Noventa y cinco
Con extraordinario estupor descubrió en la parada del autobús un unicornio blanco. La cosa le sorprendió mucho porque el unicornio había llenado todo un capítulo del tratado de las Cosas que no existen; él había sido entonces muy competente en materia de Cosas que no existen y había obtenido notas excelentes, y hasta el profesor le había exhortado a convertirse en un especialista en Cosas que no existen. Se da por supuesto que, cuando se estudian las Cosas que no existen, se investigan también las razones por las que no pueden existir y los modos en que no existen, ya que las Cosas pueden ser imposibles, contradictorias, incompatibles, extraespacio- temporales, antihistóricas, recesivas, implosivas, y no existir de muchos otros modos. El unicornio era absolutamente antihistórico. Sin embargo ahí había uno en la parada del autobús y la gente no parecía prestarle atención; pero lo extraordinario no acaba ahí: en efecto, el unicornio estaba parloteando -no podía utilizarse otra palabra- con algo que él no veía; después llegó el autobús, el unicornio saludó a este alguien que él no veía y subió “exhibiendo”, como quien dice, un pase; y entonces apareció un basilisco de mediana estatura con unas gafas oscuras muy gruesas. El basilisco era un animal complicado y su inexistencia se debía al “exceso”; se trataba, además, de un animal descrito como peligroso -sus ojos poseían poderes “imposibles”- y se le ocurrió pensar que por dicho motivo llevaba las gafas. El basilisco tenía una bolsa bajo el brazo y cuando se acercaba un autobús la abría y sacaba algo -¿no era una cabeza de Medusa?-, algo que miraba el número del autobús y se lo decía, porque estaba claro que con aquellas gafas él no podía ver nada. El especialista en Cosas que no existen estaba muy turbado; ¿era posible que se hubiera vuelto loco? No lo creía. Comenzó a vagabundear sin una meta precisa y encontró un tragéfalo, un ave fénix y una anfibesna en bicicleta; un sátiro le preguntó dónde estaba la calle Macedonio Melloni y un señor con la cabeza en mitad del pecho le preguntó la hora y le dio las gracias cortésmente. Cuando comenzó a ver las hadas y los elfos y los ángeles custodios, le pareció que siempre había vivido en una ciudad abandonada por los seres humanos o poblada de comparsas; ahora comienza a preguntarse si también el Mundo, precisamente el Mundo, es una Cosa que no existe.
Giorgio Manganelli (Italia, 1922-1990)
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