"Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardín, y había nieve."
(Fragmento del capítulo 7: Sombras y árboles altos)
Se
pusieron de nuevo en marcha: los cazadores, agrupados por su temor a la fiera,
mientras que Jack se adelantaba, afanoso en la búsqueda. Avanzaban menos de lo
que Ralph se había propuesto, pero en cierto modo se alegraba de perder un poco
el tiempo, y caminaba meciendo su lanza. Jack tropezó con alguna dificultad y
pronto se detuvo la procesión entera. Ralph se apoyó contra un árbol;
inmediatamente brotaron los ensueños a su alrededor. Jack tenía a su cargo la
caza y ya habría tiempo para ir a la montaña...
Una
vez, cuando a su padre le trasladaron de Chatam a Devonport, habían vivido en
una casa de campo al borde de las marismas. De todas las casas que Ralph había
conocido, aquélla se destacaba con especial claridad en su recuerdo porque de
allí le enviaron al colegio. Mamá aún estaba con ellos y papá venía a casa
todos los días Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo
del jardín, y había nieve. Detrás de la casa se encontraba una especie de
cobertizo y allí podía uno tenderse a contemplar los copos que se alejaban en
remolinos. Veía las manchas húmedas donde los copos morían; luego observaba el
primer copo que yacía sin derretirse y veía cómo todo el suelo se volvía
blanco. Cuando sentía frío, entraba en la casa a mirar por la ventana, entre la
lustrosa tetera de cobre y el plato con los hombrecillos azules...
A
la hora de acostarse le esperaba siempre un tazón lleno de cornflakes con leche
y azúcar. Y los libros... estaban en la estantería junto a la cama, descansando
unos en otros, pero siempre había dos o tres que yacían encima, sobre un
costado, porque no se había molestado en ponerlos de nuevo en su sitio. Tenían
dobladas las esquinas de las hojas y estaban arañados. Había uno, claro y
brillante, acerca de Topsy y Mopsy, que nunca leyó porque trataba de dos
chicas; también, aquel sobre el Mago, que se leía con una especie de reprimido
temor, saltando la página veintisiete, que tenía una ilustración espantosa de
una araña; otro libro contaba la historia de unas personas que habían
encontrado cosas enterradas, cosas egipcias, y luego estaban los libros para
muchachos; El libro de los trenes y El libro de los navíos. Se presentaban ante
él con entera realidad; los podría haber alcanzado y tocado, sentía el peso de
El libro de los mamuts y su lento deslizarse al salir del estante... Todo
marchaba bien entonces; todo era grato y amable.
A
unos cuantos pasos de ellos los arbustos sonaron como una explosión. Los
muchachos salían como locos de la trocha de los cerdos y se deslizaban entre
las trepadoras, gritando. Ralph vio a Jack caer de un empujón. Y de pronto
apareció un animal que venía por la trocha lanzado hacia él, con colmillos
deslumbrantes y un rugido temible. Ralph se dio cuenta de que era capaz de
medir la distancia con calma y apuntar. Cuando el jabalí se encontraba sólo a
cuatro metros, le lanzó el ridículo palo de madera que llevaba; vio que le daba
en el enorme hocico y que colgaba de él por un momento. El timbre del gruñido
se transformó en un chillido y el jabalí giró bruscamente de costado, entrando
en el sotobosque. La trocha se volvió a llenar de muchachos vociferantes; Jack
regresó corriendo, y hurgó con su lanza en la maleza.
William Golding (Inglaterra, 1911-1993). Obtuvo el premio Nobel en 1983.
(Traducido al español por Carmen Vergara).
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