Libro primero: La cesta de cañas
(Fragmento del capítulo 5)
- Me llamo Tabubué. Ahora que lo sabes, vete y no vuelvas nunca
más a fin de que no te pueda hacer daño. Pero si te quedas no podrás
reprocharme nunca los contra- tiempos que te puedan ocurrir.
Me dejó tiempo para reflexionar, pero no me marché. Entonces
lanzó un leve suspiro como si estuviese cansada de este juego y dijo:
- De acuerdo. Debo, ciertamente, darte lo que has venido a buscar.
Pero no seas demasiado ardiente, porque estoy cansada y temo
quedarme dormida en tus brazos.
Me llevó a su dormitorio. Su lecho era de marfil y madera negra. Se
desnudó y me abrió los brazos. Yo tenía la sensación de que mi cuerpo
y mi corazón y todo mi ser estaban reducidos a cenizas. Pero no tardó
en bostezar y dijo:
- Estoy verdaderamente cansada y creo realmente que no has tocado
mujer, porque eres muy inhábil y no me causas el menor placer. Pero
un hombre que viene por primera vez a casa de una mujer le hace un
don irremplazable. Por esto no te pido nada más. Vete ahora y déjame
dormir, porque has recibido ya lo que viniste a buscar.
Quise besarla de nuevo, pero ella me rechazó, de manera que
regresé a mi casa. Pero mi cuerpo estaba inflamado; en mí bullía
todo, y sabía que no podría olvidarla jamás.
Libro séptimo: Minea
(Fragmento del capítulo 4)
Así me era imposible contentarla, a pesar de mi esfuerzo, y aquella
noche no acudió a mi lado como de costumbre, sino que se llevó su
alfombra a otra habitación y se cubrió la cabeza para dormir.
Entonces la llamé y dije:
- Minea, ¿por qué no calientas mi cuerpo como antes, puesto que eres
más joven que yo y la noche es fría y tiemblo bajo mi alfombra?
- No dices la verdad, porque mi cuerpo está ardiendo como si estuviese
enferma, y no puedo respirar con este calor asfixiante. Por esto prefiero
dormir sola, y si tienes frío pide una estufa o ponte un gato al lado y no
me molestes más.
Me acerqué a ella y le toqué el cuerpo y la frente, y estaba
verdaderamente febril y temblaba bajo su alfombra, de manera que le
dije:
- Quizás estés enferma; déjame que te cuide.
Pero ella rechazó su manta con el pie y dijo con cólera:
- Vete; no dudo de que mi dios curará mi enfermedad.
Pero al cabo de un momento dijo:
- Dame de todos modos un remedio, Sinuhé, porque me ahogo y tengo
ganas de llorar.
Le di un calmante y acabó durmiéndose, pero yo velé a su lado hasta
el alba, cuando los perros comenzaron a ladrar en el crepúsculo lívido.
Y llegó el día de la marcha y le dije a Kaptah:
- Recoge todos nuestros efectos, porque embarcamos hacia la isla de
Keftiú, que es la patria de Minea.
Mika Waltari (Finlandia, 1908-1979).
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