(Fragmento)
El
estado de Pietro, en lugar de mejorar, se iba haciendo más sombrío a medida que
pasaban los días. Como si estuviera encadenado, permanecía sentado en medio de
la jata, con los sacos de oro a sus pies. Se había vuelto insociable, le había
crecido el pelo y tenía un aspecto terrible. No hacía más que pensar y
esforzarse en recordar algo, y se irritaba y se enfadaba ante el fracaso de su
empresa. A menudo se levantaba de su sitio con gesto destemplado, agitaba los
brazos, fijaba su mirada en un punto como queriendo atraparlo; sus labios
temblaban como si anhelaran pronunciar una palabra largo tiempo olvidada y al
poco rato se quedaban inmóviles... La ira se apoderaba de él; se roía y se
mordía las manos como un loco, y lleno de despecho se arrancaba mechones de
pelo, hasta que, apaciguado, se desplomaba como privado de sentido; al poco
rato trataba otra vez de recordar, volvía a irritarse, se hundía de nuevo en la
desesperación... ¿Qué castigo de Dios era ése? Aquélla no era vida para
Pidorka. Al principio, le daba miedo quedarse sola con él en la jata, pero
acabó habituándose, la pobre, a su desgracia; no obstante, ya no era la Pidorka
de antaño. Ni un rastro de arrebol en las mejillas, ni un atisbo de sonrisa en
los labios; el dolor la había agotado, la había consumido, y las lágrimas
habían borrado el brillo de sus ojos. Una vez alguien se compadeció de ella y
le aconsejó consultar a una bruja que vivía en el Barranco del Oso y que tenía
fama de curar todo tipo de enferme- dades.
Pidorka decidió probar ese último
recurso y logró convencer a la vieja para que la acompañara a su casa. Todo
aquello sucedía al atardecer, precisa- mente la víspera de San Juan. Pietro yacía
semiinconsciente en un banco y no reparó en la presencia del nuevo huésped.
Poco a poco se puso en pie y la miró con atención. De pronto se puso a temblar
con todo el cuerpo, como si estuviera sobre el cadalso; sus pelos se pusieron
de punta y estalló en una carcajada tan espantosa que el terror se apoderó del
corazón de Pidorka. «¡Ahora recuerdo, ahora recuerdo!», gritó Pietro, presa de
una espantosa alegría y, tras coger el hacha, la arrojó con todas sus fuerzas
contra la vieja. El hacha se hundió casi diez centímetros en la puerta de
roble. La vieja se esfumó y en medio de la jata apareció un niño de unos siete
años, vestido con una camisa blanca y con la cabeza cubierta... La sábana cayó.
«¡Iván!», gritó Pidorka, y se abalanzó sobre él; pero el fantasma se cubrió de
sangre de los pies a la cabeza e iluminó toda la jata de una luz roja.
Aterrorizada, Pidorka salió corriendo al zaguán; luego, cuando se recobró,
quiso socorrerlo. ¡Pero fue en vano! La puerta se había cerrado con tanta
fuerza que no fue capaz de abrirla. Acudieron algunas personas que se pusieron
a golpear la puerta hasta que la derribaron; pero en el interior de la casa no
encontraron a nadie. Toda la jata estaba llena de humo; en medio de la pieza,
en el lugar donde debía encontrarse Pietro, había un montón de cenizas que
humeaban en algunos puntos. Se acercaron a los sacos, pero en su interior, en
vez de monedas de oro, sólo hallaron pedazos de barro cocido. Los cosacos se
quedaron como clavados al suelo, con la boca abierta y los ojos desorbitados,
sin atreverse a mover el bigote. Tanto
les había aterrorizado ese prodigio.
Nikolái Gógol (Ruso nacido en Ucrania, 1809-1852).
Las ilustraciones corresponden a dos fotogramas de la película Vechir na Ivana Kupalal, adaptación al cine del relato de Gógol dirigida por Yuri Ilyenko en 1969.
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