"... se detuvo un momento delante de la puerta del cuarto, sin ánimo de entrar. «Es una cárcel», pensó.»"
(Fragmentos del capítulo XXII)
- ¿Quiere algo, madame?
- Necesito que alguien venga conmigo al mercado y me ayude a comprar
unas mantas.
- Ah, je regrette, madame. No hay nadie en el destacamento que pueda
hacerle ese servicio y no le aconsejo ir sola. Pero si quiere, puedo mandarle
algunas mantas de mi casa.
Kit le agradeció efusivamente. Volvió al patio interior y se detuvo un
momento delante de la puerta del cuarto, sin ánimo de entrar. «Es una cárcel»,
pensó. «Soy una prisionera, ¿y por cuánto tiempo? Sabe Dios.» Entró, se sentó
en una maleta junto a la puerta y se quedó mirando el suelo. Después se
levantó, abrió una maleta, sacó una gruesa novela francesa que había comprado
antes de salir para Boussif y trató de leer. Cuando llegó a la quinta página
oyó a alguien que atravesaba el patio. Era un joven soldado francés que traía
tres espesas mantas de pelo de camello. Se puso de pie y haciéndose a un lado
para dejarlo entrar, dijo: «Ah, merci. Comme vous etes aimable!» Pero el
soldado se quedó en la puerta, con los brazos tendidos para alcanzarle las
mantas. Ella las tomó y las dejó en el suelo, a sus pies. Cuando levantó la
mirada, el soldado se había ido. Lo siguió un instante con los ojos y después
se puso a reunir entre sus ropas varias prendas que podían servir de base para
poner encima las mantas. Finalmente se hizo una yacija, se tendió y descubrió
con agra- dable sorpresa que era confortable. Sintió de golpe un deseo invencible
de dormir. Faltaba una hora y media para que Port tomara su medicamento. Cerró
los ojos y por un instante estuvo de vuelta en el camión que la llevaba de El
Ga'a a Sbâ. Arrullada por la sensación de movimiento, se durmió en seguida.
(...)
En la luz pálida, enfermiza del alba, Kit oyó que Port empezaba a
sollozar. Electri- zada, se sentó y miró al rincón donde estaba la cabeza de él.
El corazón le latía muy rápido, activado por una extraña emoción que no podía
identificar. Escuchó un rato, decidió que lo que sentía era compasión, e
inclinándose se le acercó. Los sollozos salían mecánicamente, como hipos o
eructos. Poco a poco la excitación se desvane- ció, pero se quedó sentada,
escuchando atentamente los dos sonidos al mismo tiempo: los sollozos dentro del
cuarto y el viento afuera. Dos sonidos impersonales, naturales. Después de un
silencio repentino, breve, le oyó decir claramente: «Kit, Kit.» «¿Sí?», dijo
Kit con los ojos dilatados. Pero él no contestó. Al cabo de un largo rato Kit
se deslizó subrepticiamente bajo las mantas y se quedó dormida. Al despertar ya
era la mañana. Los rayos inflamados de un sol distante caían a través del polvo
fino del aire; el viento insistente parecía a punto de llevarse la poca luz que
llegaba.
Se levantó y anduvo por la habitación entumecida de frío, tratando de
remover lo menos posible el polvo mientras se lavaba. Pero todo estaba cubierto
por una espesa capa de arena. Tenía conciencia de que algo le fallaba, como si
toda una parte de su cerebro estuviera inerte. Sentía la falta: una enorme
mancha ciega en su interior, pero no podía localizarla. Y veía como desde lejos
los torpes gestos de sus manos en contacto con los objetos y las ropas. «Esto
tiene que terminar», se dijo. «Esto tiene que terminar.» Pero no sabía
exactamente qué quería decir. Nada podía terminar; todo seguía, siempre.
(...)
No apareció nadie. Entró tropezando en varias habitaciones como nichos vacíos,
pero descubrió un pasillo que llevaba a la cocina. Zina estaba acurrucada en el
suelo, pero Kit no consiguió hacerle entender lo que quería. La vieja le indicó
con gestos que iría a buscar al Capitán Broussard. De vuelta en la
semioscuridad, Kit se tendió en su jergón, tosiendo y frotándose los ojos para
quitarse la arena. Port seguía durmiendo.
Ella misma estaba dormida cuando llegó. El Capitán se retiró la capucha
del albornoz de pelo de camello, lo sacudió y cerró la puerta, tratando de ver
en la oscuridad. Kit se puso de pie. Intercambiaron las preguntas y respuestas
de rigor sobre el estado del paciente, pero cuando ella le habló de la leche,
el Capitán se limitó a mirarla compasivamente. Toda la leche en lata estaba
racionada y era sólo para las mujeres con niños pequeños.
Paul Bowles (Estadounidense fallecido en Marruecos, 1910-1999).
(Traducido al español por Aurora Bernárdez).
La ilustración inferior corresponde a Debra Winger y John Malkovich en un fotograma de la adaptación
al cine de la novela: Refugio para el amor (The Sheltering Sky, 1990), dirigida por Bernardo Bertolucci.
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