VI: «Nos salió bonito el archiduque» 1863
1. Breve reseña del sitio de Puebla
(Fragmento)
Es
verdad que muchos salieron corriendo como gallinas al grito de «ya vienen los franceses» para vergüenza de ellos y de los que no lo hicieron, como gallinas,
sí, pero no quitándose las plumas y sí arrojando al aire los kepis, pantalones,
portafusiles, camisas y chaquetas, portacaramañolas, botas, en el camino se
desvistieron mientras huían, corrían, desaparecían en la oscuridad para que los
franceses no los pescaran con los uniformes puestos y arrojaron al aire y en el
camino las cuñas, las piolas largas, las mechas con las que iban a clavar los
cañones, incendiar la pólvora, reventar los obuses, y hasta sus propios fusiles
arrojaron al aire en lugar de romperlos como había sido la orden del general en
jefe del Ejército de Oriente, arrojaron, aventaron al aire medias y polainas,
cinturones, gallardetes, se esfumaron, es verdad, pero otros muchos sí se
quedaron al pie del cañón, de sus cañones, para destruirlos, y aunque algunas
bocas de fuego no se rompieron a la primera cargada, otras volaron hechas pedazos
y cureñas, escobillones, avantrenes, muñones de morteros y cañones de a
veinticuatro españoles e ingleses y de cañones-obuses de a quince neerlandeses,
morteros a la Coéhorn, cañones-obuses belgas en cureñas Gribeauval saltaron en
el aire desde las torres de los fuertes y los campanarios de los conventos y
cayeron, llovieron sobre las calles, terraplenes y glacis, sobre las piedras y
los escombros, sobre las manos, piernas, restos de los cadáveres mutilados por
otras explosiones y en las trincheras inundadas donde se pudrían los cadáveres
de las soldaderas con los cráneos destrozados por otros obuses, botes de
metralla de a veinticuatro, granadas de mano: el General Mendoza, a quien se le
inflaban los carrillos y se le erizaban los bigotes cuando se le subía la
sangre a la cabeza, vestido como siempre con su estrambótico uniforme: casacón
de cuello enorme y mangas de anchas vueltas, sombrero de gran escarapela y
ancha carrillera de metal escamado, acicates gigantescos y otras
extravagancias, se había dirigido la noche anterior a parlamentar con el
General Forey, y regresado unas horas después con la espada entre las piernas
(su espada cuya finísima hoja toledana había sido partida en dos por la bala de
un cazador de Vincennes y que según decían había pertenecido al mismísimo y
siniestro Duque de Alba), muerto de la vergüenza y de la rabia porque Forey se
había negado a la petición del general en jefe de permitir que salieran de la
plaza las tropas mexicanas con sus armas y los honores de la guerra para dirigirse
a la ciudad de México, y había dicho que no, que la rendición tenía que ser
incondicional y que las tropas mexicanas debían entregar las armas y declararse
prisioneras y de no ser así, agregó el General Forey, vamos a asaltar la plaza
y a pasar a los mexicanos a cuchillo. Y fue entonces, y para no dejar en
posesión del enemigo armas o municiones que pudiera utilizar después, cuando el
General Paz reunió en el Convento de Santa Clara a todos los jefes de
artillería y les dijo que por órdenes del general en jefe a las cuatro y media
en punto de esa mañana del 17 de mayo de 1863 tenían que volar todos los
depósitos de pólvora, romper todos los fusiles, clavar los cañones, aserrar las
cureñas y quemar o inutilizar todas las municiones, y esa fue la hora en que se
escuchó en uno de los fuertes de la ciudad una gran explosión seguida de otras
más y muchas más y el cielo se iluminó con los resplandores, se llenó de
relámpagos, y al despuntar el alba de los fuertes y los conventos se levantaban
todavía las fumarolas negras, las fumarolas blancas y las lenguas de fuego,
inmensas lenguas de fuego amarillo, rojo, azul, como si todas las manzanas y
plazas de la ciudad, la de los Locos y la del Rastro, la de la Estampa y la de
la Misericordia y todos sus edificios: el Teatro de los Gallos, el Parián, el
Hospicio de los Pobres, el Correo, la catedral construida por los ángeles
estuvieran en llamas, y con las casas todos los soldados y los cadáveres de los
soldados muertos durante el sitio y los habitantes: mujeres, ancianos, niños.
El
General Forey se puso su sombrero de grandes plumas largas y blancas: estaban
vengados el deshonor y la dolorosa sorpresa que había sufrido Francia casi un
año antes, el 5 de mayo de 1862.
El
5 de mayo de 1862, la grande armée francesa, el ejército triunfador de
la Guerra de Crimea y de la Guerra por la Unificación de Italia, invicto desde
Waterloo, fue derrotado en su intento de tomar la ciudad de Puebla por los
defensores mexicanos de la plaza: el Ejército de Oriente, al mando del General
Ignacio Zaragoza.
El
General Lorencez contempló algunas de las balas que habían disparado contra los
franceses los cañones de los fuertes de Loreto y Guadalupe y dijo, al recordar
que Saligny había prometido que las tropas de Luis Napoleón serían recibidas
por los ciudadanos de Puebla con una lluvia de rosas: «Estas son las flores del
ministro».
Fernando del Paso (México, 1935).
La ilustración corresponde a El General Bazaine ataca el fuerte de San Javier durante el sitio de Puebla
(Le Général Bazaine attaque le fort de San-Xavier lors du siège de Puebla), de Jean-Adolphe Beaucé.
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