"... cerca del vado de la Biche, donde Clodoveo hizo beber a sus caballos, pasó un unicornio a mi vera..."
(Fragmento del capítulo I: El hada, el caballero y el doncel)
No intento arrogarme la prerrogativa de la exclusividad. No voy a salir yo inventando al unicornio. Antes, muchos han experimentado la sugestión de su enigma, desde el poeta de los Salmos, en los cuales representa en primer término el poder de Dios y luego la fuerza vital de los hombres, hasta Tertuliano y Justino, que lo utilizan para caracterizar a Cristo; a Prisciliano, que llamó a Dios, "unicorne"; a San Nilo, según el cual el monje es un unicornio; a San Basilio, que designa a Cristo como filius unicornium; a Ambrosio, que expresa que el nacimiento del unicornio es un misterio equiparable a la concepción de Nuestro Señor; y a Ctesias, Plinio y los naturalistas alejandrinos, que describieron coloridamente al monoceronte; y al Preste Juan, que pintó la guerra del unicornio y el león; y a Felipe de Thaon, que lo incluyó en su Bestiario; y a Thibaut de Champaña, que en una canción lo empleó para elaborar una imagen encantadora; y al escéptico Ambroise Paré; y así hasta los actuales contemporáneos, Jung, el erudito Odell Shepard, autor de Lore of the Unicorn, y el último, el delicioso e inquietante Bertrand d'Astorg de Le mythe de la Dame á la Licorne. Sí; se lo ha desmenuzado, autopsiado, investigado, y encrespadas interpretaciones promovió. Alegoría de Jesús y del Espíritu Santo; símbolo de la potencia del mal; emblema de la encarnación; imagen de la vida eremítica; proyección de la Luna; efigie del alquímico mercurio; para casi todos, arquetipo de pureza; para Leonardo da Vinci, figura y cifra de la sensualidad. ¡Qué discutido bruto, qué delicadísima insignia, zarandeada por el juego metafórico!
Una tarde, en la floresta de Lussac, cerca del vado de la Biche, donde Clodoveo hizo beber a sus caballos, pasó un unicornio a mi vera, al galope. Tuve tiempo de apresar con los ojos su forma fugaz, y ya había escapado, dejándome la visión multicolor de su cuerpo equino, blanco, su cabeza roja, sus ojos azules, su cuerno negro, blanco y escarlata. Quise atraparlo y, sin darme sitio a ejercer mis facultades de hada, pues hubiera querido llevarle a Raimondín el preciado trofeo, se perdió en la salvaje espesura. No tuve en cuenta entonces, en mi aturdimiento, el arte especial que para cazar un unicornio se requiere, y que en la Edad Media hasta los niños conocían. El monoceronte es un ser ambiguo. Por eso ha sido objeto de glosas tan distintas. Peligroso, sanguinario, muere de tristeza en el cautiverio. Es capaz de luchar con un elefante, su detestado enemigo, y de clavarle el cuerno en la corteza rugosa; y sin embargo, ama a las palomas y se detiene a descansar bajo el árbol entre cuyas ramas se escucha su arrullo apasionado. Para cazarlo -¿por qué no lo recordé a la sazón?- es menester situar a una doncella en el corazón mismo del bosque que la bestia cruza con violento retumbo de cascos y vibrantes relinchos. La que servirá de trampa, debe ser una verdadera doncella, sin mácula alguna, pues si su pureza hubiera flaqueado en lo más leve, el unicornio, infalible detector de corrupciones, a cuya sensibilidad no se hurta y disimula nada, la castigará hincándole el asta filosa y dándole instantánea muerte. Ella lo aguardará en solitario silencio. Será hermosa y estará desnuda. Como los unicornios participan, a semejanza de los humanos, de gustos diversos, un manuscrito sirio, citado por d'Astorg, propone la posibilidad, a falta de una virgen, de emplear una prostituta o un joven vestido de muchacha. Pero lo corriente, lo ortodoxo, lo que han recogido los tapices de Clurry y los de los Cloisters de Nueva York, es que el cebo sea una mocita de perfecta castidad. Y desnuda, como lo estuve yo dentro de mi tonel fatídico. En los tapices góticos no la tejieron sin rebozo, exhibiendo la desvelada diafanidad de su cuerpo, quizás porque el pudor de las damas tejedoras se resistía a ese desenfado; mas ha de estar desnuda: sine qua non. Y en la intrincada umbría aguardará a la aparición piafante. Entonces acontecerá lo que los exegetas han reseñado reiterativamente: el monocorne, con la defensa recién aguzada en una roca (esa defensa que sirvió para salvarlo del Diluvio, pues por ella lo ataron al casco del Arca), se parará, huyendo de cazadores y lebreles, deslumbrado por el resplandor de la virginidad; vacilará un segundo; luego doblegará la cabeza; se aproximará a la doncella lentamente y, mientras ésta lo acaricia, depositará su testuz con un enamorado suspiro en su regazo, y entrecerrará los ojos. Quedará como enajenado, tan distante, tan olvidado de todo, que los cazadores lo ultimarán con sus flechas, venablos y picas, sin que oponga resistencia alguna. Ello se deberá, opinan unos, a la frescura que emana de la inocencia y que apacigua el ardor de su sangre y lo conduce al sueño; según la conjetura de Leonardo, a la voluptuosa satisfacción que domina su sangre bravía y lo impulsa a recostar su delicia en el pecho tibio de la niña intacta -que domina su sangre bravía y lo impulsa a recostar su delicia en el pecho tibio de la niña intacta -o de la mujerzuela, o del disfrazado muchacho, respondiendo a la variedad de sus inclinaciones- y a omitir las aptitudes bélicas de su cuerno. Por un camino o por el otro: por el del embargado respeto a la candidez, o por el de la inerme entrega a la lascivia, el unicornio encontrará su doloroso fin. En consecuencia, yo lo considero -pues ello depende del modo en que se mire al asunto- como el símbolo de la pureza y como el símbolo de la impureza, y eso, esa opuesta dualidad que culmina en su destrucción inexorable, es lo que en él más me conmueve.
