"... cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que deduce que han venido a buscarla entre la nieve."
(Fragmento del capítulo 39)
(Fragmento del capítulo 39)
Uno
de aquellos atardeceres, estando en su asiento bajo el ventanuco del café de Si
Ali, vio a la tañedora de laúd salir sola de la casa. Se levantó de repente y
la siguió. Ella se dirigió al callejón de el-Tarbía y él fue detrás. Luego,
ella se detuvo delante de una tienda, y él se paró a su lado. La muchacha
esperó a que el perfumista hubiera terminado con algunos clientes, y él esperó,
sin que ella se volviera hacia su lado, por lo que dedujo de esa fingida
«ignorancia» que había notado su presencia -como sin duda había deducido
también que la seguía desde el principio-, y le susurró de cerca «buenas
tardes». Ella continuó mirando hacia adelante, pero el hombre notó, en las
comisuras de sus labios, el sesgo de una sonrisa que respondía a su saludo, o
que le compensaba de haberla seguido continuamente tarde tras tarde. Dio un
suspiro de descanso y de triunfo, seguro de recoger el fruto de su paciencia, y
el deseo le hizo la boca agua, igual que al glotón cuando llega a su nariz el
aroma del asado que le están preparando. Consideró conveniente aparentar que
los dos habían llegado juntos, y pagó el precio de sus compras de alheña y
granado silvestre con el ánimo propio de un hombre que cree ganar, cumpliendo
este agradable deber, un derecho aún más agradable y placentero. No tuvo en
cuenta la tendencia que ella manifestó de incrementar las compras cuando estuvo
segura de que él pagaría. En el camino de vuelta le dijo, con la prisa de quien
teme que se termine pronto: «Señora de la hermosura y la belleza, como ves, me
he pasado la vida detrás de ti. ¿Es que la recompensa del enamorado va a ser
sólo este encuentro?». Ella le lanzó una mirada maliciosa, preguntándole con
ironía: «¿Sólo este encuentro?». El hombre estuvo a punto de soltar una
carcajada, como solía hacer siempre que se apoderaba de él la embriaguez de la
alegría, pero se apresuró a cerrar la boca por miedo a provocar un alboroto que
atrajera sobre ellos las miradas, y le contestó murmurando: «El encuentro y lo
que eso conlleva». Ella dijo con tono crítico: «Cualquiera de vosotros pide con
toda simplicidad "el encuentro". Una palabrita…, pero que significa
una enorme labor que algunos no logran más que con la petición de mano, los
buenos oficios, la recitación de la fátiha, la dote, el ajuar y el
casamentero oficial. ¿No es así, señor efendi, alto y fornido como un
camello?». Él se ruborizó, confundido, y dijo: «¡Qué reprimenda! Cualquiera que
sea su crueldad, viniendo de tus labios es como si fuera miel. ¿No es así el
amor, dueña de la hermosura, desde que Dios creó la tierra y a los que la
habitan?». La mujer respondió, enarcando las cejas hasta el borde del arús del
velo, como una libélula desplegando sus alas: «Pero ¿quién me dará a entender
lo que es el amor, camello mío? Yo no soy más que una tañedora de laúd. ¿Acaso
el amor tiene también exigencias?». Él contestó, ganado por la risa: «Estas y
las exigencias del encuentro son una misma cosa». «¿Ni más ni menos?». «Ni más
ni menos». «¿Ni un poquito más ni un poquito menos…?». «¡Ni un poquito más ni
un poquito menos!». «¿Eso es quizás lo que llaman fornicar?». «¡Exactamente!».
Ella se echó a reír y dijo: «De acuerdo… Espera donde todas las tardes, en el
café de Si Ali y, cuando yo abra la ventana, ven a casa».
Esperó
una tarde, otra y otra más; la primera, ella salió con el conjunto musical en
el carricoche; la segunda, fue con la cantora en el coche de caballos y la
última tarde no apareció en la casa ningún signo de vida. Se hizo de noche y
las tiendas cerraron; la calle quedó desierta y las sombras envolvieron el-Guriyya. Sintió -como le ocurría con frecuencia-, en la soledad de la calle y
en su oscuridad, un extraño impulso de hacer desaparecer su deseo. Aumentó su
desasosiego; pero todo tiene un fin, incluso la espera que parece no tenerlo.
Del
lado de la ventana, sumida en la oscuridad, le llegó un chasquido que insufló
en sus entrañas una nueva esperanza, como la que se suscita en la persona que
vaga en el Polo Norte cuando llega a sus oídos el ronroneo del avión por el que
deduce que han venido a buscarla entre la nieve. Apareció una rendija por la
que se difundió la luz, y después se iluminó la silueta de la tañedora en medio
de la abertura. Él se levantó rápidamente, abandonó el café, atravesó la calle
hacia la casa de la cantora y empujó la puerta sin llamar. Esta se abrió como
si una mano hubiese descorrido el cerrojo. Penetró, encontrándose en una espesa
oscuridad que le impidió hallar el lugar de la escalera, por lo que tuvo que
pararse para evitar tropezar o dar un paso en falso. Le asaltaron unas
preguntas que no pudieron por menos que angustiarlo: ¿Zannuba lo había invitado
sin que lo supiera la cantora? ¿Esta le permitía reunirse con sus amantes en la
casa? Pero sacó la lengua despectivamente, porque ningún obstáculo podía
hacerle desistir de una aventura y, además, porque el hecho de pillar a un
amante en esa casa, cuyos muros custodiaban el corazón de tantos amantes, no
era como para precaverse de sus consecuencias.
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