Regresa la primavera a Vancouver.

sábado, 11 de julio de 2020

Epidemias: TRES NOVELAS DE ALEJO CARPENTIER


El reino de este mundo

(Fragmento del capítulo 7: San Trastorno)

A la mañana siguiente, instada por Leclerc que acababa de atravesar pueblos diezmados por la epidemia, Paulina huyó a la Tortuga seguida por el negro Solimán y las camaristas cargadas de hatos. Los primeros días se distrajo bañándose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias del cirujano Alejandro Oliverio Oexmelin, que tan bien había conocido los hábitos y fechorías de los corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban las ruinas de una fea fortaleza. Se reía cuando el espejo de su alcoba le revelaba que su tez bronceada por el sol, se había vuelto la de espléndida mulata. Pero aquel descanso fue de corta duración. Una tarde. Leclerc desembarcó en la Tortuga con el cuerpo destemplado por sinies- tros escalofríos. Sus ojos estaban amarillos. El médico militar que lo acompañaba le hizo administrar fuertes dosis de ruibarbo.

Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvían imágenes, muy desdibujadas, de una epidemia de cólera en Ajaccio. Los ataúdes que salían de las casas en hombros de hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de las higueras; las hijas, vestidas de negro, que se querían arrojar a las tumbas de los padres, y a quienes había que sacar de los cementerios a rastras. De pronto se sentía angustiada por la sensación de encierro que había tenido muchas veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca, sus peñas rojizas, sus eriales de cactos y chicharras, su mar siempre visible, se le asemejaba, en estos momentos, a la isla natal. No había fuga posible.

Los pasos perdidos

(Fragmento del capítulo VI)

En eso, un grifo abierto escupió una gárgara herrumbrosa, aspirando luego una suerte de tirolesa que corrió por todos los caños del edificio. Al ver caer el chorro que brotaba de la boca del tritón, en medio de la fuente, comprendimos que desde aquel instante sólo podríamos contar con nuestras reservas de agua, que eran pocas. Se habló de epidemias, de plagas, que serían acrecentadas por el clima tropical. Alguien trató de comunicarse con su Consulado: los teléfonos no tenían corriente, y su mudez los hacía tan inútiles, mancos como estaban, con el bracito derecho colgándoles del gancho de las reclamaciones, que muchos, irritados, los zarandeaban, los golpeaban sobre las mesas, para hacerlos hablar. «Es el Gusano» decía el gerente, repitiendo el chiste que, en la capital, había acabado por ser la explicación de todo lo catastrófico. «Es el Gusano.» Y yo pensaba en lo mucho que se exaspera el hombre, cuando sus máquinas dejan de obedecerle, en tanto que andaba en busca de una escalera de mano, para lanzarme hasta la ventanilla de un baño del cuarto piso, desde la cual podía mirarse afuera sin peligro. Cansado de otear un panorama de tejados, advertí que algo sorprendente ocurría al nivel de mis suelas. Era como si una vida subterránea se hubiera manifestado, de pronto, sacando de las sombras una multitud de bestezuelas extrañas. Por las cañerías sin agua, llenas de hipos remotos, llegaban raras liendres, obleas grises que andaban, cochinillas de caparachos moteados, y, como engolosinados por el jabón unos ciempiés de poco largo, que se ovillaban al menor susto, quedando inmóviles en el piso como una diminuta espiral de cobre. De las bocas de los grifos surgían antenas que avizoraban, desconfiadas, sin sacar el cuerpo que las movía. Los armarios se llenaban de ruidos casi imperceptibles, papel roído, madera rascada, y quien hubiera abierto una puerta, de súbito, habría promovido fugas de insectos todavía inhábiles en correr sobre maderas enceradas, que de un mal resbalón quedaban de patas arriba, haciéndose los muertos. Un pomo de poción azucarada, dejado sobre un velador, atraía una ascensión de hormigas rojas. Había alimañas debajo de las alfombras y arañas que miraban desde el ojo de las cerraduras. Unas horas de desorden, de desatención del hombre por lo edificado, habían bastado, en esta ciudad, para que las criaturas del humus, aprovechando la sequía de los caños interiores, invadieran la plaza sitiada.


El siglo de las luces

(Párrafo final del capítulo XXXVII)

Tras de los macizos de buganvillas, la casa resplandecía por todos sus candelabros, quinqués y arañas venecianas. Ahora habría que esperar la medianoche, en medio de bandejas de ponche. Doce campanadas caerían de la torre, y cada cual tendría que atragantarse con las doce uvas de ritual. Luego, sería la cena interminable, prolonga- da en sobremesa de avellanas y almendras rotas por los cascanueces. Y la orquesta de negros que, esta noche, estrenaría valses nuevos, cuyos papeles habían llegado la víspera y se ensayaban desde la mañana. Esteban no sabía qué hacer para huir de aquella fiesta, de los niños que lo acosaban, de los servidores que lo llamaban por su nombre, para que tomara parte en un juego o probara las copas que ya empezaban a alzar el tono de las risas en los portales iluminados. En eso se oyó un picado trotar de caballos. Remigio, en el pescante del coche muy enlodado, había aparecido al cabo de la avenida. Pero nadie venía en el coche. Parando en seco al ver a Esteban, le hizo saber que, tras de haber sufrido un síncope, Jorge estaba en cama, derribado por una epidemia nueva que azotaba la ciudad -epidemia que se atribuía a las grandes mortandades habidas en los campos de batalla de Europa, y cuyos miasmas mefíticos habían traído unas naves rusas, recién llegadas, que cambiaban mercade- rías nunca vistas por frutas tropicales, muy gustadas por los ricos señores de San Petersburgo.

(Párrafo inicial del capítulo XXXVIII)

La casa olía a enfermedad. Desde su entrada advertían las gargantas una presencia de mostazas y linazas en la lejanía de las cocinas. Era, de corredores a escaleras, un ir y venir de tisanas y sinapismos, pócimas y aceites alcanforados, en tanto que en baldes se subían las aguas de malvavisco y cebollas de lirio destinadas a refrescar la piel de quien no lograba soltar una fiebre tenaz, alzada a veces hasta las divagaciones del delirio. Después de un viaje triste y apresurado en lo posible, durante el cual apenas si se hablaron, Sofía y Esteban habían hallado a Jorge en estado de suma gravedad. Y no se trataba de un caso aislado. Media ciudad estaba postrada por una epidemia nueva que, con harta frecuencia, se manifestaba en dimensión mortal. Al ver aparecer a su esposa, el enfermo la miró con ojos extenuados, agarrándose de sus manos como si en ellas encontrara un asidero salvador. Como las puertas de la habitación estaban cerradas para evitar corrientes de aire, reinaba en ella una atmósfera sofocante y densa, oliente a vahos de farmacia, alcohol de fricción y cera de bujías, siempre encendidas porque Jorge tenía la opresiva sensación de que si se dormía en la oscuridad no despertaría más. Sofía lo arropó, lo arrulló, le puso una compresa de vinagre en la frente ardida, y fue al almacén para que Carlos pormenorizara el tratamiento aconsejado por médicos que poco sabían, en verdad, cómo luchar contra un mal hasta ahora desconocido...


Alejo Carpentier
(Cubano nacido en Suiza y fallecido en Francia, 1904-1980).

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