Una tarde, en la floresta de Lussac, cerca del vado de la Biche, donde Clodoveo hizo beber a sus caballos, pasó un unicornio a mi vera, al galope. Tuve tiempo de apresar con los ojos su forma fugaz, y ya había escapado, dejándome la visión multicolor de su cuerpo equino, blanco, su cabeza roja, sus ojos azules, su cuerno negro, blanco y escarlata. Quise atraparlo y, sin darme sitio a ejercer mis facultades de hada, pues hubiera querido llevarle a Raimondín el preciado trofeo, se perdió en la salvaje espesura. No tuve en cuenta entonces, en mi aturdimiento, el arte especial que para cazar un unicornio se requiere, y que en la Edad Media hasta los niños conocían. El monoceronte es un ser ambiguo. Por eso ha sido objeto de glosas tan distintas. Peligroso, sanguinario, muere de tristeza en el cautiverio. Es capaz de luchar con un elefante, su detestado enemigo, y de clavarle el cuerno en la corteza rugosa; y sin embargo, ama a las palomas y se detiene a descansar bajo el árbol entre cuyas ramas se escucha su arrullo apasionado. Para cazarlo -¿por qué no lo recordé a la sazón?- es menester situar a una doncella en el corazón mismo del bosque que la bestia cruza con violento retumbo de cascos y vibrantes relinchos. La que servirá de trampa, debe ser una verdadera doncella, sin mácula alguna, pues si su pureza hubiera flaqueado en lo más leve, el unicornio, infalible detector de corrupciones, a cuya sensibilidad no se hurta y disimula nada, la castigará hincándole el asta filosa y dándole instantánea muerte. Ella lo aguardará en solitario silencio. Será hermosa y estará desnuda. Como los unicornios participan, a semejanza de los humanos, de gustos diversos, un manuscrito sirio, citado por d'Astorg, propone la posibilidad, a falta de una virgen, de emplear una prostituta o un joven vestido de muchacha. Pero lo corriente, lo ortodoxo, lo que han recogido los tapices de Clurry y los de los Cloisters de Nueva York, es que el cebo sea una mocita de perfecta castidad. Y desnuda, como lo estuve yo dentro de mi tonel fatídico. En los tapices góticos no la tejieron sin rebozo, exhibiendo la desvelada diafanidad de su cuerpo, quizás porque el pudor de las damas tejedoras se resistía a ese desenfado; mas ha de estar desnuda: sine qua non. Y en la intrincada umbría aguardará a la aparición piafante. Entonces acontecerá lo que los exegetas han reseñado reiterativamente: el monocorne, con la defensa recién aguzada en una roca (esa defensa que sirvió para salvarlo del Diluvio, pues por ella lo ataron al casco del Arca), se parará, huyendo de cazadores y lebreles, deslumbrado por el resplandor de la virginidad; vacilará un segundo; luego doblegará la cabeza; se aproximará a la doncella lentamente y, mientras ésta lo acaricia, depositará su testuz con un enamorado suspiro en su regazo, y entrecerrará los ojos. Quedará como enajenado, tan distante, tan olvidado de todo, que los cazadores lo ultimarán con sus flechas, venablos y picas, sin que oponga resistencia alguna. Ello se deberá, opinan unos, a la frescura que emana de la inocencia y que apacigua el ardor de su sangre y lo conduce al sueño; según la conjetura de Leonardo, a la voluptuosa satisfacción que domina su sangre bravía y lo impulsa a recostar su delicia en el pecho tibio de la niña intacta -que domina su sangre bravía y lo impulsa a recostar su delicia en el pecho tibio de la niña intacta -o de la mujerzuela, o del disfrazado muchacho, respondiendo a la variedad de sus inclinaciones- y a omitir las aptitudes bélicas de su cuerno. Por un camino o por el otro: por el del embargado respeto a la candidez, o por el de la inerme entrega a la lascivia, el unicornio encontrará su doloroso fin. En consecuencia, yo lo considero -pues ello depende del modo en que se mire al asunto- como el símbolo de la pureza y como el símbolo de la impureza, y eso, esa opuesta dualidad que culmina en su destrucción inexorable, es lo que en él más me conmueve.
Manuel Mujica Láinez (Argentina, 1910-1984)
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