Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 15 de julio de 2020

Epidemias: MASA Y PODER, de Elías Canetti

"... hay una cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos."

Epidemias

(Fragmento)

Entre todas las desgracias que desde siempre han azotado a la humanidad, las grandes epidemias han dejado un recuerdo especialmente vivido. Estallan de súbito como las catástrofes naturales, pero mientras que un terremoto se agota la mayoría de las veces en pocas y breves sacudidas, la epidemia puede durar meses o incluso todo un año. El horror del terremoto culmina de golpe, sus víctimas perecen todos a la vez. Una epidemia de peste, por el contrario, tiene un efecto acumulativo-, primero son atacados sólo unos pocos, luego se multiplican los casos, se ven muertos por todas partes; en seguida se ven reunidos más muertos que vivos. El resultado de la epidemia puede ser el mismo que el de un terremoto. Pero los hombres son testigos de la gran mortalidad que se difunde y cunde a ojos vistas. Son como los participantes de una batalla que dura más que todas las batallas conocidas. Pero el enemigo es secreto, no se lo ve por ninguna parte; no se le puede atacar. Sólo se espera ser atacado por él. El combate lo libra la parte adversa exclusivamente, asestando sus golpes a quien se le antoja. Y los asesta a tantos que debe temerse que a todos les toque.

No bien se la reconoce, la epidemia no puede desembocar más que en la muerte común de todos. Quienes son atacados esperan -puesto que no hay remedio contra ella- la ejecución de la sentencia. Sólo los atacados por la epidemia son masa-, son iguales respecto al destino que les espera. Su número aumenta con celeridad creciente. Alcanzan la meta hacia la que se mueven en pocos días. Alcanzan la mayor densidad posible a cuerpos humanos: todos juntos en un montón de cadáveres. Esta masa estancada de los muertos, según las ideas religiosas, sólo está muerta por un tiempo. Resucitará en un único instante y apiñada estrechamente se formará ante Dios para el Juicio Final. Pero aun dejando de lado la suerte ulterior de los muertos -porque las creencias religiosas no son idénticas en todas partes-, hay una cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos. «Calles y templos» están repletos de ellos. A menudo ya ni es posible sepultar una a una a las víctimas, como corresponde: se apilan unas sobre otras, miles de ellas en una sepultura, reunidas en gigantescas fosas comunes.

Hay tres fenómenos significativos bien conocidos a la humanidad, cuya meta son los montones de cadáveres. Están estrechamente emparentados entre sí y por ello hay que delimitarlos bien. Estos tres fenómenos son la batalla, el suicidio en masa y la epidemia.

En la batalla la mira se ha puesto en el montón de cadáveres del enemigo. Se quiere disminuir el número de enemigos vivientes, para que en comparación el número de la propia gente sea tanto mayor. Que la gente propia también perezca es inevitable, pero no es eso lo que se desea. La meta es el montón de muertos enemigos. Se la busca activamente, por propia iniciativa, por la fuerza del propio brazo.

En el suicidio en masa esta iniciativa se vuelve contra la propia gente. Hombre, mujer, niño, todos se matan recíprocamente, hasta que no queda sino el montón de los propios muertos. Para que nadie caiga en manos del enemigo, para que la destruc- ción sea total, se acude al fuego.

En la epidemia el resultado es el mismo que en el suicidio en masa, pero no es arbitrario y parece impuesto desde afuera por un poder desconocido. Tarda más en alcanzar la meta; así se vive en una igualdad de atroz expectativa, durante la que todos los vínculos habituales de los hombres se deshacen.

El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza. La expectativa de vida, la vida misma se expresa, por decir así, en el acto de mantenerse a distancia de los enfermos. Los infestados se transforman poco a poco en masa muerta; los no infestados se mantienen lejos de todos y de cada uno, a menudo también de sus parientes, de sus cónyuges, de sus niños. Es notable cómo en este caso la esperanza de sobrevivir hace del hombre un ser aislado, frente al que se sitúa la masa de todas las víctimas.

Pero dentro de esta maldición general, en que resulta perdido todo aquel que cae enfermo, sucede lo más sorprendente: algunos, contados, convalecen de la peste. Es de imaginar cómo se deben sentir éstos en medio de los otros. Han sobrevivido, y se sienten invulnerables. Así también pueden compadecerse de los enfermos y moribun- dos que los rodean.

«Tales gentes -dijo Tucídides- se sentían tan exaltadas en su convalecencia que opinaban que ya no podrían morir jamás de enfermedad.»

Elías Canetti
(Nacido en Bulgaria, nacionalizado británico y fallecido en Suiza, 1905-1994).
Obtuvo el premio Nobel en 1981. 

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