"El atardecer puso en la nieve unos reflejos violetas (...) En la primera casa de las afueras, fea y de aspecto mísero, pidió permiso para pasar la noche."
Braceros
Braceros
(Fragmento del capítulo XIV)
Egor miró por la ventana, cubierta de
blanca escarcha, como una fina capa de masa, encontró en el cielo azulino el
redondel amarillo del sol y dijo, despues de una corta reflexión:
-¿Por qué no? Son treinta y cinco
verstas, a cinco por hora yendo a buen paso, resultan siete horas... Llegarás al hacerse de noche.
- !Bueno, me voy!
-¿Llevas provisiones?
- Sí.
Egor, que había salido al portón a
despedirle, gritó:
- Camina de prisa, que no te coja la
oscuridad antes de llegar. !Hay lobos!
Fiódor se acomodó el zurrón, se apretó
el cinturon que ceñía su pelliza y aligeró el paso por el centro de la calle,
por el camino que los patines de los trineos habían aplastado en la nieve.
Subió la cuesta. Volvió la vista hacia el jútor, cubierto por el blancor de la nieve y, alzando los hombros,
sintiendo el sudor de la espalda, reanudó la rápida marcha en dirección a la stanitsa.
Cuesta abajo y cuesta arriba. Cuesta
abajo y de nuevo cuesta arriba. Las cintas azules de bosques y arboledas,
espolvoreados de nieve, fluyen suaves en la línea del horizonte. La nieve resplandece
cegadoramente despidiendo chispas azuladas; los rayos del sol, al hundirse en
los montones de nieve, circundan el camino con los colores del iris.
Fiódor caminaba de prisa, dando golpes
con su bastón y aspirando el humo del tabaco, tan dulce en el aire helado.
Cuando hubo dejado atras veinte verstas, miró el sol, que caía hacia la línea
fina como un hilo de telaraña y ondulada que separaba la tierra del cielo, y
sacó del zurrón un trozo de pan y tocino cortado en finas lonchas. Se sentó en
cuclillas al borde del camino, tomó un bocado y reanudó la caminata, tratando
de avivarla para entrar en calor.
El atardecer puso en la nieve unos reflejos
violetas. El camino presentaba un brillo azul de acero. En el Oeste, la
oscuridad borró la línea que separaba la tierra del cielo. En el claro firmamento
rutilaban ya las luces fugaces de las estrellas cuando Fiódor entro en la stanitsa. En la primera casa de las afueras, fea
y de aspecto mísero, pidió permiso para pasar la noche. El dueño, un cosaco barbudo
y hospitalario, se lo concedió de buen grado.
Mijaíl Shólojov (Rusia, 1905-1984). Obtuvo el premio Nobel en 1965.
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