"Se hilaba en la nieve, se tejía en la nieve, se lavaba en la nieve y se blanqueaba en la nieve."
(Fragmento de la segunda parte)
A la mañana siguiente lo despertaron voces que
recitaban una pieza teatral. Permaneció en la cama escuchando hasta que Komako
dejó de arreglarse frente al espejo y le sonrió.
- Buenos días. Son los huéspedes del Cuarto de los Ciruelos.
Estuve con ellos después de la primera fiesta, anoche. ¿Recuerdas?
- ¿Es un grupo de teatro Nô?
- Así es.
- ¿Ha nevado?
- Así es -dijo ella, y se puso de pie y abrió de par
en par la ventana-. Se acabaron las hojas de arce.Los copos de nieve flotaban
como peonías contra el cielo gris. No parecían caer sino mecerse perezosamente
en el aire como si colgaran de hilos invisibles. Shimamura contempló la escena
con el ensimismamiento de los insomnes y recordó aquella mañana invernal en que
había contemplado el reflejo de la nieve enmarcando el rostro de Komako en ese
mismo espejo. Los copos ahora eran mayores; sin embargo, flotaban con más
levedad en el aire. Las montañas, que parecían más lejanas cada día, a medida
que las hojas de los árboles se marchitaban, habían recuperado la vida con la
nieve.
Los recitadores usaban ahora un tambor.
Komako se había abierto el cuello del kimono y se
pasaba una toalla húmeda por la garganta y la nuca. Su piel era tan límpida
como la seda flamante. No parecía en absoluto la clase de mujer que se
ofendiera de tal manera por un comentario tan inofensivo. Que lo fuera le daba
un aura de congoja irresistible.
Se hilaba en la nieve, se tejía en la nieve, se lavaba
en la nieve y se blanqueaba en la nieve. Desde el inicio del proceso hasta sus
toques finales, todo se hacia en la nieve. “Existe la seda Chijimi porque
existe la nieve”, escribió alguien hace mucho tiempo. “La nieve es la madre del
Chijimi”.
La seda vegetal Chijimi procedía de aquella región y
era fruto del trabajo artesanal de las tejedoras de montaña durante los
prolongados e inclementes inviernos. Shimamura solía buscar esa tela legendaria
en negocios de ropa antigua para mandarse hacer kimonos de verano. A través de
conocidos del mundo de la danza, había encontrado un sastre espe- cializado en
vestuario de teatro Nô, con quien había hecho un arreglo para que le reservara
toda pieza de Chijimi que cayera en sus manos. En los viejos tiempos, se
realizaba en la región una feria artesanal a comienzos de la primavera, en
cuanto comenzaba a derretirse la nieve y se retiraban las protecciones de las
ventanas. La gente venía de todas partes a comprar seda Chijimi, a pesar de lo
accidentado del acceso. Incluso llegaban mayoristas de Osaka, Edo y Nagoya, que
tenían sus lugares reservados de por vida en las posadas de la región. Las
jóvenes solteras de las diferentes aldeas de montaña aprovechaban la ocasión
para exhibirse junto con el trabajo del invierno y el mercado adquiría el
aspecto de un festival. Se premiaban las mejores piezas y también se competía
por marido. Las muchachas aprendían a hilar desde muy niñas, y realizaban su
mejor trabajo entre los catorce y los veinte años. A partir de esa edad perdían
el toque que daba justa fama a la exquisita textura del Chijimi. En su afán por
destacarse, las muchachas dedicaban todos sus desvelos a tal actividad a lo
largo de los tediosos y recluidos meses desde que caían las primeras nieves de
octubre hasta que la reaparición del sol permitía concluir la tarea de
blanqueado, a fines de febrero.
A veces, cuando recorría su guardarropa, Shimamura se
decía que alguno de sus kimonos de verano estaba confeccionado con una seda de
casi un siglo de antigüedad. Cada año, enviaba todos sus kimonos a blanquear en
la región, con el mismo procedimiento. Era toda una tarea el traslado de
aquellas prendas hasta las montañas donde habían sido hilados originariamente,
pero a Shimamura le gustaba la idea de que sus kimonos estuvieran en manos tan
confiables, extendidos en la nieve al sol hasta eliminar el menor rastro de
impureza acumulado durante cada verano. Al ponérselos de nuevo, se sentía él
mismo blanqueado de toda impureza. Y, de todas maneras, un negocio de Tokio se
encargaba de retirarlos, enviarlos a la montaña y traerlos de regreso, impecables
y a todas luces sometidos al proceso a la manera tradicional.
Desde tiempos inmemoriales había casas dedicadas
exclusivamente al blanqueado. Muchas tejedoras preferían no hacerlo. El Chijimi
blanco se tendía directamente sobre la nieve luego de ser hilado; el Chijimi de
color era blanqueado en los mismos marcos en que se lo hilaba. La temporada de
blanqueado comenzaba a fines de enero y se extendía hasta fines de febrero,
mientras hubiera nieve en los prados de la región.
La tela era sumergida durante la noche en agua con
lejía y un puñado de ceniza. Por la mañana se la enjuagaba una y otra vez, se
la escurría y se la ponía a secar al sol. El proceso se repetía sin variaciones
ni desmayos hasta el momento indescriptible en que los rayos del sol comenzaban
a tornar el blanco de la seda en rojo sangre. Ese momento señalaba el fin de
las tareas invernales y el comienzo de la primavera, según había leído
emocionado Shimamura en un libro antiguo. Un fenómeno tan desconocido como
impactante para los que venían de regiones más cálidas.
Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972). Obtuvo el premio Nobel en 1968.
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