"No encontré nada más que manzanas, y tomé tres. Pero pensé que ella tal vez también tendría hambre (...) así que guardé dos más en mi bolsillo..."
(Fragmentos del capítulo XIII)
Nos quedamos así un
rato y ella se puso una chaquetilla y encendió la luz.
No había terminado de
secarse. Su cabello aún estaba húmedo sobre su frente y escurrían gotas de agua
por su pequeño rostro, dirigiéndose a sus ojos.
- ¿Has estado aquí todo
el tiempo? -preguntó con dureza.
No le respondí, pero
sonreí, sintiéndome querido a pesar de su mirada furiosa.
- ¿No has ido a comer? -inquirió.
Tampoco le respondí esta
vez y me pasó una mano por la mejilla.
- ¿Por qué te quedaste?
-dijo al fin.
Lágrimas
indescriptibles llenaron mis ojos. Y mudo, sin pestañear, lloré contra su
rostro, silencioso en mi llanto como un niño que despierta de una pesadilla.
Creo que me dijo:
- ¡Fíjate, es tiempo de
que aprendas a ser un hombre!
Estaba viva en mis
manos y yo era como un chamaco curioso, feliz de sentirla viva entre mis manos.
Me reía de felicidad sin que nada me consumiera. Y reía feliz de permanecer
entero e intacto cada vez que se retiraba. Y no sabía cómo expresarle lo
feliz que me sentía.
- Era por esto, era por
esto -dije.
Con el tiempo me dijo
que se había convertido en una “mujer de mala reputación” para que yo pudiera
conocerla.
- No entendía por qué…
-dijo-. Siempre me cuestioné, pero ¿por qué me encuentro viviendo esta vida? Y
ahora lo entiendo y estoy feliz.
Me preguntó:
- Y tú, ¿estás contento?
No supe cómo
responderle, estaba feliz y ella quería percibir mi aliento, me dijo:
- ¡Qué bueno es! Fresco,
de muchacho.
Entonces me di cuenta
de que se había quedado dormida y me levanté para dejarla dormir. Tenía mucha
hambre. Lentamente, me puse los calzones y la chaqueta sobre mi piel desnuda y
salí de la habitación descalzo. Me dije: “Tengo hambre”, y era como si
estuviera feliz de sentirlo. Y de que fuera tanta, porque era feliz.
(...)
No encontré nada más
que manzanas, y tomé tres. Pero pensé que tal vez ella también tendría hambre y
que le gustaría comer algunas, así que guardé dos más en mi bolsillo. Apenas
pude evitar ponerme a silbar. También comí terrones de azúcar, bebí agua del
grifo y mordiendo una manzana subí en la oscuridad, esta vez saltando los
escalones de tres en tres.
Ella dormía acurrucada.
- ¡Oh! -la llamé
inclinándome para besarle el pelo, aún con la boca llena de manzana-. Pero seguía
durmiendo y dudé en insistir de nuevo. La idea de dejarla dormir me llenó de
ternura. La cubrí para que no pasara frío y me dirigí a masticar las manzanas
junto a la ventana, hasta donde llegó el canto de un gallo.
Elio Vittorini (Italia, 1908-1966).
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