"Las escuelas se cerraron. No había una sola casa donde no hubiera niños calenturientos y padres enfermos."
(Fragmento del capítulo XVI)
Los pescadores, cargados de dinero, entraban y salían
durante toda la tarde. Se hacían a la mar al obscurecer y pescaban durante la
noche para poder jugar por las tardes. Por la noche, los soldados del nuevo
regimiento venían al Restaurante y se sentaban en torno a la gramola, bebiendo
Coca-Cola y fijándose en las muchachas para cuando recibiesen su paga. Dora
estaba preocupada por los impuestos, pues se hallaba frente al curioso enigma
que declaraba ilegal su comercio, pero le hacía pagar un impuesto. Aparte de
todo esto, estaban los clientes de todo el año, los trabajadores de los
cascajales, los caballistas de los ranchos, los empleados del ferrocarril, que
entraban por la puerta principal, y los oficinistas de la ciudad y los
negociantes de importancia que entraban por la puerta de atrás y tenían
reservados saloncitos de quimón.
Por todas estas razones, aquél fue un mes
terrible, y a la mitad de él estalló una epidemia de influenza que se extendió
por toda la ciudad. Mrs. Talbot y su hija, que estaban en el San Carlos Hotel,
la padecían. La padecía Tom Work. Benjamín Peabody y su familia estaban también
enfermos. La excelentísima María Antonia Field cayó enferma también. Toda la
familia Gross estaba atacada.
Los médicos de Monterey -y había muchos que se ocupaban
de los casos corrientes, accidentes y neurosis- estaban enloquecidos. Tenían
más trabajo del que podían atender, y con clientes que, aunque no pagasen las
cuentas, tenían al menos dinero con que pagarlas. El arrabal conservero, cuyos
habitantes eran más fuertes, tardó en contraer la enfermedad, pero
finalmente la padeció también. Las escuelas se cerraron. No había una sola casa
donde no hubiera niños calenturientos y padres enfermos. No era una enfermedad
mortal, como ocurrió en 1917, pero en los niños tenía la tendencia de atacar al
mastoides. Los médicos estaban muy ocupados, y, además, el arrabal conservero
no era un cliente de importancia.
El doctor del Laboratorio Biológico de
Occidente no tenía derecho a ejercer. Pero no era culpa suya que todos los
habitantes del arrabal fuesen a consultarlo. Antes de darse cuenta, se vio
corriendo de casucha en casucha, tomando temperaturas, dando medicinas,
pidiendo y entregando mantas, e incluso llevando alimentos de una casa a otra,
mientras las madres lo miraban con inflamados ojos desde sus lechos dándole las
gracias y haciéndolo responsable de la mejoría de sus hijos. Cuando no Podía
atender a alguno, telefoneaba a un médico local, y éste venía, a veces, cuando
lo consideraba de urgencia. Mas para las familias siempre eran casos de
urgencia. El doctor no dormía apenas. Se alimentaba con cerveza y sardinas de
lata. En casa de Lee Chong, donde fue a comprar cerveza, se encontró con Dora,
que iba a buscar un par de tijeras para las uñas.
- Parece agotado -le dijo
Dora.
- Lo estoy -dijo el doctor-. No duermo desde hace una semana.
- Lo sé -dijo
Dora-. Me dicen que la epidemia es grave. Y también la época es mala.
John Steinbeck (Estados Unidos, 1902-1968).
Obtuvo el premio Nobel en 1962.
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