Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 26 de marzo de 2018

Nieve: AKÉ (Los años de la niñez), de Wole Soyinka


(Fragmento del primer capítulo)

La residencia del Canónigo era la única que podía alojar al invitado semanal. Para empezar, era el único edificio de un piso de toda la vicaría, cuadrado y sólido como el propio Canónigo, lleno de ventanas negras con marcos de madera. Bishops Court también era un edificio de un piso, pero en él no vivían más que alumnos, de manera que no era una casa. Desde el piso de arriba de la casa del Canónigo casi se podía mirar directamente a los ojos paganos de Itoko. Estaba en el punto habitado más alto de los terrenos de la vicaría y casi miraba por encima de la puerta principal de éstos. Tenía la espalda vuelta al mundo de los espíritus y de los ghommids (espíritus de los árboles que, según se cree, también pueden vivir en tierra) que habitaban el denso bosque y que perseguían hasta su casa a los niños que se habían aventurado demasiado lejos en busca de leña, setas y caracoles. El edificio cuadrado y blanco del Canónigo era un baluarte contra la amenaza y el asedio de los espíritus del bosque. Su muro trasero demarcaba el territorio de aquéllos y les impedía tomarse libertades con el mundo de los seres humanos.

Las aulas de la escuela primaria eran las únicas que compartían aquella proximidad al bosque, y por la noche estaban vacías. Encerrada por muros rugosos y encalados, por las traseras sin ventanas de las casas, por túmulos de piedras que en vano trataban de oscurecer los árboles gigantescos, la vicaría de Aké, con sus tejados de plancha ondulada, tenía el aspecto de una fortaleza. A salvo en su interior, bajábamos o subíamos según nos apetecía por planos imbricados, superpuestos, por pendientes de peñascos que caían a pico, entre matojos de monte bajo y por en medio de huertos de frutales que aparecían repentinamente. Por todas partes había plantas de quingombó. El aire se llenaba de perfume de los limoneros, las guayabas, los mangos, se ponía pegajoso con la resina del bum-bum y las secreciones del árbol de la lluvia. Los recintos escolares estaban rodeados por aquellos árboles de la lluvia, con sus anchas ramas que esparcían sombra. Por encima de las acacias se erguían los pinos aciculares, y los bosques de bambú siempre nos ponían nerviosos; si las serpientes monstruosas pudieran escoger, seguro que los matorrales de bambú serían su residencia ideal. Entre el lado izquierdo de la casa del Canónigo y los campos de juego de la Escuela estaba el Plantío.

Era demasiado variado, demasiado profuso para llamarlo jardín, o ni siquiera huerto.Y en él había plan­tas y frutas que convertían al Plantío en una exten­sión de las clases de Historia Sagrada, las lecciones o los sermones de la iglesia. Había una planta de hojas moteadas blancas y rojas a la que llamábamos lirio de Cana. Cuando clavaron a Cristo en la Cruz y de sus heridas saltó la sangre, unas cuantas gotas se que­daron pegadas en las hojas del lirio y lo estigmatiza­ron para siempre. Nadie se molestaba en explicar la causa de las abundantes manchas blancas que también aparecían en cada una de las hojas. Quizá tuvieran que ver con el lavado de los pecados en la sangre de Cris­to, que dejaban incluso las manchas más oscuras del alma de una persona, blancas como la nieve. También había la fruta de la Pasión, producto de otra parte de la misma historia, y que sin embargo no nos gus­taba a ninguno de los niños. Era agradable frotarse la palma de la mano con su turgente piel verde, pero al madurar se ponía de un amarillo marchito, y su ter­sura se hundía como las caras de los ancianos de am­bos sexos a los que conocíamos. Y apenas si era dul­ce, con lo cual no pasaba por la prueba infalible de lo que era una fruta de verdad.
 
 
 
Wole Soyinka: Akinwande Oluwole Babatunde Soyinka (Nigeria, 1934).
Obruvo el premio Nobel en 1986.
 
La ilustración corresponde a la página inicial del libro. 

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