Dos aromas del mes de mayo
(Párrafo del capítulo 8: "la lluvia de mayo...")
Allí
detuvo sus pasos, se concentró y olfateó. Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El
olor bajaba
por la Rue de Seine, claro, inconfundible, pero fino y sutil como antes.
Grenouille sintió palpitar
su corazón y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la
excitación de su
impotencia en presencia de este aroma. Intentó recordar algo parecido y tuvo
que desechar todas
las comparaciones. Esta fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las
limas olas naranjas
amargas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules o el alcanfor
o las agujas
de pino, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua del
manantial... y era a la vez
cálido, pero no como la bergamota, el ciprés o el almizcle, no como el jazmín o
el narciso, no
como el palo de rosa o el lirio... Esta fragancia era una mezcla de dos cosas,
lo ligero y lo pesado;
no, no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al
mismo tiempo,
como un trozo de seda fina y tornasolada... pero tampoco como la seda, sino
como la leche
dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no era posible, por más que se
quisiera: -seda
y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar;
de hecho, su existencia
era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad.
Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él
quien seguía a la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero
y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí.
(Párrafo del capítulo 26: "un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas..." )
Ahora
podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que
permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las
barridas praderas
de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas
fragancias en torno
a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado
primaveral; un templado
viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una
brisa marina,
penetrante como almendras saladas. Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión
sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad,
ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya... En el universo interior de Grenouille
no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a
este universo
un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible,
ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía,
pues, la tarde
en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al
final de la siesta,
cuando el letargo del medio día abandona lentamente el paisaje y la vida
interrumpida quiere
reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes-
había remitido,
destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos
y blandos
en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de
su dueño.
Patrick Süskind (Alemania, 1949).
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