"En la Edad Media la cacería de todos los unicornios fue un deporte místico y estético."
(Fragmentos de Oceanografía dispersa)
(Fragmentos de Oceanografía dispersa)
De aquel gran pulpo que conocimos todos por primera vez en Los trabajadores del mar de Víctor Hugo (también Víctor Hugo es un pulpo tentacular y poliformo de la poesía), de esa especie sólo llegué a ver un fragmento de brazo en el Museo de Historia Natural de Copenhague. Este sí era el antiguo kraken, terror de los mares antiguos, que agarraba a un velero y lo arrollaba cubriéndolo y enredándolo. El fragmento que yo vi conservado en alcohol indicaba que su longitud pasaba de treinta metros.
Pero lo que yo perseguí con mayor constancia fue la huella, o más bien el cuerpo del narval. Por ser tan desconocido para mis amigos el gigantesco unicornio marino de los mares del Norte, llegué a sentirme exclusivo correo de los narvales, y a creerme narval yo mismo.
Existe el narval? Es posible que un animal del mar extraordinariamente pacífico que lleva en la frente una lanza de marfil de cuatro o cinco metros, estriada en toda su longitud al estilo salomónico, terminada en aguja, pueda pasar inadvertido para millones de seres, incluso en su leyenda, incluso en su maravilloso nombre?
De su nombre puedo decir -narwhal o narval- que es el más hermoso de los nombres submarinos, nombre de copa marina que canta, nombre de espolón de cristal.
Y por qué entonces nadie sabe su nombre?
Por qué no existen los Narval, la bella casa Narval, y aún Narval Ramírez o Narvala Carvajal?
No existen. El unicornio marino continúa en su misterio, en sus corrientes de sombra transmarina, con su larga espada de marfil sumergida en el océano ignoto.
En la Edad Media la cacería de todos los unicornios fue un deporte místico y estético. El unicornio terrestre quedó para siempre, deslumbrante, en las tapicerías, rodeado de damas alabastrinas y copetonas, aureolado en su majestad por todas las aves que trinan o fulguran.
En cuanto al narval, los monarcas medioevales se enviaban como regalo magnífico algún fragmento de su cuerpo fabuloso, y de éste raspaban polvo que, diluido en licores, daba, oh eterno sueño del hombre!, salud, juventud y potencia.
Vagando una vez en Dinamarca, entré en una antigua tienda de historia natural, esos negocios desconocidos en nuestra América que para mí tienen toda la fascinación de la tierra. Allí, arrinconados, descubrí tres o cuatro cuernos de narval. Los más grandes medían casi cinco metros. Por largo rato los blandí y acaricié.
El viejo propietario de la tienda me veía hacer lances ilusorios, con la lanza de marfil en mis manos, contra los invisibles molinos del mar. Después los dejé cada uno en su rincón. Sólo pude comprarme uno pequeño, de narval recién nacido, de los que salen a explorar con su espolón inocente las frías aguas árticas.
Lo guardé en mi maleta, pero en mi pequeña pensión de Suiza, frente al lago Leman, necesité ver y tocar el mágico tesoro del unicornio marino que me pertenecía. Y lo saqué de mi maleta.
Ahora no lo encuentro.
Lo habré dejado olvidado en la pensión de Vésenaz, o habrá rodado a última hora bajo la cama? o verdaderamente habrá regresado en forma misteriosa y nocturna al círculo polar?
Miro las pequeñas olas de un nuevo día en el Atlántico.
El barco deja a cada costado de su proa una desgarradura blanca, azul y sulfúrica de aguas, espumas y abismos agitados.
Son las puertas del océano que tiemblan. Por sobre ella vuelan los diminutos peces voladores, de plata y transparencia.
Regreso del destierro.
Miro largamente las aguas. Sobre ellas navego hacia otras aguas: las olas atormentadas de mi patria. El cielo de un largo día cubre todo el océano. La noche llegará y con su sombra esconderá una vez más el gran palacio verde del misterio.
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