(Fragmento)
Le gustaba dormir junto al fuego, con el pelo suelto. O, mejor dicho, me parecía que dormía. El sueño le servía de pretexto para rodearme el cuello con sus brazos y para, una vez despierta, decirme con los ojos húmedos que acababa de tener un sueño muy triste. Pero nunca quería contármelo. Yo aproveché su falso sueño para aspirar el aroma de sus cabellos, de su cuello, de sus ardientes mejillas, rozándolas apenas para que no se despertase; unas caricias que no son, como se suele decir, pequeñeces del amor, sino que, al contrario, son de lo más valioso, pues tan sólo nacen de la pasión. Yo creía que se me estaban permitidas en virtud de mi amistad. A pesar de todo, empezaba ya a desesperarme seriamente de que sólo el amor nos otorgase derechos sobre una mujer. Podré prescindir del amor, pensaba, pero nunca de mis derechos sobre ella. Y estaba dispuesto a llegar hasta el amor, lamentándome por ello. Deseaba a Marthe, pero no me daba cuenta.
Cuando Marthe se dormía de ese modo, con su cabeza apoyada en uno de mis brazos, me inclinaba sobre ella para observar su rostro enmarcado por las llamas. Era jugar con fuego. Un día que me acerqué demasiado, aunque sin llegar a rozar mi rostro con el suyo, me sentí como la aguja que rebasa un milímetro la zona prohibida y pertenece así al imán. ¿De quién es la culpa, del imán o de la aguja? Así fue cómo, de repente, sentí mis labios sobre los suyos. Ella seguía con los ojos cerrados, pero como alguien que visiblemente ya no duerme. La besé, estupefacto ante mi audacia, cuando en realidad era ella la que al acercar yo mi rostro lo había atraído hasta su boca. Sus manos se agarraban a mi cuello; ni en un naufragio se hubiera aferrado tanto. Pero no llegaba a entender si quería que la salvase o bien que me ahogara con ella.
Raymond Radiguet (Francia, 1903-1923).
(Traducido al español por Lourdes Carriedo).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario