"Señalé hacia fuera, donde una pequeña y preciosa niña rusa estaba en medio de la nevada..."
- No puede ser -gruñó el centinela.
- ¿Por qué? -pregunté.
- Porque está prohibido.
-¿Por qué está prohibido?
- Porque está prohibido, tú, está prohibido que los pacientes salgan.
- Pero yo -dije con orgullo- soy un herido.
El centinela me contempló despreciativo:
- Seguro que es la primera vez que te hieren, si no ya
sabrías que los heridos también son pacientes, y ahora vete ya.
Pero yo no podía comprenderlo:
- Entiéndeme -le dije-, solo quiero comprarle pasteles a
la niña esa…
Señalé hacia fuera, donde una pequeña y preciosa niña
rusa estaba en medio de la nevada y vendía pasteles.
- ¡Que te metas adentro!
La nieve caía silenciosa en los enormes charcos del
oscuro patio de la escuela, la niña seguía allí, paciente, y repetía en voz
baja: “Pahteleh… pahteleh…”.
- Oye tú -le dije al centinela-, se me hace agua la boca,
deja pues que entre la niña.
- Está prohibido que entren civiles.
- Pero oye -le dije-, un niño no es más que un niño.
Me volvió a mirar despreciativo:
- O sea, que los niños no son población civil…
Era para desesperarse. La oscura calle vacía estaba
envuelta por la nevasca y la niña seguía allí completamente sola y repitiendo:
“Pahteleh…”, aunque no pasaba nadie.
Intenté salir sin más pero el centinela me agarró por la
manga y se puso furioso:
- Oye tú -gritó-, lárgate o llamo al sargento.
- Eres un estúpido -le dije encolerizado.
- Sí -dijo el centinela, satisfecho-, cuando alguien sigue
respetando las ordenanzas, para vosotros es un estúpido.
Me quedé todavía medio minuto en medio de la nevada y vi
cómo los copos blancos se volvían lodo: todo el patio de la escuela estaba
lleno de charcos, y en medio de ellos se veían pequeñas islas blancas como
azúcar en polvo. De repente vi que la preciosa niña me hacía una seña con los
ojos y aparentemente indiferente se iba calle abajo. La seguí por la parte
interior del muro.
“Maldita sea”, pensaba, “¿seré verdaderamente un
paciente?”. Y entonces vi que había un pequeño agujero en el muro, al lado del
urinario, y delante del boquete estaba la niña con los pasteles. El centinela
no nos podía ver aquí.
“El Führer bendiga tu respeto a las ordenanzas”, pensé.
Los pasteles tenían un aspecto magnífico: los había de
castaña y de crema de mantequilla, roscas de levadura y nuégados en los que brillaba
el aceite.
- ¿Cuánto cuestan? -le pregunté a la niña.
Sonrió, me presentó la cesta y me dijo con su vocecita
fina:
- Trehmarcohcinquentacá’uno.
- ¿Todos?
- Sí.
La nieve caía sobre su delicado pelo rubio y lo espolvoreaba
con un fugaz polen plateado, su sonrisa era sencillamente encantadora. La
oscura calle detrás suya estaba completamente vacía y el mundo parecía muerto…
Tomé una rosca de levadura y la probé. Sabía riquísima,
estaba rellena de mazapán. “Ajá”, pensé, “por eso son tan caras como los
demás”.
La niña sonrió:
-¿Bueno? -preguntó-, ¿bueno?
Asentí. El frío no me importaba. Tenía la cabeza
reciamente vendada y me parecía a Theodor Körner. Probé además un pastel de
crema de mantequilla dejando que aquella materia deliciosa se derritiese
despacio en mi boca. Y una vez más se me hizo agua la boca…
- Ven -le dije en voz baja-, me los quedo todos, ¿cuántos
tienes?
La niña empezó a contarlos cuidadosamente con un dedo
pequeño, delicado y un poquito sucio, mientras yo devoraba un nuégado. Todo
estaba muy silencioso y casi me parecía como si en el aire se meciesen
suavemente los copos de nieve. La niña contaba despacio, se equivocó un par de
veces, y yo seguía allí de pie, completamente tranquilo, y me comí dos pasteles
más. Luego alzó de repente sus ojos hacia mí, tan terriblemente verticales que
sus pupilas estaban por completo arriba y el blanco de sus ojos era azulenco
como leche desnatada. Gorjeó alguna cosa en ruso, pero me encogí de hombros
sonriendo y entonces se agachó y con su dedito sucio escribió un 45 en la
nieve. Añadí los cinco que ya me había comido y le dije:
- Dame también la cesta, ¿sí?
Asintió y me pasó la cesta con mucho cuidado a través del
boquete; yo le pasé dos billetes de cien marcos. Dinero teníamos de sobra, por
un abrigo pagaban los rusos setecientos marcos y en tres meses no habíamos
visto sino lodo y sangre, un par de putas y dinero…
- Ven mañana otra vez, ¿sí? -le dije en voz baja, pero ya
no me oía, se había escabullido muy ágil y cuando metí tristemente mi cabeza
por el boquete ya había desaparecido y sólo veía la silenciosa calle rusa,
melancólica y completamente vacía: las casas de tejados planos parecían irse
cubriendo poco a poco con la nieve. Mucho tiempo estuve así, como un animal que
mira con ojos tristes desde detrás de la cerca, hasta que me di cuenta de que
mi cuello comenzaba a agarrotarse y metí de nuevo la cabeza en el redil.
Y recién entonces olí que en ese rincón hedía
espantosamente, a urinario, y los lindísimos pastelillos estaban todos
cubiertos por la nieve como con una tierna capa de azúcar. Cansado, levanté la
cesta y me dirigí a la casa, no sentía frío, me parecía a Theodor Körner y
hubiese podido permanecer una hora más en la nieve. Me fui porque tenía que ir
a alguna parte. Se tiene que poder ir a alguna parte, se tiene que poder. No se
puede quedar uno quieto y dejarse helar.
A alguna parte se tiene que poder ir, aunque esté uno herido, en una tierra extranjera, negra, muy oscura...
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Obtuvo el premio Nobel en 1972.
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