Terminada
la cena la conversación se hizo general. Don Calogero contaba con pésimo
lenguaje, pero con intuición sagaz, algún episodio entre bastidores de la
conquista garibaldina de la provincia. El notario hablaba a la princesa de la
casita «en las afueras» que se hacía construir. Angelica, excitada por las
luces, la cena, el chablís y el evidente asentimiento que encontraba en todos
los varones en torno a la mesa, había pedido a Tancredi que le contara algún
episodio de los «gloriosos hechos de armas» de Palermo. Había apoyado un codo
sobre el mantel y la mejilla sobre la mano. La sangre le afluía a la cara y era
peligrosamente agradable de mirar: el arabesco del antebrazo, el codo, los
dedos, el guante blanco colgante fue considerado exquisito por Tancredi y
desagradable por Concetta. El joven, sin dejar de admirar, hablaba de la guerra
mostrándolo todo sin valor y sin importancia: la marcha nocturna sobre
Gibilrossa, el escándalo entre Bixio y La Masa, el asalto a Porta di Termini.
-
Me divertí mucho, señorita, créame. La mayor diversión la tuvimos la noche del
28 de mayo. El general quería tener un puesto de vigilancia en lo alto del
monasterio de Origlione: llama que llama, impreca, y nadie abre; era un
convento de clausura. Entonces Tassoni, Aldrighetti, yo y algunos más
intentamos derribar la puerta con las culatas de nuestros mosquetones. Nada.
Corrimos en busca de una viga de una casa bombardeada allí cerca y por último,
con un estruendo de todos los diablos, echamos la puerta abajo. Entramos: todo
estaba desierto, pero en un rincón del pasillo oímos chillidos desesperados: un
grupo de hermanas se había refugiado en la capilla y estaban allí apelotonadas
junto al altar. ¡Quién sabe lo que te-mí-an de aquella docena de jovencitos exasperados!
Daba risa de ver, feas y viejas como eran, con sus tocas negras, los ojos
desorbitados, preparadas y a punto para... el martirio. Gañían como perros.
Tassoni les gritó:
»-
No teman, hermanas. Hemos de pensar en otras cosas. Volveremos cuando podamos
encontrar novicias.
»Y
todos nos echamos a reír hasta caernos de risa. Y las dejamos allí para
disparar contra los reales desde las terrazas superiores. Diez minutos después
fui herido. Angelica, todavía apoyada, se reía, mostrando todos sus dientes de
lobezna. La broma le parecía deliciosa. Aquella posibilidad de estupro la
turbaba, y palpitaba su hermoso cuello.
-
¡Qué grandes tipos debieron de ser ustedes! Me habría gustado encontrarme a su lado.
Tancredi
parecía transformado: la fuerza del relato, la intensidad del recuerdo,
injertadas ambas en la excitación que producía en él el aura sensual de la
joven, lo cambiaron en un instante de aquel muchacho decente que era en
realidad en un brutal soldadote.
-
Si hubiese usted estado allí, señorita, no habríamos tenido necesidad de
esperar a las
novicias.
Angelica
había oído en su casa muchas palabras groseras, pero ésta fue la primera vez -y
no la última - que comprendió ser objeto de un doble sentido lascivo. La
novedad le gustó, su risa subió de tono y se hizo estridente.
En
aquel momento todos se levantaron de la mesa. Tancredi se inclinó para recoger
el abanico de plumas que Angelica había dejado caer. Al incorporarse vio a
Concetta con la cara enrojecida y dos pequeñas lágrimas en las pestañas.
-
Tancredi, estas cosas tan feas se dicen al confesor, no se cuentan en la mesa a
las señoritas. Por lo menos en mi presencia.
Y
le volvió la espalda.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Duque de Palma y Príncipe de Lampedusa (Italia, 1896-1957).
(Traducido al español por Fernando Gutiérrez).
Las ilustraciones corresponden a fotogramas de la película El Gatopardo, dirigida por Luchino Visconti en 1963.
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