Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 1 de junio de 2024

Mirándolas dormir: EL CLAVEL ROJO, de Elio Vittorini

"No encontré nada más que manzanas, y tomé tres. Pero pensé que ella tal vez también tendría hambre (...) así que guardé dos más en mi bolsillo..."

(Fragmentos del capítulo XIII)

Nos quedamos así un rato y ella se puso una chaquetilla y encendió la luz.

No había terminado de secarse. Su cabello aún estaba húmedo sobre su frente y escurrían gotas de agua por su pequeño rostro, dirigiéndose a sus ojos.

- ¿Has estado aquí todo el tiempo? -preguntó con dureza.

No le respondí, pero sonreí, sintiéndome querido a pesar de su mirada furiosa.

- ¿No has ido a comer? -inquirió.

Tampoco le respondí esta vez y me pasó una mano por la mejilla.

- ¿Por qué te quedaste? -dijo al fin.

Lágrimas indescriptibles llenaron mis ojos. Y mudo, sin pestañear, lloré contra su rostro, silencioso en mi llanto como un niño que despierta de una pesadilla.

Creo que me dijo:

- ¡Fíjate, es tiempo de que aprendas a ser un hombre!

Estaba viva en mis manos y yo era como un chamaco curioso, feliz de sentirla viva entre mis manos. Me reía de felicidad sin que nada me consumiera. Y reía feliz de permanecer entero e intacto cada vez que se retiraba. Y no sabía cómo expresarle lo feliz que me sentía.

- Era por esto, era por esto -dije.

Con el tiempo me dijo que se había convertido en una “mujer de mala reputación” para que yo pudiera conocerla.

- No entendía por qué… -dijo-. Siempre me cuestioné, pero ¿por qué me encuentro viviendo esta vida? Y ahora lo entiendo y estoy feliz.

Me preguntó:

- Y tú, ¿estás contento?

No supe cómo responderle, estaba feliz y ella quería percibir mi aliento, me dijo:

- ¡Qué bueno es! Fresco, de muchacho.

Entonces me di cuenta de que se había quedado dormida y me levanté para dejarla dormir. Tenía mucha hambre. Lentamente, me puse los calzones y la chaqueta sobre mi piel desnuda y salí de la habitación descalzo. Me dije: “Tengo hambre”, y era como si estuviera feliz de sentirlo. Y de que fuera tanta, porque era feliz.

(...)

No encontré nada más que manzanas, y tomé tres. Pero pensé que tal vez ella también tendría hambre y que le gustaría comer algunas, así que guardé dos más en mi bolsillo. Apenas pude evitar ponerme a silbar. También comí terrones de azúcar, bebí agua del grifo y mordiendo una manzana subí en la oscuridad, esta vez saltando los escalones de tres en tres.

Ella dormía acurrucada.

- ¡Oh! -la llamé inclinándome para besarle el pelo, aún con la boca llena de manzana-. Pero seguía durmiendo y dudé en insistir de nuevo. La idea de dejarla dormir me llenó de ternura. La cubrí para que no pasara frío y me dirigí a masticar las manzanas junto a la ventana, hasta donde llegó el canto de un gallo.

Elio Vittorini (Italia, 1908-1966).

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