún estaba con ellos y papá venía a casa todos los días Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardín, y había nieve. Detrás de la casa se encontraba una especie de cobertizo y allí podía uno tenderse a contemplar los copos que se alejaban en remolinos. Veía las manchas húmedas donde los copos morían; luego observaba el primer copo que yacía sin derretirse y veía cómo todo el suelo se volvía blanco. Cuando sentía frío, entraba en la casa a mirar por la ventana, entre la lustrosa tetera de cobre y el plato con los hombrecillos azules...
 
A la hora de acostarse le esperaba siempre un tazón lleno de cornflakes con leche y azúcar. Y los libros... estaban en la estantería junto a la cama, descansando unos en otros, pero siempre había dos o tres que yacían encima, sobre un costado, porque no se había molestado en ponerlos de nuevo en su sitio. Tenían dobladas las esquinas de las hojas y estaban arañados. Había uno, claro y brillante, acerca de Topsy y Mopsy, que nunca leyó porque trataba de dos chicas; también, aquel sobre el Mago, que se leía con una especie de reprimido temor, saltando la página veintisiete, que tenía una ilustración espantosa de una araña; otro libro contaba la historia de unas personas que habían encontrado cosas enterradas, cosas egipcias, y luego estaban los libros para muchachos; El libro de los trenes y El libro de los navíos. Se presentaban ante él con entera realidad; los podría haber alcanzado y tocado, sentía el peso de El libro de los mamuts y su lento deslizarse al salir del estante... Todo marchaba bien entonces; todo era grato y amable.
 
A unos cuantos pasos de ellos los arbustos sonaron como una explosión. Los muchachos salían como locos de la trocha de los cerdos y se deslizaban entre las trepadoras, gritando. Ralph vio a Jack caer de un empujón. Y de pronto apareció un animal que venía por la trocha lanzado hacia él, con colmillos deslumbrantes y un rugido temible. Ralph se dio cuenta de que era capaz de medir la distancia con calma y apuntar. Cuando el jabalí se encontraba sólo a cuatro metros, le lanzó el ridículo palo de madera que llevaba; vio que le daba en el enorme hocico y que colgaba de él por un momento. El timbre del gruñido se transformó en un chillido y el jabalí giró bruscamente de costado, entrando en el sotobosque. La trocha se volvió a llenar de muchachos vociferantes; Jack regresó corriendo, y hurgó con su lanza en la maleza.


William Golding (Inglaterra, 1911-1993). Obtuvo el premio Nobel en 1983.
 
(Traducido al español por Carmen Vergara).

jueves, 22 de marzo de 2018

Nieve: EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE, de Gabriel García Márquez


 
(Fragmento)

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo.
 
Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la medianoche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera, pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
 
Se habían casado tres días antes, a diez mil kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Chátellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parada frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
 
- Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-. De modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
 
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen, sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera.


Gabriel García Márquez (Colombiano fallecido en México, 1927-2014).
Obtuvo el premio Nobel en 1982.
 
El texto íntegro se puede leer en Ciudad Seva
 
La ilustración corresponde a un trabajo visual de Trini Schultz. 

miércoles, 21 de marzo de 2018

Nieve: LA PROVINCIA DEL HOMBRE, de Elías Canetti

"... ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella..."

1942

(Fragmento)

El equilibrio entre saber y no saber depende de cómo uno va adquiriendo sabiduría. El no saber no puede empobrecerse con el saber. A cada respuesta -a lo lejos y aparentemente sin relación alguna con ella debe saltar una pregunta que antes dormía acurrucada-. El que tiene muchas respuestas debe tener todavía más preguntas. A lo largo de toda una vida, el sabio no pasa de ser un niño y las respuestas lo único que hacen es secar el suelo y la respiración. El saber es un arma sólo para los poderosos, y no hoy nada que el sabio desprecie tanto como las armas. El sabio no se avergüenza de su deseo de amar a más hombres de los que conoce; y jamás se separará arrogantemente de aquellos sobre quienes no sabe nada.

En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua -los peces los salvo-; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.

 
Elías Canetti
(Nacido en Bulgaria, nacionalizado británico y fallecido en Suiza, 1905-1994).
Obtuvo el premio Nobel en 1981.

martes, 20 de marzo de 2018

Nieve: JUVENTUD, de Czeslaw Milosz

"... contemplando de nuevo extasiado la blancura de un jardín tras la primera nieve nocturna."

Tu infeliz y tonta juventud.
Tu llegada de provincias a la ciudad.
Empañadas ventanillas de tranvías,
inquieta tristeza del gentío.
Tu temor a llegar un lugar demasiado caro.
Pero todo era demasiado caro. Demasiado elevado.
Esas gentes deberían notar tus modales toscos,
tus ropas pasadas de moda y tu torpeza.
 
No hubo nadie que se parara a tu lado y te dijera:
Eres un chico guapo,
eres fuerte y sano,
tus desgracias son imaginarias.
 
No habrías envidiado a un tenor con abrigo de pelo de camello,
si hubieras adivinado su miedo y sabido como moriría.
 
Ella, la pelirroja, por quien sufres tormentos,
de tan bella que te parece, es una muñeca en llamas.
No entiendes lo que chilla con sus labios de payaso.
 
Las formas de los sombreros, el corte de los trajes de ceremonia,
rostros en los espejos,
recordarás todo eso borrosamente, como algo muy lejano,
como jirones de un sueño.
 
La casa a la que te acercas tembloroso,
el apartamento que te deslumbra
-Mira, allí mismo desescombran las grúas.
 
A tu vez, tendrás, poseerás, conseguirás,
podrás ser orgulloso al fin, cuando no haya motivo.
 
Tus deseos se cumplirán, y entonces mirarás boquiabierto
la esencia del tiempo, entretejido de humo y de niebla,
un irisado entramado de vidas que duran un día,
que se alza y se desploma como un mar inalterable.
 
Los libros que has leído serán inútiles ya.
Buscaste una respuesta, pero viviste sin respuesta.
 
Caminarás por las calles de ciudades sureñas,
devuelto a tus orígenes, contemplando de nuevo extasiado
la blancura de un jardín tras la primera nieve nocturna.


Czeslaw Milosz (Polaco nacido en Lituania, 1911-2004).
Obtuvo el premio Nobel en 1980.