El auge del verano se dilata a mi lado con bostezo felino.
Árboles de bordes polvosos, autos derretidos
dentro de su caldera. El ardor hace tambalear mestizos a la deriva.
El capitolio se ha vuelto a pintar de rosa, los rieles
en torno a Woodford Square color sangre herrumbrosa.
La casa Rosada, con ánimo argentino,
canturrea desde el balcón. Monótonos, lívidos matorrales
rozan las nubes húmedas, sobre las tiendas de especies chinas en ideogramas de buitres.
Las calles de este horno asfixian.
Sastres luctuosos de Belmont escrutan inclinados sobre
máquinas antiguas
donde cosen a junio y julio sin sutura.
El solsticio de verano, en tanto que uno aguarda sus
relámpagos,
el centinela armado
aguarda con sopor el estallido de un fusil.
Pero yo me alimento de sus cenizas y vulgaridad,
de la fe que llena de horror a sus exilios,
de los montes en el ocaso y sus polvorientas luces naranjas,
y aun de la luz guía del puerto fétido
que gira como la de un auto policiaco. El terror,
al menos, es nativo. Como el olor putañero de la magnolia.
Toda la noche los ladridos de una revolución claman en falso. La luna resplandece como
un botón perdido.
Lámparas de sodio amarillo avanzan por el muelle.
(...)
El mar en el solsticio de verano, la carretera ardiente, esta hierba,
estas cabañas que me formaron,
la selva y el azadón vislumbrados a la orilla del camino, en el margen del arte;
las alimañas zumban en el bosque sagrado,
nada le puede exterminar, se encuentra en la sangre;
sus bocas rosáceas, de querubines cantan la ciencia lenta
de morir -cabezas con un ala diáfana como gasa en el oído.
Derek Walcott (Británico originario de la isla de Santa Lucía, 1930-2017).
Obtuvo el premio Nobel en 1992.
(Traducido al español por Roberto Diego Ortega).
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