"Los botines hundidos hasta los tobillos (...) En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de angustia."
(Fragmento)
(Fragmento)
Cuando saliste
por última vez la tierra estaba cubierta de nieve. Ahora de espaldas en la
obscuridad estás esa mañana en el umbral de la puerta cerrada tras de ti.
Recargado en la puerta cabeza baja tú te dispones a partir. Cuando vuelves a
abrir los ojos tus pies han desaparecido y los faldones de tu abrigo descansan
sobre la nieve. La obscura escena parece iluminada desde abajo. Tú te ves en el
momento de esa última salida recargado en la puerta con los ojos cerrados en
espera de la partida. Fuera de ahí. Enseguida el cuadro a la luz de la nieve.
Tú yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y te ves entonces como acabas
de ser descrito disponiéndote a lanzarte a través de ese manto de luz. Tú
escuchas de nuevo la caída del cerrojo lentamente girando y el silencio antes
de que pueda darse el primer paso. En fin vete partir ahí por los blancos
pastos alegrados con borregos durante la primavera y cubiertos de placentas
rojas. Te diriges como siempre derecho por el sendero en el seto de espinos que
marca el límite al oeste. Hasta allá desde el comienzo de los pastos necesitas
normalmente de mil ochocientos a dos mil pasos según tu humor y el estado del
terreno. Pero esa última mañana necesitarás mucho más. Muchos muchos más. La
línea recta es tan común para tus pies que podrían en caso necesario mantenerse
tus ojos cerrados sin equivocación al cabo de varios pasos costado norte o sur.
Por lo demás ninguna otra necesidad que interna lo que normalmente hacen y no
solamente aquí. Ya que tú caminas si no con los ojos cerrados aunque eso
también la mitad del tiempo al menos manteniéndolos fijos en el suelo
momentáneo delante de tus pies. De la naturaleza eso es todo lo que habrás
visto. Desde el día en que bajaste la cabeza para siempre. El sol fugitivo
delante de tus pies. No cuentas tus pasos. Por la sencilla razón de que todos
los días es la misma cifra. El promedio de un día al otro es el mismo. Porque
el camino es siempre el mismo. Llevas cuentas de los días y cada diez días
multiplicas. Y sumas. La sombra de tu padre ya no está contigo. Ella falló hace
mucho tiempo. Tú ya no escuchas tus pasos. Sin ver ni oír tú sigues tu camino.
Día tras día. El mismo camino. Como si ya no hubiera otro. Para ti ya no hay
otro. Otras veces no te detenías sino para llevar bien tu cálculo. Con el fin
de poder volver a partir de cero otra vez. Esa necesidad suprimida como lo
hemos visto la de detenerte también lo es en teoría. Con excepción quizás al
final del camino para disponerte a regresar. No obstante tú lo haces. Como
nunca antes. No por causa de fatiga. No estás más fatigado en el presente que
de costumbre. No por causa de vejez. No estás más viejo en el presente que de
costumbre. Y sin embargo tú te detienes como nunca antes. Tanto que para los
mismos cien metros que otras veces hacías en un tiempo de tres a cuatro minutos
necesitas ahora entre quince y veinte. El pie cae por sí solo en medio del paso
o cuando le toca despegarse permanece clavado en el piso con estancamiento del
cuerpo. Entonces informulable angustia de la que lo esencial, ¿Podrán ellos ir
más lejos?, O mejor, ¿Van a ir ellos más lejos? Lo esencialmente estricto. Tú
yaces en la obscuridad con los ojos cerrados y ves la escena. Como no podías en
ese entonces. La obscura bóveda del cielo. La tierra resplandeciente. Tú
detenido en el medio. Los botines hundidos hasta los tobillos. Los faldones del
abrigo descansando en la nieve. En el viejo bombín la vieja cabeza baja muda de
angustia. En medio de los pastos a la mitad del sendero. Esa línea recta. Ves
para atrás como no podías entonces y ves tus huellas. Una gran parábola. En
sentido contrario al de las manecillas. Como en el infierno. Como sí de pronto
el corazón fuera demasiado pesado. Al
final demasiado pesado.
Samuel Beckett (Irlandés fallecido en Francia, 1906-1989).
Obtuvo el premio Nobel en 1969.
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