"Y sólo entonces se me ocurrió enrostrarle lo que llamé descaro (...) La niña gentil, la mujer provocante, se convirtió en una diosa agraviada."
(Fragmento del capítulo VII: Bodas en Bomarzo)
Ella me acariciaba también evitando que sus manos rozaran mi espalda, quizás con asco, quizás con cierta indulgencia, con cierta indiferencia, porque procedía como yo de una vieja casta y, en los linajes muy gastados por el tiempo, muy usados por los artificios decadentes, lo inhabitual, lo que entre otros puede resultar motivo de una ruptura inmediata, es asunto que se considera como entre cómplices, herederos de similares desconciertos, pues en esa atmósfera todo se torna más complejo y más extraño. Era el medio en el cual Julia Gonzaga había acompañado con su virginidad, hasta su muerte, a su marido Vespasiano Colonna; el medio en el cual Guidobaldo de Montefeltro y su mujer habían sobrellevado, sin ser santos, sus nupcias blancas. Pero tal vez yo pensaba así ante el horror de un escándalo que pondría de manifiesto una tara más del duque de Bomarzo. ¿Qué sabía yo de lo que andaba por la cabeza de Julia, en momentos en que me afanaba inútilmente, apretando los dientes, sacudién- dola, torturándola, torturándome, buscando de suplir con mi boca lo que no lograba de otro modo?; ¿qué sabía yo, desarmado, echado sobre aquel cuerpo hermoso y frío? Le hablé groseramente de las victorias que había obtenido en ese campo. Di nombres que para ella nada significaban, a fin de acreditar mi poder. Me porté como un rústico, después de portarme como un deleznable incapaz. Y sólo entonces se me ocurrió enrostrarle lo que llamé descaro. Sólo entonces -y no porque me perturbara esencialmente el atrevimiento de su actitud, sino porque lo utilicé como un pretexto para disculpar la mía- atiné a acusarla de prácticas y conocimientos previos en la materia que nos reunía sobre el lecho tumultuoso. La colera la inflamó, bajo el insulto. La niña gentil, la mujer provocante, se convirtió en una diosa agraviada. Ejercía igual dominio sobre el registro majestuoso y sobre el registro sensual y cuando se le antojaba exteriorizaba hasta qué punto era la sobrina del cardenal Alejandro Farnese. Debo decir que se defendió muy bien, que infundió tal verosimilitud a sus palabras, aludiendo a su inocencia y a su solo deseo de hacerme feliz, brindándome cuanto poseía, que me obligó a excusarme, a apelotonarme, a postrarme a sus pies, pues de repente temí haber empeorado mi situación con un error gravísimo y haberlo perdido todo con un desacierto más. Eso colmó mi humillación. Para reconquistar por lo menos su amistad y obtener una prórroga de su confianza, recurrí a las adulaciones serviles, como si yo no fuera el duque y el gran señor que pretendía y que la había recibido en su castillo con tan noble pompa, entre los próceres de Italia, sino un villano vulgar, un esclavo, hasta que cedió su tensión y reanuda- mos nuestras frustradas caricias. Por fin, rendido, cubierto de sudor, caí en letargo.
"Ella continuaba dormida, abandonada. (...) si no había podido poseer a la mujer viva, en cambio había poseído su imagen."
Soñé que descendía con Julia hasta el bosque de las rocas, el futuro Sacro Bosque. Íbamos ambos apartando ramajes, entre los olmos, las encinas, los tamarindos, los sauces, en medio de cuya trabazón se revelaban los peñascos fantasmales con priápica insolencia. Había allí una numerosa compañía de hombres y mujeres desnudos, semejantes a los seres infernales que pueblan las tumbas etruscas. Nos incorporábamos a sus danzas, a sus manejos eróticos, a sus violentos abrazos, en el vertiginoso aquelarre, y nos desplomábamos, fundidos el uno con el otro, en el centro de esos apilados cuerpos de recios colores, pintados con los ocres del óxido de hierro, con los negros del carbón vegetal, con los azules del lapislázuli, que giraban alrededor de un demonio de cerámica. Yo estiraba las manos, braceando como un nadador presto a hundirse, y tropezaba con un duro pecho femenino, con una pierna, con un sexo de hombre. Era como si nadara en un río espeso de cuerpos policromos, confundidos, entrelazados, en el cual era imposible separar los miembros y las cabezas, porque entre todos componían un solo monstruo inmenso que se desplazaba como un lento río caliente, bogando a la sombra de los árboles luctuosos y de las rocas lascivas. Julia era mía, por fin. Tan agudo fue el espasmo que desperté gritando. Ella continuaba dormida, abandonada. Vi, con amargura, que si no había podido poseer a la mujer viva, en cambio había poseído a su imagen.
Manuel Mujica Láinez
(Argentina, 1910-1984).
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