(Fragmento)
Arriano me ofrece algo mejor. En Tíbur, desde lo profundo
de un ardiente mes de mayo, escucho en las playas de la isla de Aquiles la
prolongada queja de las olas; aspiro su aire puro y frío, vago sin esfuerzo por
el atrio del templo envuelto en humedad marina; veo a Patroclo... Ese lugar que
no conoceré jamás se convierte en mi residencia secreta, mi asilo supremo. Allí
estaré sin duda en el momento de mi muerte.
Hace años, di mi permiso al filósofo Eufrates para que
se suicidara. Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en
qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede
convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor. No
había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para
obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha entrado
en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la fatiga,
la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte. Imposible
curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces haciéndome temblar
por adelantado como el enfermo que siente llegar un nuevo acceso. Todo me era
bueno para postergar la hora de la lucha nocturna: el trabajo, las
conversaciones proseguidas insensatamente hasta el alba, los besos, los libros.
Está sobreentendido que un emperador sólo se suicida si se ve obligado por
razones de Estado; el mismo Marco Antonio tenía la excusa de una batalla
perdida. Y mi severo Arriano admiraría menos esta desesperación nacida en
Egipto, si yo no hubiera triunfado de ella. Mi propio código prohíbe a los
soldados esa salida voluntaria que he acordado a los sabios; no me sentía más
libre para desertar que cualquier legionario. Pero sé lo que es acariciar
voluptuosamente la estopa de una cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por
convertir ese deseo mortal en una muralla contra mí mismo; la perpetua
posibilidad del suicidio me ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida,
así como la presencia al alcance de la mano de una poción sedante calma al
hombre que sufre de insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la
muerte sólo dejó de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad
aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me
abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo
algunos años más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario