Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 15 de mayo de 2018

Mayo: LA CARTUJA DE PARMA, de Stendhal

"... ese joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi..."
 
Capítulo I: Milán en 1796
 
(Párrafos iniciales)

El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán, al frente de ese joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi y de mostrar al mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor.
 
Los milagros de audacia y de genio que Italia presenció, despertaron en pocos meses a un pueblo que dormía; ocho días antes de la entrada de los franceses, aún veían en ellos los milaneses, un atajo de bandidos acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad imperial y real; al menos así lo repetía tres veces por semana un periodiquillo, no mayor que la palma de la mano, impreso en papel sucio.
 
En la Edad Media eran los milaneses valientes como los franceses de la Revolución, y merecieron que su ciudad fuera enteramente arrasada por los emperadores de Alemania. Pero desde que se habían hecho fieles súbditos, su gran negocio consistía en imprimir sonetos sobre pañuelos de bolsillo de tafetán rosa, cuando se casaba alguna muchacha de familia noble o rica. Dos o tres años después de esta época memorable de su vida, la joven tomaba un caballero acompañante; a veces el nombre del oficioso amigo, elegido por la familia del marido, ocupaba un lugar honroso en el contrato matrimonial. Mucho distaban estas costumbres afeminadas de las profundas emociones que provocó la llegada imprevista del ejército francés. Pronto surgieron costumbres nuevas y apasionadas. Todo un pueblo cayó en la cuenta, el 15 de mayo de 1796, de que cuanto había respetado hasta entonces era soberanamente ridículo y a veces odioso. La salida del último regimiento austríaco fue la señal del derrumbamiento de las ideas viejas; se hizo moda exponer la vida. Se vio que para ser feliz, después de tantos siglos de hipocresía y de sosera en las costumbres, había que amar algo con pasión real y saber, en ocasiones, exponer la vida. La continuación del celoso despotismo de Carlos V y de Felipe II había sumido a los lombardos en una noche obscurísima; echaron por tierra sus estatuas y súbitamente se encontraron inundados de luz. Desde hacia unos cincuenta años, mientras en Francia se oían los estampidos de Voltaire y la Enciclopedia, los frailes gritaban al buen pueblo milanés que aprender la lectura o cualquier otra cosa era trabajo inútil, y que, en pagando muy exactamente el diezmo al cura y contándole todos los pecados, era punto menos que seguro obtener un buen sitio en el paraíso. Y para acabar de arrancarle los nervios a este pueblo, tan terrible antaño, Austria le había vendido barato el privilegio de no dar reclutas a su ejército.
 
En 1796, el ejército milanés constaba de veinticuatro faquines vestidos de rojo, que guardaban la ciudad en colaboración con cuatro magníficos regimientos húngaros. La licencia de las costumbres era extremada, pero muy raras las pasiones. Además de la molestia de tenerlo que contar todo a los curas, ocurría a los milaneses de 1796 que no sabían desear con fuerza ninguna cosa. El buen pueblo de Milán estaba, además, sometido a ciertas pequeñas trabas monárquicas que no dejaban de ser vejatorias. Por ejemplo, al archiduque que residía en Milán y gobernaba en nombre de su primo el emperador, se le ocurrió la lucrativa idea de comerciar en trigos. En consecuencia, queda prohibido a los labradores vender sus granos hasta que su Alteza no haya llenado sus depósitos.
 
En mayo de 1796, tres días después de la entrada de los franceses, un joven pintor miniaturista, un poco loco, llamado Gros, célebre más tarde, que había venido en el ejército, oyó contar en el gran café de los Servi (que entonces estaba de moda) las hazañas del archiduque, que era enorme de cuerpo. Gros cogió la lista de los helados, impresa en forma de cuadro sobre una hoja de un feísimo papel amarillo, y, a la vuelta, dibujó al obeso archiduque; un soldado francés le daba en la barriga un bayonetazo, y en lugar de sangre salía un increíble chorro de trigo. Esa cosa llamada broma o caricatura era desconocida en esta tierra de cauteloso despotismo. El dibujo, dejado por Gros encima de la mesa del café Servi, pareció un milagro del cielo; fue grabado aquella noche y al día siguiente se vendieron veinte mil ejemplares.
 
El mismo día se pegaba en las esquinas un aviso, imponiendo una contribución de guerra de seis millones para las necesidades del ejército francés, que habiendo ganado seis batallas y conquistado veinte provincias, carecía de zapatos, de pantalones, de trajes y de sombreros.

 
Stendhal: Marie-Henri Beyle (Francia, 1783-1842).
 
La ilustración corresponde al cuadro La batalla del puente de Lodi (La bataille du pont de Lodi, 1804), obra de Louis-François Lejeune.

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